Mirar atrás resulta cada vez más difícil. Los acontecimientos se suceden con tal vértigo que nos inmunizan a las sorpresas y nos hacen más resistentes ante el dolor ajeno. Nuestra memoria también aprende a seleccionar imágenes y sonidos, pero también silencios y vacíos. Y son estos, los silencios, los primeros que recuerdo cuando me piden que haga balance del 2005. Me asalta con fuerza el silencio que dejó el temblor de tierra que se originó en el Índico. Aprendimos lo que era un tsunami y desde ese día lo asociamos a la destrucción y la desolación. A las 231.452 personas que perdieron la vida arrastradas por la fuerza de un mar que quiso recordarnos que no somos nadie, que jamás podremos dominar a la naturaleza que tanto maltratamos y de la que nos creemos dueños y señores.
Y me viene también a la cabeza el silencio espantoso que inundó la mítica ciudad de Nueva Orleáns. Destrucción, desolación y muerte esta vez en la primera potencia mundial. El huracán Katrina se cobró un millar de vidas humanas y puso en evidencia al Gobierno de los EEUU, que fue incapaz de responder a la situación de máxima emergencia. Las imágenes de cuerpos en descomposición flotando en las calles de una ciudad evacuada, en cuyos tejados familias enteras se desesperaban mirando al cielo en espera de un helicóptero de rescate, mostró al mundo la cara más amarga del país que muchos ven como el paraíso de las oportunidades.
Espeso y denso resultó el silencio que quedó cuando los fuertes vientos huracanados de más de 200 kilómetros por hora que la tormenta tropical Delta trajo a nuestras islas dejaron de soplar. Fue un silencio negro, tan negro como la oscuridad en la que quedó sumida la isla de Tenerife durante casi una semana. Tras el silencio llegó el ruido, el de las cacerolas en la calle y el político en los medios, pero a este tipo de ruido estamos más acostumbrados, por eso cuando pasa el tiempo sólo nos queda el silencio y nos acordamos de la familia del hombre que perdió la vida en Fuerteventura, y que sigue llorando en silencio ajena al ruido exterior.
Las catástrofes naturales nos enfrentan a nuestra propia nimiedad y nos recuerdan que estamos aquí de prestado, en un planeta que tratamos en balde de dominar. Por eso, dejan tras de sí un silencio que parece invitarnos a la reflexión sobre las contradicciones del desarrollo desordenado que no sabe construir sin destruir. Y las destrucciones que más nos duelen, las que nos dejan sin palabras, son las provocadas por el odio irracional y mezquino que encuentran en los atentados terroristas su cadena de alimentación. Fue hace dos años, sucedió en Madrid, y en cada uno de los rincones de España, un 11 de marzo, pero este 11 de marzo volvió el silencio.
Millones de personas salieron a las calle para recordar, en silencio, que no se olvidan de las 191 personas asesinadas en los cuatro atentados contra trenes de cercanía en Madrid. Es verdad que también hubo mucho ruido, demasiado, pero a mi solo me queda el silencio de la tristeza y la fuerza y la entereza de una madre, Pilar Manjón, poniendo voz y reclamando justicia para las victimas de los atentados. No olvido su luto, ni sus manos de madre, ni las huellas que el dolor dejó en su rostro y en su enjuto cuerpo, pero sobre todo no puedo olvidar el silencio de quienes trataban de usar su dolor en provecho propio ante la autoridad de sus palabras.
La nimiedad nos alcanza a todos. Nadie escapa. Ni siquiera los padres de la Iglesia. Juan Pablo II nos dejó y sus legiones de seguidores en todo el mundo salieron del doloroso silencio que provocó su pérdida para festejar la proclamación de Benedicto XVI. La fumata blanca enterró el luto y el silencio y abrió paso a las celebraciones. Sé que 2005 fue un año con mucho ruido, un ruido en ocasiones estridente, chillón y majadero -el Plan Ibarretxe, el Estatut, la reforma de la LOE, la crisis del Gobierno canario, etc-, pero ciertamente, cuando miro atrás y consigo evadirme del ruido, siempre me quedan los silencios. El tiempo pasa inexorable, los ruidos se alejan con él y, al final, lo que perdura es el silencio.