Un servicio esencial no suficientemente valorado

El sector en Canarias ha ido dando muestras de su capacidad de adaptación y de revolverse cuando las cosas vienen mal dadas

La agricultura y la ganadería son servicios sociales esenciales, indispensables para garantizarnos a todos el cubrir una necesidad básica, en este caso la de alimentarnos. Así se determinó durante el estado de alarma establecido durante los momentos más duros de la pandemia, poniéndolos al mismo nivel que los servicios de salud, o el de los suministros de agua y luz, y a diferencia de otros como los vinculados a gran parte del comercio o la hostelería, obligados a cerrar durante un tiempo por su carácter no esencial. De esta manera, y a pesar de ser un sector cuyo peso en la economía y en el empleo ha ido reduciéndose en las últimas décadas, resultó que, ante una crisis sin precedentes, ascendió de golpe a los puestos de cabeza en importancia.

Pues bien, lo cierto es que parece que no hemos sido conscientes de lo que se pierde al minarse el sector agrario hasta que esta última crisis ha discriminado entre lo esencial y lo que no lo es. Y ello, a pesar de su carácter estratégico para evitar la dependencia alimentaria del exterior, especialmente en territorios como el canario, desconectados en gran medida del continente por la distancia, y con las dificultades propias del carácter insular.

Este reconocimiento ha llegado en un momento especialmente sensible para el campo, en un contexto en el que el sector agrario en todo el territorio nacional clama por su supervivencia. La espiral de crecimiento de los costes de producción, especialmente severa para el sector ganadero, unido al estancamiento en los precios al productor, ha sido el objetivo principal de las reclamaciones, que también alcanza a otros asuntos, como el reconocimiento del rol que juegan la agricultura y la ganadería en el mundo de hoy, o la necesidad de equiparar las exigencias a los alimentos importados con las que se aplican a los producidos en nuestro territorio.

En las islas, en un contexto en el que más del 60% de la compra de productos frescos se concentra en supermercados e hipermercados, con gran capacidad de imponer sus condiciones, la subida de los precios percibidos por los que producen los alimentos ha sido muy inferior al alza en sus costes, especialmente a partir de finales de 2019. Los incrementos crecientes en sus gastos, sea de piensos, fertilizantes, energía o personal, no han podido ser trasladados por las personas productoras a sus precios de venta, lo que ha devenido en reducción de la viabilidad de parte de las fincas y granjas.

El establecimiento de un marco nacional temporal COVID, flexibilizando las condiciones para poder otorgar apoyos a los diferentes sectores de la economía, facilitó que, tanto a nivel nacional, como autonómico, insular y municipal, se aprobasen apoyos destinados al agro, especialmente en el caso del sector ganadero. Sin embargo, si bien estos auxilios contribuyeron, al menos en parte, a cuadrar las cuentas y a generar algo de liquidez en el sector, al plantearse únicamente como apoyos coyunturales y puntuales, la consecuencia fue que se retrasaron los problemas, pero no se solucionaron. Igualmente, la decisión, principalmente de algunos cabildos y ayuntamientos, de incorporar producto fresco local en las iniciativas sociales de apoyo a las personas sin recursos vía distribución de alimentos, supuso, para un número no desdeñable de profesionales de la agricultura y la ganadería, una vía de escape para vender sus producciones cuando el turismo y la hostelería se encontraban con baja actividad. No obstante, su limitación en el tiempo y en alcance, conllevó que no fuese una medida que contribuyese a la estabilidad en el medio y largo plazo.

Una frase repetida por los y las representantes agrarios en los últimos tiempos, “Queremos vivir de la venta de nuestros productos”, refleja el sentir de un sector que entiende que las ayudas públicas que recibe son una necesidad que surge porque la Unión Europea no cumple con sus responsabilidades. En concreto, se denuncia que las instituciones europeas han sido incapaces de hacer valer uno de sus principios fundamentales, la preferencia comunitaria, que implica que las mercancías producidas en cualquier Estado miembro tendrán preferencia frente a las que vienen de países terceros. De esta manera, los acuerdos comerciales con el resto del mundo, posibilitando la importación de alimentos de países con estándares laborales, de seguridad alimentaria o medioambientales muy inferiores a los aplicados en las islas, han motivado una necesaria y justificada compensación al productor local para que no fuese expulsado del mercado. Pasa así con carnes, tomates, plátanos, y con casi la totalidad de las producciones vegetales y de origen animal. Y sin embargo, la dependencia y fragilidad que conlleva estar ligado a una ayuda para poder ser viable, hace que el sector reclame que su ingreso, principalmente, provenga de vender lo que producen, y reclamen una competencia no desleal en los puntos de venta.

Además, la propia manera en la que se reparte el ingreso obtenido por la venta de los alimentos, está claramente puesto en cuestión. En las islas, los consumidores pagamos de media, por un producto agrícola, más del doble de lo que recibe la persona que lo ha cultivado, con casos escandalosos en los que, entre un extremo y el otro de la cadena, los precios se multiplican por ocho o por diez. Con el objeto de mejorar el funcionamiento de la cadena alimentaria y reducir los abusos, hace casi una década se aprobó una ley a nivel nacional, con resultados bastante discretos hasta la fecha. Ante la crisis de precios que vive el sector agrario, desde mediados de 2020 se inició una reforma de dicho marco regulatorio, que culminó con su aprobación a finales de 2021, y que en Canarias tuvo fuerte marejada de fondo. El posible efecto que su aplicación podría tener sobre el sector platanero motivo un enérgico rechazo de la patronal de este cultivo, eclipsando el debate en las islas sobre los pros y contras de esta norma para el conjunto del agro, y sobre los medios humanos y técnicos necesarios para su aplicación. La realidad es que, en un terreno de juego en el que existen tantas diferencias de tamaño y poder entre los equipos que concurren, hace falta reglas que contribuyan a igualar las fuerzas, y que castiguen al que se aprovecha de su posición dominante. Desde el Gobierno de Canarias se ha trasladado el compromiso de que habrá voluntad y medios para mejorar la situación del sector primario dentro de la cadena alimentaria. Está por ver.

Y con todo, el sector agrario canario ha ido dando muestras de su capacidad de adaptación y de revolverse cuando las cosas vienen mal dadas. La pérdida de peso de algunas producciones, caso del tomate, ha venido acompañada por la ascensión de otras, como la de los tropicales, y por la introducción de nuevos modos de producir o vender. De igual manera ha pasado en el sector ganadero, con un reconocimiento creciente de la calidad de los quesos y otras producciones. El sacarle partido a cada metro de terreno hace que, por ejemplo, Canarias tenga la mayor productividad de la tierra de España. Este esfuerzo debe ser reconocido y valorado.

En este sentido, no descubro nada si señalo la erupción del volcán en La Palma, que se llevó por delante más de trescientas hectáreas de cultivo, granjas, o infraestructuras hidráulicas, como ejemplo máximo de la rebeldía de un sector ante las desgracias, de la capacidad de resistencia y de solidaridad. Colocar la agricultura como actor principal de la reconstrucción, como parece que se está haciendo, es una buena noticia para todos.

Para finalizar, creo que vale la pena volver a centrarnos en el carácter esencial de esta actividad, y todo lo que abarca este reconocimiento, poniendo el foco en que es transversal. El hecho de que casi una quinta parte del territorio insular sean fincas cultivadas, o susceptibles de estarlo, da muestras de lo imprescindible que es contar con el sector cuando se abordar la gestión adecuada del territorio. Y hablar de actuar bien sobre el suelo es incidir en cuestiones tan fundamentales como la desertificación, el despoblamiento, o la lucha contra los incendios, Además, su papel resulta igualmente estratégico cuando se habla de un uso eficiente del agua, recurso del que es el principal usuario, de la valorización de residuos, la conservación de la biodiversidad, la economía circular o la lucha contra el cambio climático.

Que como sociedad seamos capaces de reconocer su carácter imprescindible, y actuemos en consecuencia, contribuirá a la prosperidad de los años que vienen.

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