El Gobierno de Canarias ha cambiado su política cultural: ahora consiste en no tener política cultural. La consejera de Políticas Sociales, Cultura y Leísmos, Inés Rojas, lo explicó hace unos meses en una rueda de prensa celebrada en Las Palmas y que tenía como objeto explicar lo inexplicable. La reciente etapa de abundancia presupuestaria ya pertenecía a un pasado muy lejano.
Sin duda, una voz ronca y escasamente inteligible como la de la señora Rojas era la más apropiada para desarrollar el enigmático relato sobre la política cultural del Gobierno de Canarias. Ya explicó Macbeth (sin necesidad de subvención) que la política cultural en el Jardín de las Hespérides ha sido siempre un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada.
Volvamos al pasado. No sé si lo recuerdan, aunque ocurrió hace pocos años: apenas en la pasada legislatura autonómica. La Viceconsejería de Cultura (y Deportes) lucía como un trasatlántico que avanzaba por un majestuoso y tranquilo océano presupuestario. La por entonces consejera de Educación y Cultura, Milagros Luis Brito, y el viceconsejero de Cultura y Deportes, Alberto Delgado, formaban un tándem no muy bien avenido, pero que compartían básicamente las mismas convicciones, porque se trataba de instrucciones y bendiciones que venían de arriba. En esos años de vino y rosas se impulsaron un conjunto de actos, programas y decisiones políticas inspiradas en un modelo de política cultural activo, planificador e intervencionista, cuya expresión más rutilante fue Septenio, un plan inspirado en una iniciativa similar de la Generalitat de Cataluña que se ejecutó sin dejar huella (por cierto) en el tejido cultural catalán. En el lanzamiento de Septenio —que llegó a contar con un presupuesto de cuatro millones de euros anuales— se ensayó un nuevo discurso del poder institucional, cuyas principales características estribaban en un llamado a la modernidad creativa, la proyección exterior de la cultura canaria y la planificación minuciosa de programas integrales desde una Viceconsejería de Cultura que se entendía a sí misma como nodo de la actividad cultural del Archipiélago.
Incluso se redactó —es decir, se encargó la redacción a una empresa exterior— un Plan Estratégico para la Cultura, con un análisis previo cargado de inofensivas obviedades y un horizonte más largo que un día sin pan. Bajo esta nueva retórica modernoide, sin embargo, se encontraba una realidad más ingrata y apegada a las conductas que han caracterizado la política cultural canaria en los últimos veinte años: el dirigismo estéril que solo se alimenta a sí mismo, la subvención como arma para neutralizar cualquier descontento o disconformidad, la pavorosa falta de profesionalidad técnica en la gestión cultural, el despilfarro financiero (inolvidable, aunque parecen ya olvidadas, las dos Bienales de Arquitectura y Paisaje), la escasísima colaboración interadministrativa, el compadreo con clientelas sumisas y tontos útiles, las incoherencias entre la obsesión por fastos y signos emblemáticos y las martingalas de la identidad cultural, la soberbia política y la ignorancia militante.
¿Y cómo podía ser de otra manera? La política cultural está condicionada por la cultura política de la que la diseñan e impulsan. Y la cultura política en Canarias se caracteriza esencialmente por su desprecio hacia la sociedad civil, desde el paternalismo, el ninguneo o la explotación, socavando las posibilidades de cualquier proyecto democratizador de la sociedad y la cultura. Traspasado el meridiano de la legislatura el sueño de este malrauxionismo macaronésico comenzó a romperse en pedazos. La cada vez más aguda crisis económica se tradujo en crecientes restricciones presupuestarias y el Gobierno, en un incomparable instante de lucidez, consideró que un lugar inofensivo donde meter las tijeras eran los presupuestos de la Viceconsejería de Cultura. Al principio (año 2010) fue una poda agresiva, finalmente, en los dos últimos ejercicios presupuestarios, se pasó a la tala sin contemplaciones.
Más vale no recordar los comités de protesta que se organizaron en Tenerife y Gran Canaria entre empresarios y productores culturales, el cabrero del siempre afable Benito Cabrera, la agria respuesta de Totoyo Millares y la dramática amenaza de dimisión de Alberto Delgado (porque, en efecto, cuando los sectores culturales del Archipiélago se despertaron, Alberto Delgado, como el dinosaurio de Monterroso, seguía allí). De alguna manera se encontraron 400.000 euros y se echaron en la olla. La protesta quedó mágicamente desactivada. Pero sus promotores más inteligentes sabían que se aproximaba el principio del fin.
No se le ha perdonado (ni se le perdonará) un solo euro que pueda restarse a los presupuestos de la Viceconsejería de Cultura y Deportes. La bonanza económica general y los flujos presupuestarios del Gobierno autonómico y los cabildos insulares habían propiciado que, en el año 2007, las actividades de la todavía germinal industria cultural en las islas ocuparan directamente a más de 20.000 personas, aportando alrededor de un 2% del PIB del Archipiélago. Como cualquier sociólogo cultural puede señalar, la industria cultural estimula procesos de modernización de una sociedad urgentemente necesitada de los mismos como la canaria y es una influencia benévola a favor de una mayor articulación y cohesión social. En apenas tres años el tejido del empresariado cultural canario ha quedado brutalmente desgarrado, en un proceso de fragmentación y aniquilación que todavía no ha terminado, y bastante más de la mitad de esas 20.000 personas engrosan hoy las listas del paro.
La defunción del SILA
Como si la agresión presupuestaria al sector no fuera lo suficientemente sanguinaria, el pasado año el Ejecutivo regional dictó la sentencia de muerte de uno de los proyectos culturales más atractivos y promisorios surgidos en la última década en el Archipiélago: el Salón Internacional del Libro Africano (SILA). El objetivo estratégico del SILA, que llegó a celebrar tres magníficas ediciones, era convertirse en un encuentro editorial como lo es la Feria de Guadalajara: un espacio de difusión e intercambio entre editoriales, traductores, distribuidores, escritores. Un proyecto a la vez cultural y económico que servía de plataforma activa de tres continentes: Europa, Afríca y América. En esos tres años el SILA consiguió invitar, convencer e incluso entusiasmar a cientos de escritores, editores, profesores y distribuidores africanos con la diligente cooperación de la Alianza Internacional de Editores.
Sus impulsores y organizadores fueron la empresa Mirmidón y la editorial Baile del Sol, quienes se curraron la financiación a través de un programa de Cooperación Transnacional de la Unión Europea, cuya gestión administrativa corrió a cargo de la Viceconsejería de Cultura y la Dirección General de Relaciones con África del Gobierno canario. Esta financiación comunitaria obligaba a sacar a concurso la producción del SILA y su programa; pues bien, el Gobierno publicó tal concurso, y finalmente lo falló a favor de una entidad creada ad hoc para presentarse al mismo.
No solo es que los creadores originales del SILA —y sus auténticos promotores y organizadores— contemplaran estupefactos como su proyecto les era hurtado ante sus propias narices. Es que la convocatoria resultante no tiene absolutamente nada que ver con los principios fundacionales y los objetivos últimos de un Salón Internacional del Libro Africano que han reducido y desnaturalizado hasta convertirlo en un conjunto inane de charlas y recitales. Toda la experiencia acumulada, los contactos formalizados, las sinergias y complicidades conseguidas durante tres años de duro trabajo han sido triturados y tirados ignominiosamente a la basura por el propio Gobierno autonómico. Otra oportunidad miserablemente perdida. Lo ocurrido con el SILA no es únicamente una escandalosa prueba más de la ceguera batueca y estúpida de los responsables de la política cultural en Canarias, sino también una nauseabunda villanía.
Y de ese paisaje desolado, bajo el doble sol del miserabilismo presupuestario y la gestión oligofrénica, emerge ahora la señora Inés Rojas para explicar que, precisamente, esto era lo mejor que nos podría ocurrir. La señora Rojas —segundada, cabe imaginar, por todo su equipo— descubre ahora que la Viceconsejería de Cultura ni puede ni debe ser “el centro de gravedad” de la actividad cultural en Canarias, sino que debe fomentar “entornos propicios” para la creación de proyectos con capital privado o mixto. Curiosamente, la consejera Inés Rojas entiende esto como “un esfuerzo democratizador de la cultura”, sin reparar en la acusación implícita que tal afirmación conlleva para el modelo puesto en marcha por su Gobierno años atrás. Es más o menos como considerar el hambre como una garantía infalible de las ganas de comer.
Cabe colegir de las declaraciones de Rojas que o la miseria presupuestaria supone una inyección democratizadora en el acceso a la cultura o la mañana de la rueda de prensa desayunó algo poco digestivo. Los objetivos del novísimo modelo de política cultural son (por supuesto) apoyar la creatividad, la consolidación de la industria cultural, la innovación y el equilibrio de la cohesión social. Y hacerlo sin un céntimo. Para eso ya se desarrollarán los mecanismos necesarios (sic) o se esperará que sea aprobado el nuevo REF. La guinda final de este cínico suflé de naderías es la creación de un Consejo Canario de las Artes Culturales (sic, otra vez) que engendrará un Observatorio Canario de la Cultura para evaluar el seguimiento de unos objetivos plenamente fantasmagóricos.
Entre los derechos básicos de los ciudadanos de una democracia está el que el Estado estimule, facilite y tutele su acceso a la educación, a la sanidad y a la cultura. El Gobierno de Canarias, simplemente, ha dimitido de su responsabilidad política en esta materia. Del espejismo presupuestario de un modelo de política cultural dirigista, vertical, derrochador y acrítico ha pasado a renunciar, incluso, a gestionar la miseria. Desde el Observatorio Canario de la Cultura solo se podrá contemplar un desierto poblado exclusivamente por las ruedas de prensa de Inés Rojas.