… la esperanza me mantiene

A la mar fui a por naranjas, cosa que la mar no tiene…». Canarias celebra en 2005 el centenario de Pedro García Cabrera. El poeta gomero se asomó al mundo el mismo año que mi abuelo Juan, que no fue poeta, pero escribía críticas taurinas, y buenas. Escribía y supongo que por escribir él terminaron escribiendo dos de sus nietos. García Cabrera vivió el exilio de las ideas y mi abuelo el de las perras. Su falta le hizo venir a Canarias y por ahí se hizo isleño un apellido de todo menos atlántico. García Cabrera procedía de Vallehermoso, donde mi madre pasó los veranos de la posguerra, a medio camino entre el barranco de Macayo y Taguluche, un pueblo de ubicación imposible que cuelga de precipicios.

Dejo de jugar a las coincidencias y hablo de 2004, que es lo que realmente me ocupa. 2004, el año en el que importamos la daga del terrorismo foráneo y descubrimos que con talante, bombas, soberbia y cabreo –mezclados según se mire- se pueden ganar elecciones o perder gobiernos. Casi nadie en marzo cambió de opinión tras el jueves, 11. Cambiaron unos pocos animándose al voto y eso fue suficiente para alterar el escenario hasta el 2007, si es que el buen rollo les dura hasta entonces.

¿Qué fue de Canarias en 2004? Hágase la lectura en primera persona y puede que encuentre motivos de felicidad: un nacimiento en la familia, un éxito en los estudios, un aumento de sueldo, el piso que siempre quisiste o la pareja descubierta… puede que la mayoría eche cuentas para encontrar números mayores en la columna del haber frente a la del debe. Aunque es propio de nuestra condición humana creer en que lo que está por llegar será mejor, por más que lo pasado pueda considerarse bueno.

Hago la lectura en primera del plural y convengo en que el año fue como los recientes vividos por aquí. Ha cambiado tanto el escenario de nuestras penas y alegrías –otra cosa es que se alteren los hábitos de ocio o las conductas grupales- que puede que nos miremos al espejo para no reconocernos.

El pasado volvió a ser un año de negativas, mientras uno se levanta muchos días esperando una señal que le confirme que crecemos como sociedad. Canarias sigue siendo tierra de acogida, la RIC no para de crecer, los coches colapsan ciudades y carreteras, nos hipotecamos más que la media nacional, ahorramos menos que nadie, consumimos más y más… y cuando nos paramos a reflexionar -mientras aspiramos a un puesto en la Función Pública- decimos que no.

No más obligaciones, no más inmigrantes, no más coches (y no más carreteras), no más deudas, no más estos políticos (y no más estos ecologistas), no más menores delincuentes, no más maestros incapaces, no más esta sanidad tercermundista, no más chicharreros, no más canariones. ¡No al tranvía de Santa Cruz!… No, no y mil veces no.

¿Dónde estamos los del sí? Salgo a la calle y quiero pensar que somos mayoría, pero creo que silenciosa, seguro. Busco a la gente del sí a un territorio unido, que de otra forma se pelea para que el vecino no progrese, y los encuentro a pares. Y entre tanto el no parece multiplicarse a cientos.

Me cuentan que la futura Ley de Ordenación de la Educación (LOE) cambiará el criterio para la enseñanza de los valores. De ser una materia que se imparta -transversalmente se dice ahora- en todas las asignaturas parece que pasará a ser una nueva María para una horita a la semana. Debe ser este cambio un reflejo de la sociedad del no. Que eduquen otros y que otros den ejemplo.

¿Cuántos ejemplos son necesarios para que del no pasemos al sí? A lo que se ve, nunca serán suficientes porque en Canarias sales a la calle y se echa en falta el 1,2,3 cívico. En los padres y en los hijos, en la dirigencia y en la ciudadanía, en la cola del tráfico y en la del centro de salud. Vivimos esperando a que otro dé el primer paso –cuando no se lo reprochamos- mientras corremos desesperados hacia la obesidad materialista y al carpe diem en el peor sentido del término.

Parece ser que los canarios somos más prósperos, que tenemos la despensa y el vestidor atiborrado, un móvil de última generación, un coche por mayor de edad en casa. Parece que recitamos de memoria a los mindundis de la crónica rosa, sea cual sea la clase social a la que nos asignen, y que tenemos bien aprendido que los canariones nos rapiñan a los chicharreros (y viceversa). ¿Y los valores? Por algún lado andarán, quizá a la espera de que llegue el invierno y nos volvamos a mirar a la cara.

Acabó el poema García Cabrera: «Metí la mano en el agua, la esperanza me mantiene». Pues eso.

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