De espumas a la tapa pasando por el limbo

Para estos casos de repasar etapas se acude a la hemeroteca -hoy Internet- y luego se tira de apuntes deshilachados. Supuestamente -digo supuestamente- lo más importante. Sin embargo, del año 2009 gastronómico prefiere un servidor tirar de lo que va dando de sí la memoria, por lo que algunas cosas quedarán en el tintero (en el teclado, diríamos). Quizá el título encierre la esencia informativa de un periodo incierto, quizá de transición.

En el año 2009, la crisis financiera dio zarpazo, literalmente, a la yugular del sector de la restauración. Se cerraron establecimientos, sí, y muchos comensales optaron por quedarse en casa. Hubo replanteamiento en los tipos y precios del vino; los cocineros pusieron lo mejor de sí, de su talento y su preparación, para sacar adelante negocios otrora boyantes y que se vieron inmersos en la falta de circulación. Sacaron, por cierto, su lado más imaginativo y creativo, a precios razonables. El glamour de las espumas, por tanto, se fue abajo y en el incierto periplo hacia la salvadora tapa este mundo se vio inmerso en una especie de limbo, que incluso tocó de algún modo a los intocables gurús, Adriá y compañía.

Comenzó a imponerse el concepto de bocado. Crisis versus producto dimensionado en tapa, a veces término de difícil concreción. Ni media ración, ni tampoco bocadito, que –tiempo al tiempo– va a ser el delirio de todos los aeropuertos importantes del planeta. Remarco, aeropuertos. Mientras, por nuestros lares archipielágicos, al fin y al cabo los que nos interesan, he percibido tendencias a introducir la mencionada fórmula, a pesar de que haya quedado demostrado que nosotros, los isleños, no somos los primeros en flipar con la hora del vermú. Aquí optamos por otros estilos de disfrutar la gastronomía patria. El guachinche aún tira y la buena mano de cocineros maduros y jóvenes –que son dignos de tener en cuenta en cumbres como la de Madrid Fusión– hace que se pueda hablar de una cierta buena salud de la cocina canaria, aunque la guadaña haya hecho de las suyas.

2009 fue año de tapas, entonces, en especial las voladoras del chef Diego Laureano Schattenhofer, que con expertos del IAC pudo conciliar la cocina con unos artilugios basados en magnetismos para presentar bocados que levitan ante el cliente. También Armando Saldaña (Amaranto, El Sauzal) la armó con su bocadillo de autor, con el que quedó vencedor en Madrid Fusión (repitió éxito este año en la cumbre internacional con su tapa basada en el bocadillo de sardinas). Acabaron ciclos, pero comenzaron otros: David Toscano, en el Bacco de Puerto de la Cruz; David Moraga, con su cocina personal en el establecimiento que fue un día El Jable, institución en el sur. Es sólo una muestra.

También hubo momentos emotivos, con la estrella Michelín para el MB (Martín Berasategui) del hotel Abama, mientras que la guía española Repsol le otorgó dos soles al proyecto del donostiarra en Tenerife, para incorporar con un astro rey a Pedro Rodríguez Dios (La Gañanía), Rafael Carrasco (Kabuki) y el restaurante El Templete de El Médano. Y este periodista estuvo horas junto a Fran Alonso, maestro cortador de jamón, que obtuvo el récord mundial oficioso de la loncha de jamón más larga. Prodigio de coordinación, fuerza física, mental y pundonor. Precioso espectáculo. También fue año de actividad en los concursos culinarios, cuya base principal fue, en la mayoría de los casos, incentivar a la cantera de cocina que puede coger la antorcha de nivel alto, pero aún por encauzar.

La caballa y la lubina fue el género elegido por las consejerías de Turismo y Agricultura para resaltar la sapiencia de los uniformados de blanco y las bonanzas de frutos del mar, caso especial de la caballa, tan vinculada a la tradición gastronómica de las islas. Aprovecho estos frutos del mar para tirar del ovillo, pues en los últimos tiempos me he hinchado a poner en duda la fácil exaltación que hacen de “el producto” tanto chefs como propietarios y jefes de sala. Ni tanto ni tan poco. Así, en algunos de los casos me servían una ensalada –por así definirla– en la que el verde estaba ya ciertamente macerado, con la clorofila a punto de fermentar. Lo que pasa es que se añadía queso de rulo de cabra, pasas de Corinto y miel de palma, y ¡voila!, por arte de magia se dice que “el género es extraordinario”. ¡Bueh!

Todos debemos examinar, más aún en estos tiempos de crisis, esa pescadilla que se muerde la cola de la degradación de la materia prima que se ofrece para equilibrar las balanzas comerciales. Nunca debería llegarse a eso, pero el cliente también tiene que saber que ha de pagar en correspondencia a la calidad cierta de lo que constituye su placer en mesa y mantel. La clave, ciertamente, está en el proveedor y en el restaurador, cocinero, administrador… que sabe cultivar y sostener los cauces para optar por un producto lo más excepcional posible. A veces el margen de tres euros en un kilo hace que el comensal detecte la desafortunada elección en el plato. Flaco favor para todos.

Aquí sí me gustaría hacer el inciso. Hace un par de años, en un encuentro de chefs prestigiosos y periodistas gastronómicos desarrollado en el Hotel Escuela de Santa Brígida, el gallego Pepe Solla afirmaba que los iconos gastronómicos de Galicia estaban, en cierto modo, agotándose (piensen en percebes y similares). El titular de Casa Solla (Poio, Pontevedra) apostaba por redimir la xouba (sardina) frente a los reyes de la mesa. Eso sí, de primera calidad. Él tenía que elegir el género en la lonja, saliera el costo que saliera.

Otra perspectiva. La educación gastronómica quizá se ha enmohecido –perceptible– en las últimas décadas. Dentro de lo que cabe, las tendencias gastronómicas fueron derivando al imperio de la comida rápida, a los nutrientes preparados, al “corre, ve y písale” con el microondas. Probablemente, la cultura que se inculcaba antaño para saber–poder detectar lo que estamos comiendo cuando salimos de casa se disolvió ahogada en esas especialidades de sobre. En este punto, me inclino por afirmar que una de mis preocupaciones es que los niños–niñas de hoy tienen pobres puntos de referencia con sabores, aromas, olores, tacto, que les permitan formarse una directriz para el futuro de unas y otras materias primas.

Una fruta tipo madera es el ejemplo para considerar que un adulto puede lacrimear cuando se topa con un melocotón–melocotón. En 2030, los futuros adultos podrán exclamar: “¡caramba!, que rica esta pera, que sabe a pino, y no como las de ahora, que son puro queroseno”. ¿Ciencia ficción? Es por eso que, si voy de viaje, el mercado en la ciudad en la que me encuentre es casi una obligación. Si los hijos ven los camarones saltando, uno habrá puesto su granito de arena en su bagaje.

Por cierto. Producto y ciencia ficción. En Canarias tenemos esa leyenda de lo soberbio que es nuestro producto: papas, quesos, vinos, etcétera. Sin embargo, algunos chefs de prestigio en nuestras islas me aseveran que para conseguir algunas de esas lustrosas materias primas deben muchas veces remover Roma con Santiago. Tacoronte con Güímar, en nuestro caso. Si es así, imaginen para un ama de casa. Recuerdo que el fallecido Chela se quejaba de los canales de distribución de algunos productos de bandera, el cochino negro o de la oveja pelibuey.

“Gato por liebre”. Vamos a erradicarlo. Por nuestro bien.

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