Tokio recuperó en 2021 una cita que la pandemia obligó a retrasar un año y que se celebró sin el calor del público
La palabra japonesa Sayonara -significa separarse- fue la última que Japón mostró al mundo en los históricos Juegos de 1964, donde Tokio exhibió ante el planeta sus entonces recién estrenadas infraestructuras, sus largas nuevas autopistas y su flamante monorraíl. La imagen que dio la capital del Sol Naciente fue inmejorable, una imponente estampa de futuro y excelencia.
En un guiño al pasado y a aquella Olimpiada inolvidable, la organización quiso que la misma tipografía y presentación apareciese de nuevo en el cierre de los Juegos de 2021, los primeros que lograron celebrarse tras cancelarse previamente. Esa fue su gran victoria. Pero la palabra elegida y mostrada al mundo fue otra: Arigato, gracias.
El mundo ya mira hacia París, a quien Tokio entregó el relevo y cedió el reto de devolver definitivamente los Juegos a la tan añorada normalidad, con público en los estadios, la pandemia (ojalá) superada del todo y los atletas luciendo en las mejores condiciones posibles, sin temor a que la amenaza del virus influya en su competición y resultados, como así ocurrió en el país nipón en la cita olímpica del año pasado.
Fueron en total casi tres semanas de muy alta competición con momentos inolvidables, aunque sin un elemento esencial: el público. Así que fueron los Juegos del silencio. Pivotaron los de Tokio 2020 -quiso mantenerse la nomenclatura original- en torno a un comunicado de la leyenda Simone Biles, su valiente renuncia a la gloria olímpica por preservar su salud mental y su muy sincera definición de presión, que ponía en primera plana un debate absolutamente conveniente y que trasciende la relevancia de las medallas.
De presión habló también Djokovic, una de las estrellas que iluminó el firmamento japonés hasta que su luz fue menguando. La apagó Pablo Carreño para adjudicar a España la medalla que necesitaba el tenis, huérfano de referentes ante la ausencia relevante de Nadal; y luego fue el serbio quien se apartó de la pugna por otra medalla (la del dobles) dejando sin opción a su propio compañero. No fueron los Juegos de Novak.
La presión mayor, sin embargo, fue en todo momento y hasta el día final la de dirigentes olímpicos, gobernantes y organizadores. Ninguna decisión tan tormentosa como la que precedió al comienzo de las competiciones. Serían unos Juegos sin público. Así que los deportistas no tuvieron más estímulo que competir contra sí mismos, sin más ánimos externos que los que pudiesen recibir al otro lado de las pantallas. Faltó mucho para que fuesen unos Juegos modélicos, ni mucho menos los más brillantes de la historia, con suma diferencia sí los más difíciles y exigentes.
En pleno siglo XXI, se esperaba una mayor apuesta por la tecnología en una Japón que no disfrutó de sus Juegos. El país nipón no supo lucirse ni en la apertura ni en la clausura; y tampoco agradó a nadie con la desorganización del transporte ni en el propósito de volcarse en que la fiesta olímpica trascendiese las sedes y se desplegase por la ciudad. Porque esto último no ocurrió, como así pudimos atestiguar quienes allí estuvimos.
De la presión de Simone Biles hablaron todos. Deportistas propios, ajenos, célebres y desconocidos. También fueron multitud quienes gracias a los Juegos descubrieron a Alberto Ginés López, el gran héroe de la delegación española. Consiguió que el país entero se enganchase a su escalada y posterior caza del oro, que asimilase las normas, la puntuación y hasta los crípticos mensajes que él grapaba hasta hace unos meses en las redes sociales. Su cuenta secreta (@LilCabesa) pasó de tener decenas de seguidores a cientos de miles. Y también en ella decía estar harto de que solo se le hablase de los Juegos. O sea, de la presión. Saúl Craviotto, otro de los medallistas españoles (en Tokio igualó a Cal) llegó a confesar que se le subían las pulsaciones cuando antes de viajar se le mencionaba su competición, su regata, su medalla. Fue plata, por cierto.
Con o sin presión, España llegaba con la intención de frenar la caída en el número de metales que comenzó en Atenas y fue acentuándose con el paso de los Juegos. 20, 19, 18, 17… Habría sido mal síntoma que la tendencia a la baja continuase en Tokio, donde España se vio lastrada por todo tipo de contratiempos. Desde el positivo inexplicable de Rahm a la lesión de Orlando Ortega. Tampoco le respetaron los jueces (en boxeo se escaparon así al menos dos metales y en skate el puesto de finalista de Danny León) y la suerte le fue esquiva hasta acentuarse hasta la neura el síndrome de los cuartos puestos en marcha. Y en vela, que sigue siendo deporte talismán aunque se escapasen hasta dos podios consecutivos por cuestión de un suspiro.
Se fue la familia olímpica española con la sensación de que pudieron ser los Juegos que acercasen el medallero por fin a la mágica cifra de Barcelona. Pero mientras no haya cambio en el modelo, probablemente tampoco haya cambios respecto a la horquilla de podios de siempre (17 a 20). Las decepciones vinieron del judo y del baloncesto; las alegrías, en el buen rendimiento de la mayoría de deportes colectivos y en las sorpresas de nombre Valero, Ginés o Zapata. Ninguna medalla tan celebrada como la de Teresa Portela (¡por fin!) y ninguna tan amarga en su desenlace como la del fútbol. España lleva desde Atlanta sin ganar una final olímpica por equipos. Y pasarán más de 30 años hasta que una generación de talentos -pudo ser la de Pedri- emule la proeza en el Camp Nou de los Guardiola, Kiko, Ferrer y demás.
Presiones las hubo de todos los colores y formas. La del futbolista tinerfeño del Barça era la de aprovechar una oportunidad que pudo ser única. Los Juegos son un estruendo de 20 días sin tregua que mantiene atrapado al planeta. Esta vez fue todo diferente. Habrá quien quiera vender Tokio 2020 como un éxito superlativo por haber superado las adversidades y vicisitudes de la pandemia. «Fue por los atletas, lo hicimos por los atletas», presumió Bach, el Papa del COI. Y habrá quien piense que no tenían sentido estos Juegos tan anómalos que dejan para París -a tres años vista- el reto de reconducir y devolver al movimiento olímpico a la normalidad y a la apoteosis de siempre. Eso sí es presión. El mundo ya mira a Francia.
Lo que viene
Apenas tres años conforman el ciclo olímpico más corto de la historia y que desembocará en los siguientes Juegos, los de Francia, que se presumen un reto apasionante y delicioso para los seguidores del deporte de todo el mundo. El concepto es revolucionario, con un maratón popular para que miles de corredores del planeta entero se sientan partícipes de la gran fiesta olímpica; el tenis en Roland Garros, el fútbol en algunos de los estadios más icónicos de Francia; la vela en la preciosa marina de Marsella; el ciclismo entre Versalles y los Campos Elíseos; y una excentricidad: las pruebas de surf serán en Tahití.
El proyecto parece inmejorable y nace con una bandera gigante, la que lució la Torre Eiffel el día de la clausura de los últimos Juegos de Japón. Muchas veces se dice que las banderas separan; pero la de aquel domingo de adiós olímpico une a todo el planeta en pos de un mismo deseo: que los Juegos vuelvan a ser como antes.