Adrián Alemán de Armas, periodista, aparejador y doctor en Historia del Arte, nació el 20 de febrero de 1935 en La Laguna y falleció el 21 de noviembre de 2008.
A lo largo de más de medio siglo, Adrián y yo laguneamos innumerables veces. Para lagunear vale el portalón de una vieja casona, o cualquier calle o callejuela, una esquina, detenidos en una acera o deambulando plácidamente; un espacio y un tiempo para enhebrar sin prisas la conversación, incluso si sobre la ciudad cae la lluvia o la envuelve una porfiada sorimba.
Laguneando a ratos, mantuvimos una amistad afectuosa y cordial, en un pueblo afectuoso y cordial aunque difícil como es el nuestro; relación que se adensó cuando, a comienzos de los años sesenta del siglo pasado, nos embarcamos los dos, con unos cuantos profesores amigos más, en la aventura de articular y poner en funcionamiento, en el barrio lagunero de Taco, las Filiales masculina y femenina de Enseñanza Media del Instituto de Bachillerato de Canarias Cabrera Pinto. Fue una experiencia gratificante e inolvidable, aunque echar a andar aquellos carros costó Dios y ayuda y no pocos quebraderos de cabeza. Pero mereció la pena. Cuando, cerca de medio siglo más tarde, le decíamos adiós para siempre a Adrián, fue emocionante encontrarnos con aquellos que habían sido alumnos de las primeras hornadas del Filial masculino de Taco, hombres maduros ya rayando la cincuentena, bien situados socialmente la mayoría de ellos, casi peinando canas algunos, todos allí para despedirlo también, y para luego recordar largamente un tiempo hermoso de ilusión que compartimos, roturando, profesores y alumnos, un solar que hasta entonces se mantenía baldío, en medio de privaciones y carencias inmensas. “¿Se acuerda, don Eliseo, cuando nos llevó una bola del mundo para que comprendiéramos cómo es la Tierra y dónde estamos?”. No había nada de nada para empezar, salvo la mejor materia prima que puede soñar un docente: muchachos queriendo de veras aprender.
Por aquellos años escribía yo en el periódico El Día una pequeña columna diaria bajo el rótulo La Laguna, encrucijada, hasta que hube de abandonar el matutino tinerfeño por imperiosas obligaciones profesionales de otro carácter. Adrián compartía la apreciación condensada en el título de mi sección periodística: La Laguna fue desde el comienzo de su historia, y continúa siéndolo, encrucijada de caminos, de pasiones, de ideas, de desventuras y de ensueños. Hablar de todo esto era una de nuestras predilecciones, esa dedicación tan bien y tan justamente definida con el verbo lagunear; un verbo que hace bastante más de medio siglo, hacia los años cuarenta, cayó, quizás por vez primera, en la gran artesa de nuestros periódicos, que es donde maduran y fermentan las palabras, pues aunque su solera es sin duda más vieja y su raíz más honda, desde entonces comenzó a ser exprimido, amasado, y a fermentar, a cocerse y a coserse como pan candeal de amistad compartida.
Porque lagunear es más que pasear o pararse a hablar en una esquina, más que callejear, mucho más aun que deambular para matar el tiempo. Es una forma de querencia. Se diría que es un acto de amor y de fidelidad. Lagunear es irle estrujando apaciblemente su esencia a la ciudad, sorbiéndole poco a poco su espíritu; una expresión acendrada de fe en lo que es y en lo que debe de ser, mientras se van pespunteando con calma, con sosiego, con la sutilísima hebra de los afectos, la devoción y el cariño a este pedazo de la plural geografía tinerfeña, sabia conjunción de melancolía, ambición, coraje, crítica, orgullo, decepciones, esperanzas y desesperanzas. Y laguneando cabe a la vez hablar de otras muchas cosas, de la vida: las peripecias de la docencia, la experiencia universitaria, los libros que se están cocinando, los chanchullos de la política interna y externa, los discrepantes puntos de vista a ratos en cuestiones de arte o arquitectura, el panorama de las islas y el desparpajo de quienes pretenden ahormarlo a su medida, el caradurismo de algunos y algunas, las decepciones y las puñaladas traperas, o el tiempo que va a hacer; que nada de lo que es o está entorno suyo puede serle ajeno a un periodista.
Con Adrián Alemán laguneé largo y tendido, como solíamos hacerlo cuando nos encontrábamos, cuarenta y ocho horas antes de que escapara inesperadamente de la vida. Eso sí: como no era amigo de sorpresas, me insinuó, casi como si de una confesión íntima se tratara, que lo tenía todo preparado para el viaje, todo previsto y bien pensado, todo hecho con tranquilidad de espíritu, para no dejarles problemas en el aire a los suyos ni a nadie, una vez hubiera emprendido la marcha.
Esta tarde, Adrián y yo hemos vuelto a lagunear un rato en el umbral de la memoria.