Los Juegos Olímpicos de París comenzaron con un chaparrón de arrogancia. El empeño de la organización en llevar la inauguración al río Sena quedó arruinado por la lluvia incesante que cayó ese día sobre la capital francesa, si bien aquello no fue presagio de nada. Sí lo fue la feliz aparición en escena de grandes los iconos mundiales: Rafael Nadal, Zinedine Zidane, Nadia Comaneci… Fue un guiño a la universalidad de un país que entiende y ama al deporte. Empezó a demostrarlo a la mañana siguiente, cuando comenzó el reparto de las medallas y cada sede, cada evento y cada competición se convirtieron en una gran fiesta.
Iban a ser los Juegos del abrazo del público con los atletas -tras el silencio sepulcral de Tokio por la pandemia- y París respondió con entusiasmo. Para Canarias, en cambio, las buenas noticias casi brillaron por su ausencia. La única medalla con acento propio apareció de forma inesperada, bajo bandera húngara, con una incomensurable Viviana Marton haciéndose gigante en un escenario imponente como el Grand Palais, hasta coronarse campeona olímpica tras una inmaculada carrera hacia el podio. Del taekwondo y a través de la historia de una canaria hasta entonces desconocida se abrió y cerró el medallero del Archipiélago, que presentó una delegación amplia, pero sin más premio en forma de metales.
Tras la lluvia de éxitos en ediciones anteriores de los Juegos (con podios como los de Sergio Rodríguez, Pedri González o Ray Zapata), en París podría valer aquello de “tan cerca, tan lejos”. Los Juegos geográficamente más próximos a las Islas fueron también los de la gloria más inalcanzable. Debe llamar a la reflexión el estruendoso cero de la provincia occidental, pues fue Santa Cruz de Tenerife una de las muy pocas en el mapa nacional que se quedó sin embajada ninguna en la larga lista de deportistas españoles clasificados para los Juegos (en total, más de 400).
Fueron alimentándose pronto las esperanzas de podio para la selección femenina de baloncesto, con triple representación grancanaria (Leonor Rodríguez, Leticia Romero y Maite Cazorla). Pero el sueño se esfumó. Aún menos opciones hubo para la masculina, donde se destapó como líder Santi Aldama, imperial en cada una de sus actuaciones. Su aportación notable no bastó para alcanzar la ronda de cruces en el adiós rojo de Rudy. Tampoco acabó bien el ciclo de otro grupo, el del combinado femenino de fútbol, donde la canaria Misa no jugó ni disfrutó. Una pena, porque todas las quinielas apuntaban como gran favorita a la escuadra de Montse Tomé, que naufragó en semifinales y luego en la contienda por el bronce. Doble fiasco.
Medallista en Tokio tres años antes, Ray Zapata se marchó de París dando una lección ante los micrófonos en la zona mixta. Señaló al cruel entorno olímpico por no valorar el trabajo real que hay detrás de cada deportista; y recordó que la diferencia entre el éxito y el fracaso, esos dos grandes impostores, no es el que separa a los medallistas de los que no lo son. Su desempeño sobre el cuadrilátero del Bercy Arena fue exquisito y un error aparentemente nimio en la ejecución le privó de pugnar con los mejores.
No hubo fortuna metálica tampoco en vela, deporte tradicionalmente fértil, con Joaquín Blanco lejos de las posiciones deseadas en su segundo concurso olímpico; y con Tara Pacheco y Andrés Barrio sin acercarse al objetivo que se plantearon, que era entrar en la Medal Race, ahí donde se adjudican los premios grandes. Sí que hizo historia Ismael García Roque, primer jinete canario en la historia olímpica. E igualmente hizo historia Nicolás García Boissier junto al balear Adrián Abadía logrando la mejor clasificación de España en saltos con un sexto puesto en la final de tres metros sincronizados.
Y dejó la cita de París con los cinco aros un sinfín de sinceras declaraciones de amor a los Juegos. Incuestionable la del chicharrero Javier Hernández Cebrián, a quien hasta el presidente del COI brindó una emotiva sorpresa en su quinta (y parece que última) experiencia a estos niveles. Se fue de Francia con la insignia del Comité y el saludo cordial de Thomas Bach, quien honró su trayectoria con una recepción personal. Javier trabajó para tres países como técnico en vela y su mejor recompensa fue ver brillar a sus pupilos. También sonrieron Ariadna Chueca y José María Padrón, árbitros de élite. No fueron para ellos los focos, ni los titulares; pero sí la confirmación -con su propio trabajo- de que son tan imprescindibles como los atletas para que los Juegos salgan adelante.
París fue una gran fiesta. La ciudad de la Torre Eiffel, Roland Garros, los icónicos Campos Elíseos (la meta del Tour de Francia) y del Parque de los Príncipes -ahí triunfó una extraordinaria España- consiguió que el dónde importase durante 23 días tanto como el qué. El inmejorable escenario de los Juegos parisinos compartió protagonismo con los récords (pocos), los héroes (el ídolo local León Marchand como gran nombre propio), las proezas (el doblete del prodigioso Remco Evenepoel o las acrobacias inenarrables de Simon Biles), las sociedades olímpicas (Nadalcaraz como ejemplo) y las secuencias imborrables. Canarias echó en falta que alguna de ellas tuviese identidad, bandera y acento nuestro. Viviana aparte, para conquistar medallas siempre nos quedará Los Ángeles.