La reforma del Estatuto de Autonomía

El año 2004 ha marcado en Canarias, entre otros asuntos políticamente relevantes, el comienzo del debate para la revisión del Estatuto de Autonomía. Con la igualación competencial de comienzos de los años noventa, las comunidades autónomas aparecieron más integradas en el sistema constitucional español sin menoscabo de los hechos diferenciales basados en la Historia, el Derecho, la lejanía, la insularidad o la cultura. En el caso canario, tras una andadura de más de veinte años, el Estatuto ha cumplido razonablemente bien las expectativas que había despertado, en especial si partimos de dos circunstancias que marcaron su proyección inicial: el denostado pleito insular -que persiste por la ensoñación de muchos separadores- y el escaso sentimiento autonomista de la sociedad canaria.

Dos décadas de Estatuto han servido para confirmar fehacientemente que las Islas cuentan hoy con una capacidad de autogobierno que va mucho más allá de la mera descentralización del Estado, dada la potestad legislativa y reglamentaria con que cuentan Parlamento y Gobierno, así como la capacidad de las instituciones para la elaboración de políticas públicas a partir de las competencias recibidas en sanidad, educación, vivienda, cultura… Y de tal manera es así que los viejos fueros, o el puertofranquismo de Bravo Murillo, o el siempre bien ponderado REF del 72 son, pese a su indudable importancia histórica, como anticuados tratamientos jurídicos que el paso del tiempo dejó en la obsolescencia y que han sido renovados o sustituidos por otras herramientas económicas más novedosas, casos de la RIC, la ZEC o el REA, entre otras.

El mismo grado de modernidad y acoplamiento a las nuevas realidades supranacionales llevó a Canarias a una integración plena en la Unión Europea (UE). Porque, aunque geográficamente estamos en África y culturalmente podemos sentirnos americanos, la política y la economía nos reclaman desde la sempiterna vocación europea del canario, que ve en el Viejo Continente la ansiada estabilidad que permite el avance tranquilo y sin sobresaltos. Cabría pues afirmar que en veinte años Canarias ha cambiado sustancialmente gracias al nuevo marco de la autonomía política que ha permitido, casi en un tiempo récord -con el evidente apoyo del Estado y de coyunturas económicas muy favorables-, manejar y dirigir un volumen importantísimo de recursos económicos a través de un aparato político-administrativo propio.

Las Islas han aceptado con pragmatismo una limitada aunque real autonomía que ahora se pretende ampliar -alejados ya, definitivamente, los minoritarios sentimientos independentistas- para poner el acento en afrontar con mayores garantías los fenómenos nuevos y a veces dramáticos a que nos enfrentamos. Estoy pensando en la inmigración irregular, prácticamente imparable por la prosperidad del Archipiélago y las facilidades de sus corrientes turísticas. O en nuevas competencias sobre transportes y comunicaciones, medio ambiente y aguas interiores. O en el inevitable retoque del marco económico y urbanístico a que venimos obligados por las nuevas circunstancias que imponen los ordenamientos turísticos. O en la necesaria representación institucional canaria en la UE. Y todo ello sin menoscabo del papel irrenunciable del Estado.

Simultáneamente, la reforma estatutaria debe plantear seriamente la pendiente segunda descentralización político-administrativa, para potenciar la autonomía local y poner en manos de cabildos y ayuntamientos, con la debida dotación económica, los servicios más próximos al ciudadano.

El otro gran reto, la inevitable revisión del marco electoral, está llamado a compatibilizar, en un casi imposible prodigio de ingeniería política, el necesario equilibrio territorial -entre provincias, entre islas capitalinas y no capitalinas y entre las islas periféricas de cada provincia- y la deseable igualdad entre los electores bajo el axioma de “un hombre, un voto”. Si con el actual Estatuto es ya imposible -a la vista del dictamen del Consejo Consultivo de Canarias- una circunscripción única regional, y si resulta que con el régimen electoral vigente el 82% de los canarios elige a la mitad de los sesenta parlamentarios autonómicos en tanto los otros treinta son elegidos por el 18% restante -el voto de un herreño vale 18 veces más que el de un tinerfeño, por ejemplo-, ¿cuál puede ser el punto de encuentro que salde un balance tan inequívocamente antidemocrático y discriminador?

¿Seremos capaces de poner coto a esta discriminación mediante un acuerdo razonable entre todas las fuerzas políticas? La solución, a mi juicio, pasa por la creación de una circunscripción electoral regional, que aportaría mayores dosis de realismo pancanario en el ámbito de la comunidad autónoma -para superar así las viejas tentaciones del insularismo insolidario-, sin perjuicio del mantenimiento de las circunscripciones insulares y del sistema de paridades. En estos veinte años de Autonomía hemos avanzado en todos los campos. El Estatuto ha servido para aglutinar a los canarios en un proyecto de esperanzas y de vida en común. Pero necesitamos adaptarlo a los nuevos desafíos que nos aguardan. Y para superar escollos hemos de empezar por revisar, leal y solidariamente, el marco jurídico que nos cobija a todos y a todos nos integra desde la expresión de la identidad y el autogobierno rectamente entendido.

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