Elitismo, vulgaridad, o qué

“Se acerca el tiempo en que la sociedad, desde la política al arte, volverá a organizarse, según es debido, en dos órdenes o rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres vulgares”, escribió José Ortega y Gasset, allá por 1929, año de publicación de una de sus obras esenciales, La rebelión de las masas. Pero qué poca capacidad prospectiva mostró el gran filósofo español del siglo XX con esta solemne afirmación, superada por los hechos.

La sentencia de Ortega fue superada incluso antes de las revueltas antiautoritarias de mayo de 1968. Y ya hoy se nos antoja ridícula, además de insoportablemente elitista. Pienso en ello a cuenta de la identificación de las calles de la ciudad donde nací, Santa Cruz de Tenerife, y su relación con los próceres, vivos o muertos, que figuran en los rótulos de ésta o cualquier capital. Y se me antoja lo de siempre, que determinadas decisiones son adoptadas por criterios de oportunidad, cuando no de oportunismo, y que esta evidencia deja en el camino nombres dignos de reconocimiento, y no de amnesia. También en estos tiempos de amnesia desdeñosa, también en los de memoria mercantilizada, que son justamente los mismos en una era dominada por la sinrazón.

Qué decir, bajo esta perspectiva, de figuras como don Domingo Pérez Minik, siendo en su caso tan sencilla una solución encaminada a hacer un poco de justicia a la figura de un ciudadano ejemplar. Póngase este hecho en contraposición con el lujoso trato otorgado en el callejero de Santa Cruz de Tenerife a otras figuras, éstas de la política reciente, aún vivas e incluso activas en los asuntos de la cosa pública. Así que las prisas para unos se trastocan en desmemoria para otros, cuando no debería resultar tan difícil encontrar espacios de encuentro sobre el particular. Claro que si una sociedad no encuentra puntos de acuerdo en relación a los rótulos de las calles, o a la pancarta de una manifestación, entonces no estamos ante una causa sino ante un síntoma de lo más preocupante; ante la escenificación del escarnio repetido hasta la saciedad. Lo que tenemos, para qué engañarnos más.

Lo cierto es que, desmintiendo a Ortega, la calidad de una sociedad democrática no se define hoy mediante la contemplación de sus élites, por más que la misma resulte simplemente desoladora, todo un ejercicio de autoflagelación. Cuestión distinta es que tomemos sólo a la política y sus protagonistas como depositarios de tal condición y sus responsabilidades derivadas. Valga como ejemplo la campaña electoral de los últimos comicios británicos, revueltos a cuenta de las palabras desabridas, pero no insultantes, del primer ministro Gordon Brown tras mantener un diálogo de sordos con una señora radicalizada por sus prejuicios hacia la población inmigrante que se ha instalado en el Reino Unido al calor de la prosperidad económica y la afinidad derivada de un pasado imperial. Pues el derrotado Brown no se comportó como un hipócrita, sino como un cobarde. Cobarde por no decirle a aquella señora que estaba equivocada y que con semejantes demonios internos no se construye ninguna forma responsable de ciudadanía democrática.

El ya ex primer ministro optó sin embargo por entregarse a los dictados de la corrección política, que exige a los hombres y mujeres públicos sonreír todo el rato y dar la razón a sus electores con carácter permanente (lo veremos en las Islas de aquí a mayo de 2011, ya suenan las urnas), prometiendo de paso lo que no están en condiciones de cumplir y mostrándose solícitos ante unos medios de comunicación que ofrecen –ofrecemos– la tramoya que escenifica la gran mentira. Pura impotencia por todas partes, y pura negación de lo obvio en democracia, que la responsabilidad individual y la mutua responsabilidad están llamadas a darse la mano si queremos salir de esta. Que a tal paso no lo arreglamos entre todos, pese a los buenos deseos de las campañas de publicidad, por la sencilla razón de que no lo somos, pues cada cual espera la decisión del otro. ¿Y las propias responsabilidades?

Vulgaridad y templanza

En una sociedad vulgarizada por su condición emancipada, ¿dónde se construyen los consensos necesarios para afrontar la dificultad? El filósofo Javier Gomá alude a la ejemplaridad en las conductas como herramienta civilizatoria, un camino que se ofrece tan sugerente como poco practicado en el presente. Porque España y Canarias cuentan hoy con unas élites sometidas a intenso escrutinio, empezando por la política pero ni mucho menos acabando en ella: empresarios, líderes sindicales, docentes universitarios y demás personajes del recetario habitual, incluyendo a los denominados formadores de opinión –periodistas y demás–, todos ello tan sometidos al ruido cotidiano como para adoptar lo visible, una posición defensiva y autoexculpatoria; predecible, por otro lado. Coinciden en la feria con los autoerigidos en dirigentes alternativos, puro sistema con sus ventajas y lastres, tan débiles como cualquiera de sus oponentes pero, sin embargo, satisfechos de su redentorismo dialéctico. Y así la cumbia hasta el final.

Al final, cabe temer que la controversia sobre la calidad de nuestras figuras eminentes termine por retratarnos a nosotros mismos y nuestra incapacidad para sumarnos a un genuino reformismo que acepte las propias tareas como algo más que una teatralización de lo que cada cual dice ser, sea luchador por la verdad, guardián de las tradiciones o justiciero de nuevo cuño. Hay un rasgo que no podemos dejar de recordar sobre un personaje como Pérez Minik: templanza. Templanza en los tiempos duros, en la ciénaga de la dictadura, en la brutalidad institucionalizada. Supone el ejemplo más sólido y vivo frente a tantos histrionismos a favor de corriente.

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