A los canarios nos encanta pelearnos por el chocolate del loro de nuestro propio presupuesto o por viejas y supuestas honras capitalinas, que de cuando en cuando sacamos de un cajón pretérito, estacionado en los tiempos de Bravo Murillo, y que desempolvamos para organizar algún lío de ocasión, alguna trifulca de andar por casa, plagada de adjetivos y de falsa memoria histórica. Es un discurso que Llevamos haciendo los unos contra los otros desde hace cien años -o más- y se nos da muy bien.
Pero cuando se trata de defender el futuro, como lo del futuro es algo que no afecta a nadie en concreto y sí a todos en general, miramos al cielo y actuamos como si pensáramos que el Gobierno tiene la obligación de sacarnos las castañas del fuego, y si no las saca, peor para el Gobierno. Pues no. Peor para el Gobierno, seguro. Pero peor para todos, seguro también. Así, esta región nuestra se está convirtiendo en especialista en dos tipos de batallas: las que pierde, y las que combate consigo misma, que al final las pierde todas también. Los partidos, los colectivos sociales y empresariales o los medios de comunicación pueden pasarse meses discutiendo entre ellos en el peor de los tonos y con lenguaje de matarifes sobre el cambio de ubicación de una jefatura de servicio de una Consejería regional, o sobre los dineros de más (o de menos) que se gasta el Gobierno de ATI (o el Gobierno de Mauricio, dependiendo de a quien toque) en comprar un hospital en una isla concreta. Incluso comparando inversiones de acá y de allí en interminables listados, midiendo minutajes de televisión para detectar desequilibrios, estableciendo cuotas territoriales en todo y para todo. Es nuestra especialidad.
Pero en los asuntos importantes, en lo que de verdad nos afecta y nos pudre, en eso sólo hablamos por boca de otro, y cada uno con un lenguaje distinto.
No debiera ser de esa manera. No ahora, cuando Canarias ha comenzado a sentir de verdad lo que es ser una región frontera (fronteriza con la pobreza magrebí y saheliana). No ahora, cuando esta región debiera ponerse a hablar con una sola voz para explicar que la presión sobre el territorio y el mercado laboral supera ya todo lo soportable. Ahora debería ser el momento para que los partidos apoyaran la reivindicación de una mayor atención a la situación creada por la inmigración (clandestina y no) en las islas. Ahora, cuando las grandes excusas del pleito están unas moribundas y otras definitivamente enterradas, sería la hora para que los empresarios alzaran su voz ante la opinión pública explicando porqué a pesar de que nuestra economía ha dejado de crecer, siguen viniendo miles de currantes a ganarse la vida aquí. Ahora, ganada la batalla de la homologación antes incluso de celebrarse, los sindicatos deberían plantearse algo más que una protesta sectorial y bolsillera y explicar que puestos de trabajo y poder adquisitivo no se defienden sólo en los convenios. Pero no ocurre así.
Frente a nuestra propia desidia en cuestiones importantes, frente a nuestras discusiones interminables sobre oportunidad y legitimidad de las inversiones, sobre conveniencia de las obras, sobre impacto de las infraestructuras, otras comunidades saben llamar la atención del Gobierno cuando necesitan hacerlo. Pero Canarias no. Canarias vuelve a caer por debajo de la media en los índices de crecimiento del PIB, en los de paro, en los de pobreza… y aquí seguimos con el mismo discurso isloteñista, sórdido y miserable. Un discurso más antiguo que el pendón de la conquista y tan inútil como un disco rayado. Un discurso que -a pesar de su mentecatez- forma parte de nuestra idiosincrasia y nuestras peores costumbres. Un discurso que identificamos con el ser de aquí, cuando lo cierto es que la imbecilidad anida en todas partes.