En la situación que se ha adueñado del CD Tenerife, lo conveniente es dar un giro absoluto a la política deportiva del club. A lo largo de la última década, cada solución ha sido peor que el problema que se quería resolver y este cúmulo de despropósitos ha invitado a los aficionados a alejarse del Heliodoro.
El CD Tenerife necesita un cambio radical en su política deportiva, a imagen y semejanza del que se gesta en estas fechas para aplicar soluciones a la problemática económica. Quizás hayamos vivido tan mal la última década -en la que hay balance de 19 entrenadores contratados y despedidos en el curso de nueve temporadas- porque no ha habido claridad en los objetivos. En este período, cada solución ha sido peor que el problema anterior y la decadencia deportiva ha terminado por invitar a los aficionados a quedarse en casa. Este club, definitivamente, necesita gente de fútbol en la gestión y, sobre todo, un sólido plan de actuaciones. El año 2005 no fue diferente a los anteriores. En realidad, esta larga secuencia histórica de desaciertos se prolonga desde aquella semifinal ante el Schalke en la Copa de la UEFA, con el paréntesis del ascenso de 2001, protagonizado por Rafa Benítez en el banquillo, el único de los últimos veinte entrenadores que ha completado una temporada en el Tenerife.
Los continuos bandazos que han dado al timón los dirigentes, con el entrenador de turno como víctima absurda, han ido erosionando la identidad de juego de este equipo, que fue su principal activo no tangible en la etapa de las grandes conquistas. Así son los ciclos bajos: si no ganan con un entrenador que propone el fútbol combinativo y de ataque, les empieza a dar la sensación de que lo que hace falta es endurecer la propuesta y buscan un técnico que se distinga por la solidez de sus planteamientos. Un defensivo, de esos que sueñan con un puntito y se olvidan del concepto de espectáculo que lleva implícito el fútbol profesional. Ese paso atrás confunde y empobrece y, cuando no llegan los goles y el equipo se vulgariza, el siguiente bandazo está encaminado a devolverle la libertad a los jugadores técnicamente mejor dotados. Y así cada seis meses, sin reparar en que lo que realmente produce cada relevo es falta de estabilidad.
El Tenerife no ha vuelto a levantar cabeza, porque hace mucho tiempo que no sabe cual es su estilo. Juega cada seis meses a algo distinto. Eso produce una fragilidad que entra por el banquillo y se extiende peligrosamente por el campo de juego. Podemos tomar como referencia cualquier temporada. Sin ir más lejos, este año que pasó, en la segunda mitad de la temporada pasada, entre enero y junio de 2005, el equipo respondió con cierta jerarquía al reto de la permanencia. Ya estaba Barrios en el banquillo, una vez destituido Moré, y el conjunto mostró gran fortaleza como local, hasta que salió a la mitad superior de la tabla. De repente, el mismo equipo que vagaba deshilvanado y roto por los campos de Segunda División, empezó a disfrutar de su juego: tocando, elaborando desde medio campo, con desborde, con llegada y con gol. Cada quince días jugaba mejor y buena cuenta de ello dieron los grandes de la Liga, que doblaron la rodilla en el Heliodoro, algunos arrasados, como el Cádiz, el Celta o el Recreativo. ¿Qué había cambiado? La confianza que tomó el jugador. Unos meses antes se aferraron a la idea de Barrios de agruparse, defender y conservar. Cuando sacaron la cabeza y se distanciaron de la zona peligrosa, se descubrieron capaces de jugar bien. A un equipo con identidad no lo cambian tanto las rachas. Ese es el problema.
El Tenerife ha ido confundiendo los años naturales con las temporadas. Ha habido un ciclo de agosto a diciembre y otro de enero a junio y cada uno llevó consigo un cambio de técnico. En la segunda mitad del año, Barrios asumió otra vez, contra viento y marea, el comienzo de la presente temporada. El camino estaba minado, porque ni siquiera el propio consejo de administración creía abiertamente en su capacidad, de manera que asistimos sin remedio al mismo guión siniestro de las campañas anteriores, hasta que se produjo su destitución. Esta vez, el club rizó el rizo, porque en lugar de desdoblar la temporada en dos mitades, incluyó en medio un tercer entrenador. Antonio López llegó misterioso, con cierto aire de superioridad, y se fue huyendo. En la larga historia del club, este hombre es una de las anécdotas más desagradables.
La tercera vía ha sido fichar a David Amaral. El consejo le llamó cuando ya ellos mismos habían dimitido. Aquí vale todo. David ha arrancado su segunda etapa con buen pie, respondiendo a su filosofía de mantener comunicadas las puertas del primer equipo y la cantera. Ahí están Ángel y Ricardo, esperanzados en que su progresión sea favorecida por el gran giro que va a dar la institución. Hay que empezar de cero, diseñar una política deportiva concreta y elegir los hombres adecuados para ponerla en marcha y defenderla a medio y largo plazo. Es posible que el ciclo de la improvisación esté tocando a su fin.