Cabe preguntarse si es realmente un triunfo para la defensa del medioambiente el hecho de haber continuado durante al menos diez años –más todos los que vendrán– emitiendo muchos más gases nocivos que los que produce una central alimentada con GNL
Como sucede con tantas otras cosas en Canarias, esta es la larga historia de un fracaso. Larga es por el tiempo que lleva en la discusión pública y es también un fracaso porque puede decirse que los sectores en pugna han fracasado todos casi en la misma medida. Así es como periódicamente vuelve a la escena pública el debate sobre la generación de energía en Canarias, en especial, referido a la posibilidad de producir electricidad a partir de gas y no de fueloil y gasoil, como ocurre principalmente en las centrales isleñas. Incluso en los últimos años, pese a que ha aumentado de forma notoria la participación de la producción renovable.
Pero desde que se empezó a hablar del gas en las Islas hasta hoy han transcurrido como mínimo dos décadas –estaba incluido en el Plan Energético de Canarias (Pecan) de 2002– y puede decirse que no se ha avanzado en la puesta en marcha del gas como recurso ni tampoco en la sustitución de las fuentes contaminantes a las que aquel quería reemplazar. Hace más de diez años, en 2011, llegaba a Gran Canaria el por entonces ministro de Industria socialista, Miguel Sebastián, y aseguraba que la del gas era una de sus apuestas como miembro del gobierno de Rodríguez Zapatero. No en vano, el “Plan Energético 2008-2016” de su ministerio ya dedicaba varias de sus casi 500 páginas a la necesaria reforma eléctrica en las Islas y, con optimismo, anunciaba (mayo de 2008) que en el año 2011 se culminarían las obras en la isla de Tenerife, “pudiendo empezar a recibir GNL (gas natural licuado) y realizar las actividades de descarga, regasificación y transporte a las centrales eléctricas, así como la posible distribución a los sectores turístico, industrial y doméstico”.
Del mismo modo, preveía que en 2012 ya entrase en operación la planta de almacenamiento y regasificación de gas natural, el gasoducto de transporte y la infraestructura marítima en la isla de Gran Canaria. Todo sea dicho, el inicio del proceso para la obtención de autorización administrativa del proyecto de la regasificadora de Granadilla se remonta a julio de 2000, cuando Gascan (más tarde adquirida por Enagás) presentó el primer escrito de petición.
Se daba por hecho que los principales e inmediatos consumidores serían los generadores eléctricos, representados por las centrales térmicas del Barranco de Tirajana, en Gran Canaria, y Granadilla en Tenerife, al encontrarse relativamente cerca de las plantas de regasificación. Las plantas serían idénticas, con una capacidad de regasificación inicial de 150.000 m³ (n)/h (metro cúbico por hora), para recibir el atraque de buques “metaneros” de hasta 145.000 m³ de GNL. Cinco años más tarde, en 2016, se pensaba añadir un segundo tanque a cada central, de las mismas dimensiones del primero, “condicionado a incrementos de demanda que lo justifiquen”. Por supuesto que estaban también contemplados los correspondientes gasoductos, no solo a las centrales generadoras de electricidad, sino al resto de cada isla, uno hacia el norte y otro hacia el sur, con lo que se cubrían también las otras dos centrales de ciclo combinado, la de Jinámar (Gran Canaria) y la de Candelaria (Tenerife). En total, más de 110 kilómetros entre gasoductos y ramales de conexión que atravesarían el subsuelo de las zonas más prósperas de ambas islas capitalinas.
Pero ya nos encontramos en 2021 y ninguna de esas obras se ha llevado a cabo, con un resultado negativo tanto desde la óptica de la eficiencia económica como desde la medioambiental. Sobre esto último, el cálculo indicaba una reducción de las emisiones de CO2 en las islas de 2,5 toneladas al año. Esto era resultado de dejar de consumir el altamente contaminante fuel-oil con el que a día de hoy se sigue alimentando a las cuatro centrales en funcionamiento, ya que el gas natural emite una cantidad de gases de efecto invernadero muy inferior. Estas emisiones, a la hora de cuantificarlas, resultan un 30% menores en el caso del CO2, pero es aun mayor la diferencia en otros gases, como el óxido de nitrógeno, donde es 2,5 veces menor y el dióxido de azufre, frente al que es 2.500 veces menor. A ello se suma que el gas natural se caracteriza por la ausencia de cualquier tipo de impurezas y residuos, por lo que descarta cualquier emisión de partículas sólidas, hollines y humos, que sí están presentes en la generación actual. Algunos cálculos aportados en su día cifraban el recorte de emisiones en una cifra semejante al 40% de todo lo que emiten los vehículos de la isla de Tenerife a lo largo de un año.
Desde el punto de vista de la sostenibilidad económica del sistema eléctrico, la introducción del gas en Canarias, de haberse cumplido según los plazos iniciales, habría supuesto un ahorro considerable, de unos 50 millones de euros anuales en cada isla, según un estudio de la Universidad de La Laguna, por lo que los alrededor de 300 millones de coste de las regasificadoras se habrían amortizado en 2017, seis años después de su puesta en funcionamiento. A ello se habría añadido la posibilidad de facilitar la llegada del gas natural a consumidores finales como los hoteles, industrias y hogares, con ahorro de coste para todos ellos y mejora en seguridad, al sustituir al sistema de bombonas que todavía se utiliza en las Islas.
En un sistema frágil por definición como el eléctrico insular, sin interconexión salvo entre Lanzarote y Fuerteventura, la entrada del gas habría significado un ahorro y una mejora medioambiental. Además, habría permitido configurar un esquema que podría haber dado respaldo a la progresiva introducción de las renovables, intermitentes por definición y que, al carecer Canarias de centrales nucleares (sin emisiones) como las de la Península, deben formar pareja con centrales de ciclo combinado diseñadas para funcionar con gas, pero a las que debemos resignarnos a ver muchos años más alimentándose del muy contaminante fueloil.
Las fuertes voces, en el ámbito político y del activismo, que se opusieron en su día a la introducción del gas recibieron con satisfacción las sentencias judiciales que frenaban el proyecto, aunque Enagás inició un nuevo expediente paralelo. Del mismo modo lo hicieron con las objeciones que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) planteó en 2018, aunque estas se refirieran solamente a la necesidad de actualizar los cálculos de su sostenibilidad económica, ya que habían transcurrido diez años desde aquel plan ministerial de 2008.
Pero cabe preguntarse si es realmente un triunfo para la defensa del medioambiente el hecho de haber continuado durante al menos diez años –más todos los que vendrán– emitiendo muchos más gases nocivos que los que produce una central alimentada con gas, dando además entrada a nuestros puertos de los barcos con fueloil y, a la vez, retrasar la actualización del sistema de bunkering de los muelles canarios, que para 2025 debe ser íntegramente basado en GNL, según mandato de la Unión Europea.
Los años transcurridos desde aquella oportunidad a la postre no concretada deben llevarnos a pensar qué habría pasado y en qué punto estaríamos hoy de haberse hecho realidad las dos plantas regasificadoras, la citada de Granadilla y la de Arinaga, en Gran Canaria. Resulta difícil de explicar cómo se ha impuesto el relato del “no al gas”, de su rechazo visceral solo por tener origen fósil o de no invertir “porque retrasa la entrada de las renovables”, cuando en realidad es su pareja de baile habitual en el resto del mundo, donde el mix gas+renovables se ha demostrado como una fórmula ganadora. Al menos en lo técnico, si a la luz de la invasión de Ucrania por parte de Rusia evitamos meter en la ecuación asuntos de geopolítica.
Deberíamos tener en cuenta que la reducción de costes en generación del gas también haría más asequible la factura eléctrica de todos los españoles, que han llegado a pagar la friolera de más de mil millones de euros al año por lo caro que resulta generar energía en el Archipiélago, un sobrecoste que se traslada al recibo de cada hogar. Pero probablemente quede, si nada lo remedia, como una más de las oportunidades perdidas en el altar de las discusiones públicas donde, a la hora de administrar lo que es de todos, priman menos la racionalidad y la sensatez que los prejuicios ideológicos, cuando no la simple y llana disputa de espacios de poder político.