Muy escasa relevancia se le puede conceder a la temporada teatral canaria, desarrollada a través de los años 2003-2004, ni en función de los espectáculos foráneos aquí exhibidos, ni -muchísimo menos- en función de los espectáculos escénicos aquí producidos. Y el futuro, debido a la pésima labor institucional, no augura nada bueno.
Hablar de espectáculos teatrales producidos en Canarias es sólo una expresión que se utiliza para denominar de alguna manera al escandaloso desequilibrio que -a ese respecto- se produce entre la voluntariosa (pero impotente) indigencia de una utópica (y de hecho inexistente) empresa privada, absolutamente carente de medios económicos y desdeñada institucionalmente, en función directamente proporcional a su calidad artística, salvo en aquellas ocasiones en que la administración considera electoralmente rentable despilfarrar alegremente el erario público, de manera vergonzosa, sin preocuparse de la mínima rentabilidad cultural de ese producto artístico. En esos casos, el precio de cada una de sus escasísimas funciones triplica la cuantía de la mayor de las limosnas concedidas a la producción de otros espectáculos independientes.
Posiblemente, el ejemplo más signifcativo de esta prevaricación institucional lo constituya la producción del espectáculo Tic-Tac, de Claudio de la Torre, representado en 2003 para conmemorar así el aniversario de su estreno mundial en el mismo Teatro Guimerá, de Santa Cruz de Tenerife, en el que también tuvo lugar esta nueva reposición, a cargo del Grupo Delirium, uno de los más sólidos del archipiélago canario, que realizó un trabajo valioso; pero al que apenas se le dieron cuatro o cinco representaciones, y que escasamente convocó a trescientas personas ante la taquilla, a pesar de representarse siempre a teatro lleno… de tifus, como denomina el argot profesional a los espectadores invitados.
Es muy posible que la actitud más coherente, a este respecto, la haya llevado a cabo el Cabildo Insular de Gran Canaria, a través de las diversas coproducciones que ha desarrollado el Teatro Cuyás, de su propiedad, con diversas compañías del plural territorio nacional, tratando de rentabilizarlas (artística,cultural y -¿por qué no?- económicamente) a través de la mayor parte de la geografía hispana, incluyendo en la ejecución de ese proyecto a profesionales peninsulares y canarios, en un equilibrio esperanzadoramente fructífero… por más que -de manera paradójica- la mayor parte de esas costosas coproducciones insulares, estrenadas en Las Palmas de Gran Canaria, se hayan exhibido en una docena de capitales peninsulares, pero no en Santa Cruz de Tenerife, ni en casi ninguna de las capitales de las otras cinco islas.
Junto a estas obras, apenas cabría destacar, en estos últimos años, espectáculos como Cabaret atlante, dirigida por Enzo Scala en 2001; La mosca en la oreja, de Feydeau, dirigida por Eduardo Bazo en 2002; La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, dirigida por Rafael Rodríguez en 2004; y El laberinto, de Fernando Arrabal, dirigida por Severiano García Noda en 2004. Desde esta perspectiva, cabría considerar la inhibitoria cobardía institucional canaria a afrontar el riesgo de las imprescindibles producciones y coproducciones teatrales del Archipiélago, que trataron de iniciar pomposamente (con un estrepitoso fracaso) en el año 1990 con el estreno de la obra La fragata del sol, del escritor tinerfeño de adopción José Antonio Rial, dirigida por Carlos Giménez, tras lo cual prefirieron la cómoda ocultación de la cabeza de la responsabilidad de la política atrtística debajo de la vergonzante ala del parcialista reparto piñatero, a cómodos amigos, conocidos de facción y parientes políticos.
Si el análisis del Socaem merece capítulo aparte, en otros ámbitos institucionales se prolonga, en muchos casos, la misma ineptitud; de tal manera que el Cabildo de Tenerife encarga la programación de su circuito escénico insular a una empresa pública, cuyo responsable programa, a su vez, los espectáculos del municipio de El Sauzal, y está casado con una directora escénica, cuyos espectáculos se programan generosamente. Asimismo, hay un rotundo desinterés por establecer una red insular de locales escénicos, que ha conducido a una situación asfixiante, en función de la cual la mayoría de los espacios escénicos del Archipiélago (Teatro Leal en La Laguna, Teatro Circo de Marte en Santa Cruz de La Palma, Paraninfo de la Universidad de La Laguna, teatros Pérez Galdós y Guiniguada de Las Palmas de Gran Canaria) permanecen cerrados desde hace largos años; mientras que el Teatro Pérez Mink, de Santa Cruz de Tenerife, carece de las más elementales condiciones técnicas; y las escasas salas alternativas de empresas privadas (Victoria, en Santa Cruz de Tenerife; Minik, en Tacoronte; La República, en Ingenio), ofrecen escenarios diminutos y aforos limitadísimos.
Ante este nauseabundo panorama teatral canario, a uno sólo le queda decir: apaga y vámonos, y que el último que salga cierre la puerta. Porque, al paso que vamos, la puerta del Teatro Canario estará definitiva, hermética y lamentablemente cerrada dentro de muy poco tiempo.
El SOCAEM
Posiblemente los más graves deterioros que ha sufrido el Teatro en Canarias, en los últimos veinticinco años, se los haya infligido Socaem (Sociedad Canaria de las Artes Escénicas y de la Música), una empresa pública creada por el presidente autonómico Jerónimo Saavedra, con la infructuosa buena voluntad de ordenar institucionalmente la escena insular, pero que -en la cruda realidad- sólo consiguió acabar de destruirla, a través del compadreo, la estricta limitación de responsabilidades a los únicos funcionarios de la entidad que sabían algo de teatro, la obstrucción de los diversos proyectos creativos que allí se presentaron, alguno de los cuales financió para archivarlo (quien esto firma da fe desde la experiencia personal) o el sistemático desencuentro con las administraciones municipales y cabildicias.