“Ha hecho más por la causa saharaui en un mes de ayuno que el Polisario en diez años”, se pudo leer después de que la activista saharaui Aminetu Haidar hubiera terminado una huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote entre los días 14 de noviembre y 17 de diciembre de 2009. Este resumen, aun siendo cojo como toda reflexión urgente, es certero. ¿Pero qué ocurre para que sea una mujer, enjuta y valiente, la mejor portaestandarte de una reivindicación de magnitud histórica?
La frase que abre la entradilla viene a describir con nitidez el pozo sin fondo en el que se encuentra emponzoñado el añejo conflicto por la antigua provincia número 53 que España abandonó, con prisas y sin elegancia, aquella mañana del 26 de febrero de 1976. Ahora bien, antes de profundizar en el análisis marquemos, primero, una premisa: en el cuento del nunca acabar en que se ha convertido el conflicto por el Sáhara Occidental es recomendable no caer en la tentación maniquea, fútil, de dibujar un escenario con buenos y malos. Porque no estamos, por mucho ruido que suene de fondo, ante la dicotomía de señalar vencedores y vencidos.
Porque si el problema del Sáhara continúa siendo eso, un problema, será por la impericia de las partes en disputa, Marruecos y Frente Polisario, para encontrar una solución de consenso después de medio siglo de enfrentamiento a muerte, ya sea con lucha armada en el campo de batalla o en los pasillos y despachos de Naciones Unidas. También convendría desmontar ese tópico tan contagioso de que estas dos partes enfrentadas son las únicas representantes de la población civil, ciudadanos saharauis y marroquíes que, sensu stricto, son los primeros damnificados por la acción de una política inútil.
Sabemos por Popper que los mayores riesgos que afronta un colectivo, y por extensión la humanidad, anidan en la imposición de dogmas, en la tentación de monopolio por parte del grupo, del pueblo, de la tribu. Y que cualquier ideología impermeable a la autocrítica, incluso a la crítica ajena, es enemiga mortal de la reflexión, del análisis de errores y, finalmente, del propósito de enmienda. Pero ocurre que las clases dominantes, “la nueva clase”, como bien definió Milovan Djilas en los tiempos oscuros del estalinismo, son siempre reacias a la revisión de sus postulados de hormigón. Porque, y ya se cantó, el que va delante casi nunca mira atrás para ayudar al que lo pida. Aparquemos, pues, la tentación de analizar conflictos complejos con ese prisma antiguo sobre héroes y villanos.
El problema del Sáhara, que cada cierto tiempo rebrota con furia a las puertas de Canarias, parece haber llegado a un punto de no retorno cuando debe ser una mujer débil, sin apenas apoyos políticos, la que logra encender los focos informativos del mundo global. El triunfo de Aminetu Haidar es, además del éxito de la constancia, señal inequívoca de que ninguno de los dos actores en liza, Marruecos y el Frente Polisario, están a la altura de las circunstancias.
Primero, el reino de Mohamed VI apenas ha experimentado mejoría visible en la década que el joven monarca alauita lleva en el poder. Llegó, y este cronista fue testigo de la esperanza en los días de luto por Hassan II, con promesas de evolución que no se han concretado. Valga un dato: en 1999 Marruecos ocupó el puesto 126 en la clasificación de desarrollo humano de la ONU; once años después sigue anclado en el mismo lugar, entre Namibia y Guinea Ecuatorial. En el ámbito saharaui, el anquilosamiento del régimen ha derivado primero en protestas y, sin dilación, en represión sin máscara.
Igual da que estudiantes saharauis levanten la voz por la falta de expectativas como que los blogueros marroquíes peleen por abrir nuevas ventanas a la sana crítica desde dentro. Algunos renegados, sin embargo, continúan sacando tajada del río revuelto. El penúltimo, el histórico dirigente independentista saharaui Ahmed Ould Souilem, acaba de ser nombrado embajador en España para premiar su deserción de las filas polisarias y su espontánea jura de fidelidad al rey en julio de 2009.
Enfrente, el Polisario sigue acomodado (o al menos sus dirigentes, la nueva clase otra vez) en una retórica obsoleta, arcaica. Protagonista de una política inútil que no solventa los retos diarios de cien mil refugiados en la hamada de Tinduf (Argelia), donde visitas recientes revelan que la población asume ya que nadie vendrá de fuera a solucionar sus problemas y ha apostado por convertir sus tiendas de refugio en villorrios de adobe con economía de supervivencia. Tampoco ha querido el Polisario, y quizá haya sido su mayor error estratégico, implementar los valores democráticos de sus ciudadanos.
En vez de mostrar al mundo su compromiso con la participación civil en la política, y su capacidad para articular una democracia en la medida de las posibilidades, la cúpula que encabeza Mohamed Abdelaziz (que fue elegido secretario general en 1978, hace ¡32 años!) se ha enrocado sin remedio en la retórica fácil, y estéril, de una guerra fría que en el desierto se cuece a cincuenta grados. No extraña, entonces, que hayan sido los saharauis de los territorios ocupados, y Aminetu Haidar es apenas la cara más conocida, protagonistas de las revueltas más efectivas contra Marruecos.
Cuba, crisis vecina
De testigo paciente en el Sáhara, Canarias busca mayor protagonismo en el drama que sufre Cuba hasta que la salud del comandante en jefe aguante. De La Habana llegó una polémica de corto recorrido por la visita que el presidente regional, Paulino Rivero, cursó en febrero pasado a la república comunista. Se armó bronca, hubo caída en desgracia (la del portavoz parlamentario del PP en Canarias), pero Cuba sigue ahí. Llamando a la puerta, con un millar de isleños emigrados y otros cincuenta mil familiares directos pendientes del limbo en vida del último patriarca caribeño. No se equivocó Rivero al descender del avión en el aeropuerto José Martí, otra huella canaria que ya casi nadie recuerda, para mantener vivos unos mínimos cauces de interlocución con las autoridades cubanas.
Es lo que se debe exigir a cualquier gobernante consecuente con los focos de interés regional. Arriesgar frente a la crítica oportunista, acomodada, de los que piensan que la condena con mando a distancia ayuda a solucionar problemas. Por contra, se antoja más efectiva la presencia observante de toda novedad que pueda ayudar al pueblo cubano (porque la solución de Cuba radica dentro de Cuba, no en exilios de melancolía alimentados por el rencor y el cinismo) a encontrar una vía de futuro después de medio siglo atado a postulados que, al menos en Europa, se han revelado inútiles para el normal desarrollo de la vida.
Si Cuba tiene que pasar de la economía de mercadillo turístico (“ron, tabaco, putas, Varadero y Cayo Largo”, como se cantó en un rap habanero) al sistema de economía de mercado que, más bien que mal, ayuda a llegar a fin de mes sin cartillas de racionamiento, el modelo canario puede servir de utilidad en una isla caribeña con un enorme potencial industrial, agrícola y medio ambiental. Solo por eso ya merece la pena que el Gobierno de Canarias siga apostando por la colaboración (observante, ya se dijo) con una isla en la que todavía hoy miles de ciudadanos malviven recordando que allí cualquier tiempo pasado fue mejor. Porque si Cuba se debe abrir al mundo (y el mundo abrirse a Cuba), Canarias puede ayudar a que los cubanos no se equivoquen de cerradura.