Lo peor que sabe hacer un periodista es mirar hacia atrás. Se nos queda tan antiguo el día de ayer; vivimos tan obsesionados por lo que ocurre y nos obsesiona tanto enterarnos de lo que va a ocurrir, que nunca nos quedan ganas para reflexionar sobre lo ocurrido. Nos encanta adelantar acontecimientos, con todo lo que eso tiene de alentar la especulación, pero mirar hacia atrás nos genera una enorme pereza. Por eso siempre seremos unos pésimos historiadores, porque incluso cuando abordamos hechos pasados, la intención siempre nos lleva a crear de ellos una consecuencia para interpretar el presente e intuir así lo que aún no ha ocurrido.
Desde esa sensación de pereza miro atrás e intento recordar los hechos más destacados de 2004 en función de la adrenalina consumida en ese ejercicio. Gastamos mucha de esa sustancia en esos días de vértigo y náusea que van del 11 de marzo al 14 de marzo. Empezó un jueves y acabó un domingo. Ese domingo, el jueves quedaba ya muy lejos, porque en cuatro días todo cambió de sitio y hasta a los periodistas nos sobrepasaron los acontecimientos. Todavía se escriben ríos de tinta sobre la verdad y las mentiras de lo ocurrido entonces. Más difícil aún fue tomar decisiones en aquellos precisos momentos.
Fueron muchas y precipitadas las decisiones que tuvimos que tomar, sin tiempo para reflexionar, porque la velocidad de aquellos acontecimientos nos impedía detenernos para tomar un mínimo de perspectiva. Caminamos entonces por el filo de ese débil precipicio que separa la realidad de los hechos, del vacío de los hechos tergiversados o deformados. Tergiversación por la vía del silencio o de la exageración. En particular, el dilema se hizo especialmente intenso en aquel sábado de reflexión donde tan perverso era quedarse corto como pasarse.
Los grandes acontecimientos, las grandes tragedias, el momento en el que los medios se movilizan hasta el límite, suponen siempre para esos mismos medios una oportunidad para progresar en su madurez, para escribir el manual interno de funcionamiento que otorga la experiencia. Nos vimos en una de esas cuando las desgraciadas inundaciones del 31 de marzo de 2002 en Santa Cruz de Tenerife. Sostengo que entonces pasamos adecuadamente nuestra prueba de utilidad más difícil. Creo, humilde y honestamente, que en el 11-14-M, supimos estar en el grupo de los que sólo pensaron en hacer periodismo, con toda la intencionalidad que ello pueda llevar implícito.
A ello nos ayudaron las grandes audiencias de la Primera División de fútbol, pues fueron muchísimos los canarios, la mayoría, los que ese sábado 13 de marzo se enteraron a través de la Televisión Canaria, durante la brusca interrupción de ese partido de fútbol, de las detenciones de islamistas y las exigencias de que se conociera la verdad antes de acudir a las urnas a la mañana siguiente. Aún segrego adrenalina de sólo recordarlo. Responsabilidad y compromiso con la verdad, y la fuerza de todo un equipo de personas para superar la enorme tensión de una fuerza centrífuga que siempre te quiere llevar a un extremo.
Pasamos aquel trance reflejando lo ocurrido sin pasar a formar parte de la propia discusión, y así dimos un paso más en ese ejercicio diario consistente en ganarte el aprecio y el respeto de tu propia audiencia. Sigo mirando atrás y veo un año vertiginoso con mucho foco puesto en los acontecimientos nacionales e internacionales; la guerra, la caída de Sadam, luego la retirada de nuestras tropas, el conflicto árabe-israelí, la muerte de Arafat, el unilateralismo norteamericano, la boda real, los Juegos Olímpicos y algún otro acontecimiento que seguro que estoy olvidando.
Tal vez todo eso relativice algo la aparente parsimonia con la que los canarios transitamos durante el año 2004. Para bien, mejor que para mal, aquí la tinta y las cintas de videos se emplearon en la permanente posibilidad de que pudieran alterarse las alianzas que sustentan el Gobierno de Canarias, a darle vueltas al bombo de los equilibrios regionales, y a seguir dirimiendo muchas de las estériles polémicas que nos entretienen entre siroco y siroco. Maldecimos las palabras y nos terminamos lanzando términos como progreso o desarrollo hasta cambiarles su propio significado. Menos mal que no las entienden los que huyen de la miseria africana.
Siempre nos puede el tremendismo de nuestro propio paisaje insular, la miopía o el estrabismo de quienes no ven más allá del acantilado en el que acaba la propia isla. En medio de ellos, y con una cierta soledad, aquí seguimos, intentando demostrar la utilidad de una comunicación regional, evidenciando cada día que nuestros problemas y soluciones sí que nos son comunes a todos cuantos vivimos en esta tierra discontinúa llamada Canarias. Adrenalina común.