En Hollywood, que quizás podría traducirse como “bosque santo”, defienden que lo importante no es que se hable bien de una estrella del celuloide (ahora digital), sino que, sencillamente, se hable. Si se habla mal de ese artista es que esa estrella está viva. En ese sentido, la Iglesia Católica está informativamente viva. Se habla de ella con motivo de la ley del aborto, los abusos de menores, los enfrentamientos con el Gobierno de España o las declaraciones más o menos subidas de tono de un obispo.
Se habla de la Iglesia Católica. Y se habla, sobre todo, de los temas polémicos ya citados en la entradilla. Pero lo cierto es que, en la mayoría de sus actuaciones, la Iglesia Católica no está enfrentada al Gobierno; ni sus obispos se pasan el día haciendo ruedas de prensa epatantes; ni sucede que en las parroquias no se hable de otra cosa que del aborto o que un porcentaje de clérigos sorprendentemente superior al del resto de los mortales se dediquen a comportamientos indebidos con los menores. También se habla de la Iglesia en otros contextos mediáticos.
Ahí van algunos ejemplos: primero, se informa mucho sobre la gestión del patrimonio artístico –y entonces suelen ser los cabildos los que aparecen en primer plano–; en segundo lugar, también va a la prensa la organización de fiestas y romerías populares en torno a algún santo –y ahí adquieren protagonismo los ayuntamientos o las asociaciones culturales y las comisiones de fiesta–, mientras se resalta el carácter identitario antropológico del evento; o, en tercer lugar, es noticia la acción social de las comunidades cristianas, que adquiere siempre nombres de diferentes ONG’s eclesiales como Caritas, Manos Unidas, Entreculturas.
Desde el principio hollywoodense señalado al comienzo de nuestra reflexión, la Iglesia tiene que estar contenta: se habla de ella y se habla mucho, de forma significativa. Parece que los pronósticos de una sociedad desinteresada por lo religioso no se cumplen en la actual ciudad secular (me cuesta llamarla “laica”, porque este término es totalmente eclesial, se refiere a la parte de la comunidad cristiana que no ha sido ordenada con el ministerio diaconal o presbiteral).
Sin embargo, si acudimos a la web de, por ejemplo, las dos diócesis canarias, nos encontramos con otras noticias diferentes: retiros que concentran a más gentes que las que acuden habitualmente a los cursos de formación de sindicatos o partidos políticos, conferencias sobre temas de interés, cursos de formación sociopolítica o seminarios éticos, celebraciones festivas de las comunidades, colaboraciones económicas, ayudas a familias, etc. Y todo ello, por cierto, con un presupuesto ridículo en comparación con lo que se mueve por el patio. Multitud de pequeñas informaciones que afectan a la vida cotidiana de la Iglesia, una vitalidad que apenas se asoma a los medios y que únicamente lo hace cuando “un hombre muerde a un perro”.
¿Por qué sucede esto? ¿Cómo se da tal disonancia entre la vida interna de la Iglesia y su presencia mediática en la plaza pública? Por supuesto, esto pasa por múltiples motivos y no soy capaz de hacer otra cosa que algunas hipótesis sobre qué es lo que lleva a esta situación.
Primera hipótesis: quizás esta asincronía entre medios y realidad tiene que ver con la identificación de la Iglesia con una representación excesivamente clerical: parecería que la Iglesia habla si habla la Santa Sede, el obispo, el secretario de la conferencia episcopal o, todo lo más, un vicario o un párroco. Y esto sucede así a pesar de que en muchos casos, son personas laicas las que asumen el puesto oficial de portavoz de las instancias eclesiales. Puede ser que la simplificación que hacemos desde los medios esté detrás de esta percepción. Quizás también se produce este efecto dado el modo de ejercicio de la autoridad de la propia Iglesia que puede hacer recaer sobre muy pocos toda una imagen pública –con el consiguiente desgaste mediático de sus figuras–, que, en realidad, corresponde a toda la comunidad, a sus muchos animadores y coordinadores locales, principalmente mujeres (claro está, mujeres), a las personas que protagonizan la vida cotidiana de la Iglesia y su presencia en las calles, las empresas, los centros educativos, las instituciones de salud o los mercados; muchísimas personas laicas y anónimas que sencillamente quieren dejarse guiar en comunidad por el único Señor que esa Iglesia tiene.
En segundo lugar, quizás le sucede a la Iglesia que no da importancia suficiente al hecho de que en la plaza pública rigen leyes informativas diferentes a las de los avisos parroquiales o las hojas de noticias diocesanas. En la plaza pública, a la Iglesia se la trata como a cualquier otro agente que se presenta en ese escenario: funcionan las presiones, las simplificaciones, las contraposiciones espectaculares, las perspectivas e intereses de los mensajeros (¿quien se cree que el mensajero no tiene intereses propios?) y el sentido del espectáculo que, por lo normal, es uno de los componentes que tiñen lo que se imprime o se difunde por las ondas o se i-nforma a través de la web. En otras palabras, la Iglesia no puede pretender que sus apariciones en la plaza pública sean tratadas de otro modo, salvo que esté dispuesta a comprar espacios y a organizar cercos de protección de imagen… tal y como hacen muchas empresas multinacionales cuya apariencia pública responde a campañas bien planificadas que se dan de tortas con un eficiente acercamiento a la verdad.
Así, que la Iglesia, si habla en la plaza pública y pretende tener el éxito de este mundo, debe pedir a sus portavoces oficiales que se atengan a mensajes cortos y con pocos huecos a la interpretación; si, además, quiere que su mensaje tenga mucho eco, deberá formularlo en contraposición más o menos caricaturesca y llamativa, pues eso vende. Asimismo, deberá medir cuándo aparece en la plaza y da su voz, no sea que haya otra bronca más poderosa que le quite ese minuto de gloria. La ingenuidad en el manejo de la información no es buena cualidad en el espacio público (¿qué personaje político, él o ella, se anima ahora a hablar con los chicos de la prensa si no es con la asesoría estrecha de uno de los profesionales de la comunicación?).
A quienes trabajamos en la información, no se nos puede pedir una ética diferente para abordar los temas referentes a la clase política, la actividad deportiva, la información sociocultural o los temas de religión. Es probable que nos esté afectando más de lo debido un modelo que se atiene a estos elementos:
a)contraposición de pareceres previamente determinados y sin posibilidad de acercamiento entre las partes (tipo “las dos Españas”, como si no hubiera varias decenas de millones de Españas).
b)formulación de mensajes simples al modo de los eslóganes políticos con algo de gracia e ingenio (cosa que es difícil, claro).
c)segmentación de la información sin que de tiempo para contextos importantes, para causas complejas no inmediatas, para consecuencias no tan previsibles
d)que todo esto sea divertido, apasionante, entretenido, impactante. Una mirada profesional así puede diluir la importancia de todo lo que toca.
La información sobre la Iglesia es una responsabilidad en primer lugar de la Iglesia, que se sabe anunciadora de “una buena noticia” y que algunas veces pareciera ignorar los tonos, los lugares y los medios ideales para transmitir noticias buenas (¿conocen algún medio informativo de masas dedicado a informar sobre las buenas cosas de nuestra vida humana, de los ejemplos alentadores, de las propuestas exitosas?). Pero la información sobre la Iglesia también es quizás un síntoma de cómo andan algunas cosas, no todas, en la vida de los medios de comunicación y de quienes trabajamos en ellos.