Tras la nueva orientación de una salida al contencioso acorde con los intereses geopolíticos occidentales, cabe preguntarse qué postura convendría tomar en Canarias, tan cercana al escenario de conflicto
En diciembre de 2020, el expresidente de Estados Unidos Donald Trump anunciaba el reconocimiento por primera vez por parte de una administración de esa potencia mundial de la soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental y, con ello, abría la puerta para que otros países occidentales secundaran su decisión, impensable e insólita en un contexto de bloqueo férreo desde que en 1975 España, la potencia colonizadora, abandonase los llamados territorios ocupados tras la firma del Acuerdo Tripartito de Madrid de ese mismo año.
A partir de ahí, parece ser que el largo contencioso territorial toma un nuevo camino y es el gobierno de Pedro Sánchez el que, después de casi medio siglo de impasse, envía una misiva al rey Mohamed VI el 18 de marzo de 2021 para destacar «los esfuerzos serios y creíbles» del reino alauí «en el marco de Naciones Unidas para encontrar una solución mutuamente aceptable» y evaluar la posibilidad de que la región en litigio se convierta en una provincia autónoma del reino, algo que ya apuntaba la ONU en su resolución 2602 de octubre de 2021, la última, tras 74 anteriores en las que paulatinamente la organización multilateral va abandonando su empeño en imponer la celebración de un referéndum que, a todas luces, se antoja muy complejo hoy en día por los sucesivos movimientos demográficos posteriores a la situación colonial de los territorios.
Decir que este conflicto sahariano ha marcado las relaciones de Canarias con Marruecos es evidente, si bien quedan en el aire vagas dudas de que otras razones hayan podido contribuir asimismo a la lejanía secular de las islas con su vecino más cercano, del que solo las separan algo más de los 90 kilómetros en línea recta desde Fuerteventura a Tarfaya, justo el límite norte de la demarcación de El Aaiún-Saguía el-Hamra que reivindica la República Árabe Saharaui Democrática, la RASD, como propia, aspiración que gran parte de la población del archipiélago ha apoyado activamente desde la salida de España.
Remontarse a la historia de Marruecos es hablar de al menos un milenio, es decir, a una larga travesía de movimientos y dominaciones que han dejado múltiples huellas culturales dentro de sus fronteras, así como aspectos no estudiados concienzudamente, o al menos no entendidos del todo, en cuanto al carácter islámico que definía las relaciones de autoridad religiosa de un sultanato sobre vastos territorios, y no exclusivamente por medio de una vinculación política, tal y como se conoce las relaciones territoriales en la civilización occidental.
Este aspecto último ha sido debatido por activa y pasiva por estudiosos y expertos, aunque los oyentes suelen acabar con la impresión de que se produce un naufragio recurrente frente a argumentos que se pierden no solo en la antigüedad sino en la comprensión del devenir de la razón de ser de unas tribus nómadas de antaño sin unidad tradicional, y con permanentes guerras entre clanes, en cuanto a la existencia o no de cualquier configuración pasada de una figura soberana inclusiva de organización estatal o gubernamental identitaria.
Además, el proceso ha sido harto complicado por su enraizamiento en otro anacronismo, como fue la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, cuyos coletazos siguen dando quebraderos de cabeza en cualquier parte del mundo, y por la enemistad crónica entre los dos grandes países del occidente magrebí, Argelia, pro-soviética, y el propio Marruecos, pro-occidental, eternos vecinos y rivales que se disputan la hegemonía sobre la región y el resto de sus estados, Túnez, Libia y Mauritania; en cualquier caso, un serio obstáculo que no obedece a la lógica de una estabilidad deseable para el norte de África y el sur del Mediterráneo; sobre todo cuando dicha armonía multiplicaría los beneficios complementarios de sus economías y capacidad de negociación respecto a sus intereses frente a una Unión Europea que no logra atajar fenómenos tan relevantes como la inmigración o el terrorismo islámico del Sahel.
Como contrapartida a este bloqueo cabría referirse a la independencia de Mauritania en noviembre de 1960, cuatro años después de la de Marruecos, que la reclamaba como suya, cuyo primer presidente, Moktar Ould Daddah, logró desgajar el actual estado a través de una vía diplomática intensiva con incesantes viajes a Argelia, Libia, Egipto, las potencias europeas o la ONU, para convencer a las correspondientes autoridades y lograrlo finalmente sin disparar un solo tiro. Era sin duda otra forma de entender una realidad que apuntaba a una descolonización progresiva de fronteras impuestas a partir de la Conferencia de Berlín de 1884, que repartió territorios, trazó fronteras y sumió al continente africano en un galimatías de tribus y civilizaciones, a veces amigas, a veces enemigas, en un mosaico caprichoso y artificial.
Las razones pues se pierden en la noche de los tiempos, tanto como los argumentos a favor o en contra, para la consecución de una autodeterminación del Sahara Occidental que cada vez parece más remota, a pesar de la lucha legítima de un pueblo apátrida exiliado en la nada de los campos de Tinduf del desierto argelino que ve cómo su única razón de existir, el reconocimiento de una nación propia y soberana, se diluye inexorablemente, aunque, paradójicamente, pueda haber contribuido a ello al plegarse a otros intereses de dominación, esencialmente de la vecina Argelia y de la Libia de Gadafi, que le empujaban a empuñar las armas para librar una prolongada guerra de guerrillas contra un enemigo común, Marruecos, y cuyas pérdidas, agravios y rencores parecen haber emponzoñado definitivamente una vía pacífica, como la que recorrió casi en solitario Moktar Ould Daddah.
Cabe preguntarse en este punto, tras la nueva orientación de una salida al contencioso acorde con los intereses geopolíticos occidentales y las decisiones iniciales de Estados Unidos y España, y en atención a la situación real del yihadismo extremo y las amenazas que ello supone para la estabilidad en esta parte del mundo, qué postura convendría tomar en Canarias, tan cercana al escenario de confrontación: si obrar en sintonía con lo que parece ser una tendencia irreversible de integración del territorio marroquí, incluyendo lo que Rabat llama sus provincias del sur, o apoyar decididamente, tal y como viene haciendo gran parte de la población isleña y su Gobierno autónomo, las tesis independentistas de la RASD, cuyo discurso está petrificado en un referéndum que ya no contempla como vinculante ni la ONU en sus últimas resoluciones.
En atención a lo que se viene denominando realpolitik, es decir, políticas o diplomacias basadas principalmente en consideraciones de circunstancias y factores en lugar de nociones ideológicas o premisas éticas o morales, es subrayable que Canarias debería analizar muy bien cuál es la opción objetiva que más le conviene en función de la realidad actual para seguir apoyando o no un conflicto armado intermitente cerca de sus fronteras y permanecer atenazada por el temor constante a un supuesto invasor que, como Marruecos, tampoco puede dar un paso de apropiación ni de aguas ni de territorios sujetos a tratados históricos internacionales.
Parece ser que así lo han entendido los gobiernos de Estados Unidos, España y una parte no menor de Europa, que ven al reino alauita como un aliado frente al desconcierto que causan Argelia, y su régimen pseudo-estalinista, la dubitativa Túnez o el caos en el que se ha sumido Libia tras la caída de Gadafi en octubre de 2011, y contra el avance inexorable del terrorismo islámico hacia el Mediterráneo; además de tener en cuenta el desarrollo interno que Marruecos ha venido implementando en las dos últimas décadas, innegable hasta para los disidentes del Rif, que la ha llevado a convertirse en la quinta economía del continente vecino y en una potencia industrial africana que contempla las energías limpias como su gran mascarón de proa para el horizonte de 2030.
Para algunos observadores, la opción de la autodeterminación del Sahara Occidental acarrearía una influencia dominante de Argel, que busca una salida al Atlántico y bloquear a su enemigo occidental hacia el sur del continente para monopolizar su ejercicio de cooperación y comercio con los países subsaharianos; mientras que para otros la alianza con Marruecos y un posible escenario de pacificación de la región fortalecería la acción de Rabat de cooperación o delegación de esfuerzos europeos y occidentales para un progresivo despegue y estructuración social y económica en dirección norte-sur en estados africanos que son emisores de mucho de los migrantes que mueren en el Atlántico, buscando las islas, o en el Mediterráneo, en pos del sueño europeo.