La crisis en la Lengua

Se acepta sin discusión entre los lingüistas que es en los medios de comunicación donde la lengua se presenta en su expresión más viva y natural, y donde pueden observarse mejor las tendencias de este valioso sistema de comunicación, inmutable y mutable a la vez, adaptable a las más diversas necesidades y situaciones y a los cambios que se experimentan en el seno de la sociedad.

Se reconoce de forma unánime que en los momentos críticos del devenir histórico el ingenio se aguza y tienen lugar los mayores logros de nuestro intelecto, tanto en la creación artística como en el desarrollo científico y tecnológico. Podríamos, pues, adelantar que la imagen que obtendríamos de un análisis de la lengua que se utiliza hoy en prensa, radio y televisión, considerando los delicados momentos en los que vivimos, sería la de una modalidad caracterizada por la presencia de originales creaciones, sorprendentes novedades e ingeniosos recursos. Sin embargo, no es esa la realidad, pues, como veremos, esta vez no se cumple la histórica compensación a nuestros humanos desvaríos. El español, hoy, presenta rasgos y tendencias que más bien parecen coincidir con el deterioro de nuestro sistema político y social; en él se refleja el desmoronamiento del estado del bienestar, el declive de la educación, la corrupción y la pobreza. Hay que reconocer, en cualquier caso -pues toda generalización es injusta-, que entre tanto mal ejemplo existen excepciones que nos animan a seguir pensando que la situación puede mejorar y que vale la pena trabajar por superar esta crisis en todos los ámbitos: en el social, por supuesto, y, también, en el lingüístico. En este último aspecto bastaría con que siguiéramos la pauta que marcan los grandes escritores y los buenos profesionales que aún laboran en los medios, nacionales y locales, representantes egregios de un periodismo intachable en el fondo y en las formas. De otra manera, más modesta tal vez, contribuimos quienes con análisis objetivos de la realidad lingüística nos ocupamos de detectar tendencias y anomalías que pueden obstaculizar cualquiera de las funciones del lenguaje, sobre todo aquellas que nos identifican, nos unen y nos enriquecen, como el pensamiento, la comunicación y la creación.

Trataré de hacerlo, pues, desde esta perspectiva señalando algunos de los fenómenos en los que se incurre en el periodismo de hoy y cuya erradicación urge, pues su presencia obedece a un mimetismo esnobista propio de la comodidad de quienes se amparan en el socorrido pretexto de la rapidez informativa y de la inmediatez de la noticia, desoyendo tantos buenos consejos y recomendaciones: “La mejor noticia no es siempre la que se da primero”, decía García Márquez, “sino muchas veces la que se da mejor”.

Una primera recomendación que haría a la vista de la realidad lingüística analizada estaría orientada a procurar frenar el proceso de degradación al que nos lleva la desidia que resulta de la tendencia al menor esfuerzo mental y articulatorio; de ahí que se utilicen con bastante frecuencia las llamadas palabras comodín, como tema y cosa, por ejemplo, además de otras como trasto, cacharro o chisme, más propias del coloquio y de la lengua oral. Los comodines son voces de significado vago que pueden significar cualquier cosa según los contextos (“El tema de la corrupción”; “No sé nada del tema”; “Aquel cacharro del laboratorio”; “No sé para qué sirve ese chisme”). Un ejemplo de palabra comodín en el lenguaje de la prensa es el uso casi exclusivo del verbo decir en lugar de otros mucho más precisos, como manifestar, declarar, afirmar, opinar, sostener, asegurar, considerar, indicar o señalar: “Los asistentes dijeron, tras la reunión, que no se había solucionado el problema”; “Nadie dijo nada en sentido contrario”; “Todos dijeron que mantenían sus posturas”; “Fulano dijo que fue testigo directo de los hechos”. Son unos pocos ejemplos de este frecuente comodín.

El verbo tumbar es otro caso de palabra de este tipo cuyo uso vengo observando últimamente. Este verbo, que tiene los significados de ‘hacer caer o derribar a alguien o algo’ o ‘inclinar algo sin que llegue a caer enteramente’ (“El boxeador tumbó a su rival”; “Túmbate un poco si estás mareado”), aparece con otros muchos sentidos en titulares como son los siguientes: “Medio Ambiente tumba el dragado del Guadalquivir”; “Las juntas electorales tumban 178 candidaturas para el 20-N”; “El descontrol en la policía tumba al número 2 del Ministerio del Interior”; “Duran, sobre la financiación ilegal de Unió: ‘No sufráis. No me tumbarán’”; “La presión en la Red contribuyó a tumbar la ley Sinde”; “Interior denunció la marcha del 25-S como un intento de tumbar el sistema”; “España recurre el fallo europeo que tumbó la doctrina Parot”; “El alto tribunal tumbó en 2008 un referéndum similar de Ibarretxe”; “El Gobierno intentó tumbar el convenio de la construcción con efecto retroactivo”.

No podrá negarse que hay un exceso de tumbar, ni que, entre tanto exceso, se encuentra un buen número de usos impropios que muy bien pudieron sustituirse por otras voces como desestimar, rechazar, denegar, reprobar u oponerse a, por ofrecer algunas alternativas.

Otros comodines

Hay otros muchos comodines que he detectado, ocultos bajo la falsa apariencia del prestigio que erróneamente suele atribuirse a la palabra larga y a la expresión analítica; ¿a qué se debe si no la preferencia del uso de concientizar y culpabilizar, por ejemplo, frente a concienciar y culpar?; del mismo modo, se prefiere calentar motores en lugar de prepararse (para), disponerse (a), probar, ensayar. Obsérvese, por ejemplo, cómo la locución dar luz verde está excluyendo otras voces mucho más ajustadas semánticamente, según los contextos, como aprobar, permitir, aceptar, autorizar, ratificar, sancionar (una ley). Muchos, para expresar la idea de que un asunto no termina de solucionarse, prefieren hacerlo diciendo que la pelota está en el tejado de (alguien o algo), que con el simple y llano el asunto continúa sin resolverse, o que se está a la espera de una solución definitiva.

Estas palabras, frases o expresiones fosilizadas, que denominamos clichés, son síntoma de falta de gusto o de pereza en la expresión, y se alejan de la propiedad y la corrección lingüísticas, y, por supuesto, no poseen el valor de formas prestigiosas que algunos les atribuyen. Precisamente, es ese falso prestigio la causa de su difusión, y representan un buen ejemplo de cómo la crisis se refleja en el lenguaje empobreciéndolo también. Son muchas más las locuciones que podríamos añadir a las anteriores, y casi todas ellas suelen ocupar espacios semánticos de otras palabras más apropiadas y con mayores matices; he aquí algunas locuciones de carácter verbal: poner los puntos sobre las íes, poner negro sobre blanco, dar carpetazo, dar una de cal y otra de arena, (des)enterrar el hacha de guerra, dar una vuelta de tuerca, anunciar a bombo y platillo, perder el tren del desarrollo, ponerse las pilas, pasarse tres pueblos, dar un giro de 180 grados, mantenella (sostenella) y no enmendalla, hacer un ejercicio de responsabilidad, entre otras.

No hablemos ya de todas aquellas expresiones del ámbito de la economía que inundan las páginas de nuestros periódicos y que se aceptan y se repiten en connivencia (¿inconsciente?) con sus emisores. Cómo es posible que aceptemos que se nos diga que vivimos en un periodo de crecimiento económico negativo, o que habrá una devaluación competitiva de los salarios (en vez de una bajada de los sueldos), o que se nos hable del recargo temporal de solidaridad (que no es otra cosa que la modificación del IRPF), o del tique moderador sanitario (para hacer referencia al copago en la sanidad pública). Espero que ahora que ya sabemos cuáles fueron las causas y las consecuencias del llamado proceso de regularización de activos ocultos exijamos la denominación de amnistía fiscal, para que no se nos hiera más, por lo menos de palabra. Pero no era mi idea inicial entrar a comentar asuntos de tanto calado como el uso de los eufemismos, esas palabras con las que se camuflan tantas realidades, incómodas para algunos, cuyo abuso cínico, grosero y perverso ha dado lugar al lenguaje políticamente correcto, pues este exige un tratamiento detenido que excede los objetivos de este artículo.

Los clichés

Hay clichés de reciente acuñación que convendría considerar por si aún estamos a tiempo de frenar su desmedida difusión; se trata de dos expresiones sustantivas y dos locuciones verbales: brotes verdes, línea(s) roja(s), poner en valor y hacer pedagogía. No voy a realizar ahora un comentario lingüístico de estos clichés que hasta empiezan a ser objeto de burla por algunos de nuestros ilustres autores de viñetas (véase, por ejemplo, la de Forges publicada en El País el 3 de abril de 2011); pero sí me atrevo a sugerir que antes de volver a usar alguna de ellas se procure realizar un pequeño esfuerzo por tratar de sustituirlas por otras palabras más concisas, más precisas y menos trilladas, como señales, signos, indicios o vestigios de recuperación; frontera o límite; valorar, apreciar, estimar, enseñar, demostrar, ilustrar, dar ejemplo. Pruébense algunas de estas sencillas sustituciones y veremos cómo nuestros textos ganan en originalidad y precisión.

Esta tendencia a la expresión repetida alcanza a todos los niveles y registros, y las escuchamos de boca de hablantes pertenecientes a niveles socioculturales considerados altos. Así, ante la noticia de que el Banco de España va a supervisar con inspectores a las entidades bancarias, el experto contertulio comenta: “Nunca es tarde si la dicha es buena, aunque a buenas horas mangas verdes”; bien pudo haber dicho algo así como que “la medida, aunque conveniente, llegaba con cierto retraso”, o que “de haberse tomado antes, los resultados hubieran sido otros”, o algo por el estilo. No he oído a ningún político del partido en el Gobierno que tras ser preguntado sobre si se tomarían medidas con aquellos que están implicados en algún caso de corrupción, dijera otra cosa que no fuera “Por supuesto, caiga quien caiga, y que cada palo aguante su vela”.

La comodidad está llevando a la vulgarización, a que se hable —y se escriba— con la mimética y enojosa repetición de las ideas ya expresadas, mejor o peor, por otros, como hacía Sancho Panza (con perdón al entrañable personaje cervantino), quien para compensar su ignorancia recurría siempre al refranero. No es que pretenda —ni mucho menos— que acudamos a la norma lingüística que Cervantes pone en boca de don Quijote, pero sí que aprovechemos la riqueza y la extraordinaria versatilidad de nuestro idioma, a la que aludía al principio, y hagamos uso de sus extraordinarias posibilidades.

¿Qué nos queda al final si ni siquiera somos capaces de demostrar que somos dueños de nuestras propias palabras?

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