La hipótesis de trabajo en la política canaria siempre fue que el PP y el PSOE no podían entenderse y que un pacto de gobierno entre ambos en las islas era, sencillamente, inviable. Pero, tras la expulsión del PP del Gobierno canario por el presidente Adán Martín, en mayo de 2005, no faltaron gestos, guiños e insinuaciones de “por qué no”.
Un acuerdo contranatural entre socialistas y populares flotó en el ambiente cuando el polémico pleno de Tindaya o cuando la moción de censura contra Román Rodríguez. Pero nunca pasó de ahí. Y en los meses sucesivos a la salida abrupta del socio popular del Gobierno canario, tras una escalada admonitoria de declaraciones del PP contra Madrid en la era ZP, se produjo la paradoja de una insospechada familiaridad entre populares y socialistas en aspectos sensibles de la reforma del Estatuto de Autonomía, como el referido al sistema electoral. José Manuel Soria, un político contumaz que no carece de vehemencia y brillo en el estrado, trató de tender puentes con el PSOE para minar la moral del gobierno en minoría. Toda conjetura al respecto parecía insostenible a corto plazo, y así era, pero la mera especulación de que ese pacto de elefantes, como dirían en Alemania, sería posible en el futuro en la política canaria, generó una hipótesis inédita en la copiosa bibliografía de concilios y desavenencias en las fórmulas de gobierno desde 1983.
La estancia y desahucio del PP en el poder de las islas durante el ejercicio arroja un balance más que político, emocional. La irrupción de Zapatero en el Gobierno central tras el 14-M -y los conflictos de convivencia que ello desató entre el PP y el PSOE en la escena política española- no tardó en repercutir en las relaciones entre partidos en las islas. El Soria conflagrativo de la primera época, que desesperaba a los nacionalistas canarios en tiempos de Aznar, regresó con renovadas energías, tras un período irreconocible de calma y luna de miel con CC. Aun mientras les duraba la cohabitación y ya abiertamente más tarde, sin ligaduras de gobierno, la emprendió con la política nacional del PSOE por verdadera disciplina de partido, enarbolando la teoría de los sablazos de Madrid a Canarias; a continuación, una vez apartado del Ejecutivo en las islas, apostillaba continuamente una invariable diatriba contra el gobierno monocolor por “débil y abrazado a Madrid”.
Pero la lógica que presidía aquellos últimos meses de gobierno CC-PP, como la del bienio que duró esa alianza, fue desafinada y contradictoria. Circulaba, como una matraquilla, la convicción de que no había uno, sino dos gobiernos: el que presidía Adán Martín y el que tutelaba Soria en la sombra manejando los hilos de sus tres consejerías: Empleo y Asuntos Sociales; Industria, Comercio y Nuevas Tecnologías; y Presidencia y Justicia. La ruptura de ese pacto respondía a la pérdida de confianza del presidente respecto del socio y a la evidente pérdida de peso político del PP en España, tras la derrota electoral. El discurso anti-Madrid (anti-PSOE) de Soria, que por momentos recuperaba un viejo regionalismo conservador, originario de la UCD insular, de las AIC de Manuel Hermoso y del nacionalismo propiamente dicho de la posterior CC, no hizo sino precipitar los acontecimientos.
Soria no pretendió nunca reinventarse como líder nacionalista frente a la metrópoli, pese a las lucubraciones que le granjeara su amistad con Miguel Zerolo y su impredecible resituación en la política canaria tras la derrota de Aznar. No, Soria, simplemente, seguía el manual de Rajoy a rajatabla y daba leña a Zapatero a discreción, del mismo modo sistemático que el PP nacional y a riesgo de quebrar su poder autonómico, como así fue, a sabiendas de que en CC no son partidarios de practicar el suicidio político enfrentándose al que gobierna en Madrid y gestiona los Presupuestos Generales del Estado. El divorcio entre el PP y CC derivó en una doble vida de los populares, pues en la isla de Tenerife conservaron sus cuotas de poder municipal e insular junto con los nacionalistas, allá, incluso, donde éstos gozaban de mayoría absoluta. La estabilidad de La Laguna, dependiente del apoyo popular, convenció a CC de dejar las cosas como estaban. Y al PP tinerfeño (cuyo margen de maniobra no era ajeno a los cálculos electorales de Soria en la Isla, donde ser pregonero del Cristo de La Laguna y amigo del alcalde de Santa Cruz ayuda a ganarse a la gente) le supuso un seguro de vida.
Europa, donde los populares insistían en cifrar el mayor revés sufrido por las islas, con la merma de ayudas asignadas por Bruselas en el reparto contemplado en el nuevo acuerdo de financiación, era una de las bazas de cualquier movimiento de fichas en el tablero político del Archipiélago. Socialistas y nacionalistas fueron de la mano, mientras el PP cargó sus cañones contra ambos añorando el espíritu de Niza, la herencia de Aznar antes de que España volviera al eje franco-alemán. Soria, un economista liberal irredento que se apasiona descifrando el porvenir entre los límites de un laberinto presupuestario, se chupaba los dedos augurando días de estrechez con los recortes de Bruselas. Gran Canaria es el feudo del PP y el líder de esta fuerza preside el Cabildo de la isla. Pese a ese estigma insularista, Soria consiguió siempre timonear el rumbo de un partido que aspira a gobernar Canarias, y exprimió en cada ocasión su indudable carisma personal para hacerse perdonar en el resto de las islas su mayor compromiso con la que gobierna directamente.
Algunos debates le deben la autoría de posiciones extremadas; es muy de Soria posicionarse en las antípodas del adversario y hacer un discurso maniqueo sin reprimirse. En el caso de la inmigración exhibe cierta ambivalencia. No le tembló el pulso como alcalde y despachó vía aérea hacia Madrid al primer contingente de africanos que acampó en el Parque de Santa Catalina. Sin embargo, nunca se mostró receptivo a las tesis de Paulino Rivero sobre la superpoblación y la capacidad de carga humana de las islas. Y sostiene que “cuantos más vengan a vivir y trabajar, mejor”. El Partido Popular maneja dos estribillos, uno para CC (la Sanidad) y otro para el PSOE (la seguridad). En cada caso, reprocha al Gobierno mala gestión. Se niega a admitir progresos en política sanitaria por parte de los nacionalistas y a reconocer la cobertura del catálogo policial en el haber del PSOE.
Pero, como queda dicho al principio, sus continuas fricciones con el partido de Zapatero no le evitaron sintonizar con el PSC de Juan Carlos Alemán en la idea de innovar un modelo electoral de menores barreras insulares y una lista autonómica, rechazada por los nacionalistas. El Estatuto creó un conflicto en Soria: la vocación le dictaba promover más autonomía (y cabildismo), pero la razón le obligaba a adecuarse a la estrategia nacional del partido, que cerró filas contra la reforma catalana y la tentación de sus epígonos. Cierta sensación de aislamiento amenazaba con quitarle el sueño al presidente canario del PP, vigilado de cerca por todos, en especial dentro de su isla, con la expectativa de frustrarle la mayoría absoluta en el Cabildo grancanario en las elecciones de 2007. “Dormir es distraerse del universo”, decía Borges, “y la distracción es difícil para quien sabe que le persiguen con espadas desnudas”. Soria está bien despierto.