Piensen en la posibilidad de una Canarias que ya no reciba los beneficios del alisio, sino el calor del siroco. Esto podría ocurrir por culpa del cambio climático. Piensen en ello”. Bueno, nadie realmente se tomó en serio la advertencia casi cinematográfica de Bill Clinton, ilustre y muy bien pagado conferenciante en el Auditorio de Tenerife, allá por julio de 2005. El público lo formaban empresarios y políticos de alto fuste en el Archipiélago, algunos de los cuales habían aportado una bonita suma de dinero para hacer realidad la visita del ex presidente de Estados Unidos, auspiciada por el presidente del Cabildo de Tenerife, Ricardo Melchior. Allí, en medio de mensajes bienintencionados, pero carentes de la menor autocrítica -algún día habrá que medir los costes de la autosatisfacción para nuestra sociedad-, retumbó la sentencia de un Clinton desengañado, a buenas horas, de la política, y autor de un discurso tan naïf que resultaba entre estremecedor y ridículo: el futuro del mundo está en África y no serán los gobiernos los que arreglen el desaguisado, sino las empresas y, sobre todo, los movimientos sociales. Precioso. Quizá hubiera sido mejor recomendar al ex inquilino de la Casa Blanca una estancia más prolongada en las Islas, la suficiente para advertir que el siroco, cuando llega el momento, lo montamos aquí sin necesidad de que intervenga el proceso conocido como cambio climático, ese que en la misma sala explicó a los mismos, dos años más tarde, el otrora lugarteniente de Clinton, Albert Gore. Y es que Canarias, con la misma facilidad con que hace suyos los mantras al uso en el mercado mundial de ideas, renuncia siempre a ponerlos en práctica.
Están por ver los efectos de una parálisis estratégica que desmiente al propio dinamismo mostrado por la economía de las Islas durante la última década mágica. En ese sentido, 2007 termina con sensaciones alarmantes, condicionadas no sólo por la coyuntura internacional sino por nuestros propios demonios internos. Mantiene su vigencia la afirmación del economista José Ángel Rodríguez, un hombre simplemente sensato, cuando alude a la necesidad de aprovechar los momentos de bonanza para producir los grandes cambios estratégicos que exige cada tiempo. La sociedad canaria ha gozado de años jubilosos en lo económico, reforzados por una influencia política en el rompecabezas nacional inédita en la historia del Archipiélago. Han sido los tiempos de los fondos europeos, la RIC, el dinero de los Presupuestos, los récords turísticos, el consumo desatado y el suelo caro en constante revalorización. Pero en los últimos meses se asiste con temor a una especie de final de la edad dorada con demasiadas tareas sin hacer, con parámetros sociales deficientes, un pleito redivivo y escenarios de contestación en la calle. Todo lo que un día nos pareció un signo de pujanza, incluida la llegada de inmigrantes al abrigo del modelo económico, hoy nos produce miedo, más no lástima por las ocasiones perdidas. El alisio se ha transformado en siroco, no nos deja ver bien y hace difícil la respiración. En tales condiciones se han sentado las bases para el fatalismo; será 2008 el momento de separar paja y grano.
Otro de los recursos habituales de la sociedad, no sólo en las Islas, es la demonización de la política como origen y fin de todos los males. Es una sentencia hipócrita que desmiente la madurez de los actores sociales -económicos, sindicales, también mediáticos- para asumir sus propias responsabilidades. Quienes sitúen a la cosa pública en la diana -suelen ser protagonistas de los abrazos, cuando toca- tienen, es cierto, un abundante espacio sobre el que practicar el tiro al blanco. Este año que acaba hubo elecciones y su consecuencia ha sido un escenario de frustración compartida: de unos por perder y gobernar con mala conciencia -por tanto, a la defensiva-, de otros por ganar y no llegar en lo que parecía la gran ocasión. A partir de ese momento el debate camina, y que nos perdone el señor Clinton, asirocado. Amenaza con estarlo bastante tiempo aún, excusa perfecta para abandonar las tareas importantes y centrarse en la escenificación de la política como objetivo máximo. Y eso que los tiempos exigen la altura de miras precisa para no convertir el devenir de las Islas en un risco peligrosamente pronunciado. Esta reflexión es, sobre todo, un alegato casi panfletario contra la artificialidad y la inquina que, desatada en la política española desde el año 2004, se ha instalado en las Islas y gana espacio -y adeptos- en un territorio vulnerable, que necesita el alisio para ver un poco más allá de una vez, para enfrentarse a una crisis internacional con buena presencia de ánimo. Pensemos en ello, nos diría el tal Clinton desde su atalaya mesiánica. Pero él se fue hace tiempo y la tarea nos toca a nosotros. A todos nosotros.