Arranco y acabaré mi intervención dando las gracias a los compañeros por el gran y cariñoso honor que me otorgan con el Premio Patricio Estévanez. Gracias a todos los miembros de la Junta Directiva de la Asociación de la Prensa de Tenerife y, en su representación, a su presidente, Salvador García, por sus palabras. Y a Juan Galarza porque, aunque hace ya veintitrés años que dejamos de trabajar bajo el mismo techo, lo siento tan cercano y querido como en el siglo XX.
Gracias, insisto, por hacerme así un hueco en el entrañable grupo de periodistas canarios que habían merecido este premio hasta ahora: Eliseo Izquierdo, Elfidio Alonso, José Siverio, José Antonio Pardellas, Fabri Díaz, Ricardo Acirón, Juan Carlos Carballo y Jorge Bethencourt.
Curiosamente los tres últimos de la lista, que son los tres últimos en el tiempo, tuvieron una influencia directa e importante en el periodista que he sido y soy.
Siendo yo un soldadito de 21 años (soldadito, como me llamaba Juan Carlos Carballo, el primer compañero y maestro con el que compartí redacción y mesa en El Día) fue Ricardo Acirón el que tuvo la corazonada y cabezonada de insistir para que, concluido el servicio militar, siguiera trabajando en Canarias y no regresase al periódico en el que había sido contratado en Pamplona durante mis estudios.
Sobre Ricardo hablé en 2016 en un acto como éste con el corazón en la mano, porque él y Adán Martín fueron dos hombres, justo de la misma edad, que en los años ochenta marcaron fuerte mi vida profesional, al punto de que sería un persona diferente si no me los hubiera cruzado. Pero si la bola del sorteo de la mili me llevó a encontrarme con Ricardo en la redacción de El Día y Jornada, la culpa de que Adán Martin y yo anduviéramos durante veinte años trabajando juntos fue del último premio Patricio Estévanez, de Jorge Bethencourt, expresidente de esta Asociación, con el que en aquellos años competía cada semana. Pugnábamos por ver quien contaba antes y mejor a sus lectores los vericuetos de la entrada de Canarias en la entonces Comunidad Económica Europea, algo que es historia vieja pero que sigue condicionando nuestras vidas como pocos acontecimientos.
He citado a los colegas porque un premio es lo que es no solamente por quien lo concede sino por quienes lo tienen. Y aunque se bien que hay otros periodistas que lo ennoblecerán en el futuro más que yo, me honra sentirme desde hoy en ese pequeño club y también recoger, aquí y ahora, el cariño que todos uds. añaden a esta distinción con su presencia.
Exaltamos el cariño amoroso, pero con frecuencia dejamos de lado el cariño entre amigos y conocidos como una cosa de menor importancia, banal, prescindible.
Pero, fíjense, si nos paramos a pensar a qué hemos venido al mundo
-e incluso a que hemos venido hoy aquí, si me apuran – una conclusión posible es que vinimos a querer y a ser queridos; a hacer cosas que nos hagan dignos de merecerlo.
Y hoy hemos venido aquí a compartir un poco de cariño y a celebrar que nos cruzamos en la vida, en este caso en la vida profesional, para disfrutar de este oficio, hermoso y puñetero a un tiempo, casi siempre en crisis y siempre cuestionado. Para celebrar el oficio, que es lo que se hace cuando se celebra al patrón. Para recordar que esta profesión está siempre bajo sospecha -y es lógico que así sea – porque los periodistas somos mediadores, intermediarios entre los hechos actuales y su inmediato conocimiento y eso siempre es sospechoso, difícil, atrevido y errático. Y más ahora que hay tantos datos, tanta potencia para tratarlos, tanta versión, tanto enfoque, y que hay mucha capacidad para desmontar y desmentir las crónicas, aun estando bien armadas.
Y si hemos venido a este mundo a querer y ser queridos, a lo mejor ocurre que el periodismo es el relato de cómo la gente, los pueblos, los países se quieren y se desquieren cada día. Es decir, el relato casi instantáneo de lo que hacen para quererse o desquererse. Porque se hace mucho de lo uno y de lo otro, aunque suela ser más noticia lo segundo -el desencuentro – que lo primero, el acuerdo. Y no es malo que así sea siempre que la discrepancia sea civilizada y alumbre a la postre mejores salidas y soluciones.
Y ya voy acabando.
Les decía en el arranque que traía en las manos unas enormes gracias a todos, pero no solo. Aprovecho la oportunidad para algo más.
Acabo con unas palabras que quiero pensar que son versos. Los escribí pensando en la gente a la que aprecio o quiero, a la que tengo que agradecer tanto, y en las personas a la haya podido molestar o hacer daño alguna vez.
Hablan de lo que llamo palabras bandera blanca, cuatro llaves que rompen recelos y resistencias y una más, que confiesa y abraza.
Son cinco y se las cuento, una por una.
La primera abre la puerta:
Por Favor
Al responder o en el cierre,
es moneda universal
dar siempre, por encima,
con el plus de una sonrisa:
Gracias
Y sin querer o queriendo
haces daño o entorpeces,
sea a amigo o sea a extraño,
la primera enmienda es:
Perdón, lo siento
Mas si persiste el enojo
o es inmenso el gran error,
desagravias pronto el mal
si pides con humildad:
Disculpa
Un Por Favor y unas Gracias,
un Perdón más un Lo siento
con una Disculpa son
palabras bandera blanca.
Frente a silencios y líos,
pugnas, favores y errores,
deshacen nudos y enredos,
cierran choques y disputas
y al oído nunca raspan.
Más cuesta poco, importa mucho
añadir de cuando en vez:
Te quiero
Absurda, tacañamente,
lo decimos tenue y poco.
Se da por hecho y sabido,
pero hace falta decirlo.
Pues eso: Que gracias, muchas gracias, lo siento, disculpen [también por este pequeño rollo] y, claro que sí, por favor, por favor, sigan estando ahi para querernos juntos lo más y mejor posible, incluso desde la discrepancia.