Hace unos meses, en el sur de Tenerife, en una escuela de verano de una organización política nacionalista, dije, delante de unos noventa jóvenes, que la historia de España de los siglos XIX y XX era capaz de aburrir a cualquiera, incluso a quienes la protagonizaron con tanto ardor como escepticismo. Es el permanente debate sobre la territorialidad, sobre el ser de España: la misma existencia de ese sujeto político. Para explicar esa obsesión, siempre me gusta poner el ejemplo de lo sucedido algunos siglos atrás, durante la época de esplendor imperial de España (1479-1598), en la etapa de su construcción política. Como nos dice Pierre Vilar en su sintética Historia, a los Reyes Católicos les resultó muy difícil borrar en veinticinco años todos los particularismos del pasado.
Tenemos que recordar hoy que, a la muerte de Isabel, los nobles castellanos expulsaron a Fernando de su unificado reino y sólo le permitieron ejercer de nuevo la regencia debido a la locura de su hija. Por otra parte, Aragón, es decir, una federación de Estados, donde estaban incluidas Cataluña, Baleares y Valencia, conservaba, mientras tanto, sus fueros (Cortes, aduanas, monedas, fiscos y medidas) y jamás aceptó la llegada de funcionarios y soldados extranjeros, es decir “venidos de Castilla”. Así de excluyentes se definían entre ellos. Como también nos recuerda Vilar, esa España no tuvo ni un Richelieu ni un Luis XIV. Esa España nunca fue un verdadero Estado.
En el siglo XVII, cuando el Conde Duque de Olivares intenta centralizar las cosas, España está en pura decadencia económica y militar. Las independencias medievales de sus territorios siguen gravitando en la fracasada construcción del edificio español. Y seguirán gravitando a lo largo de los siguientes siglos en un ciclo aburridísimo de tiras y aflojas unitarios y descentralizadores. Esa también fue la historia del siglo XIX. Y la del XX, hasta hoy mismo.
Mientras el PSOE de Rodríguez Zapatero cree que está construyendo un nuevo Estado federal español, las más autorizadas organizaciones políticas vascas y catalanas, al menos, tienen su mente puesta en una confederación, si acaso; en unos procesos de independencia tan claros para esos pueblos como desorientadores para todos los demás que conforman la abstracción España. No nos engañemos. La aprobación del nuevo Estatuto catalán ha abierto el debate territorial español con una fuerza nada desconocida para esa historia de España a la que antes nos referimos en compendio apresurado.
Hace tiempo recordaba en otras columnas ajenas una observación del viejo sabio economista José Barea, quien venía a decir que en estos momentos existen en España tres sistemas de financiación de las comunidades autónomas: el establecido en la Constitución para las comunidades autónomas vasca y navarra (modelo foral), el establecido en el Estatuto de Autonomía de Cataluña después de su discusión y aprobación por el Congreso (y el establecido en el de Andalucía, añadimos nosotros) y el modelo general para el resto de las comunidades autónomas, pendiente de propuesta por el Gobierno para su discusión en la Consejo de Política Fiscal y Financiera.
En lo que respecta a la financiación autonómica catalana, Pedro Solbes tuvo las primeras discrepancias con miembros del tripartito y de la misma CiU (Convergencia i Unió) a la hora de elaborar los Presupuestos Generales del Estado para 2008. Una disposición adicional del Estatut prevé otorgar a Cataluña el 18’8% de lo que invierta en infraestructuras el Estado en los próximos siete años; es decir, de lo que invierta el Ministerio de Fomento y el de Medio Ambiente. Pero las fuerzas políticas catalanas entienden que ese 18’8% debe extenderse también a los departamentos de Agricultura e Industria. Lo que está claro es que esa disposición adicional del Estatut ha creado los primeros agravios comparativos entre los distintos territorios del Estado y ya los ha extendido además a Andalucía y a su Estatuto.
Las cosas se pueden romper esta vez por las cuentas, que no es poco. En el fondo estamos en la vieja cuestión de la España invertebrada. Esa España que hasta en su progresista Segunda República se vio reprendida en el debate en las Cortes de los estatutos de sus territorios por pensadores tan prestigiados como José Ortega y Gasset, para quien conceder la soberanía a Cataluña era algo inaceptable. El cuento de nunca acabar. Una historia que no hace sino dar vueltas y vueltas sobre un mismo asunto sin llegar nunca a enfrentarlo de veras.
¿Y Canarias? ¿Qué ha pintado Canarias en todo este absurdo proceso? Algo les conté al respecto a los noventa jóvenes que quisieron oírme en el sur de Tenerife. Canarias siempre ha sido jurídica y políticamente lo que los otros han querido. Desde la conquista de las islas hasta 1811 fueron consideradas islas realengas y de señorío; desde principios del siglo XIX, provincia única (primero por Real Decreto de 27 de enero de 1822 y luego por Real Decreto de 30 de noviembre de 1833, con el paréntesis de los disparates de Fernando VII de por medio) con una sola capitalidad: se abre el Pleito Insular.
Durante la efímera Primera República Española, y mediante lo que se llamó el compromiso Estévanez, estuvimos a punto de convertirnos en dos subestados, siguiendo las ideas federalistas de don Francisco Pi y Margall, luego continuadas por José Franchy Roca. En 1927, los otros decidieron también que seríamos dos provincias. En 1982, fuimos considerados por la Constitución postfranquista una autonomía de baja intensidad; es decir, del artículo 143 en lugar del artículo 151, aunque luego nos remediaron algo la humillación a través de la Ley Orgánica de Transferencias Complementarias a Canarias, la conocida como la Lotraca.
Cuando en diciembre de 1996 reformamos por primera vez el Estatuto de 1982, también los otros decidieron que podíamos considerarnos “una nacionalidad”, aunque no se esforzaron mucho en explicarnos la razón de ese nuevo bautizo. Y en los últimos tiempos, en el texto del nuevo Estatuto rechazado por las Cortes, la “nacionalidad” de 1996 se había convertido en un “archipiélago atlántico”. La terminología legislativa es tan laxa como el lenguaje ordinario le permite.
Si les digo la verdad, es fácil extrapolar la crisis de identidad sufrida por el sujeto político España a lo largo de su historia a la crisis de identidad sufrida por el sujeto político Canarias a lo largo de su historia. Quizá se trate de una comparación endeble, pero como ejercicio intelectual es muy sugestivo. La permanente debilidad del concepto de España nos obliga a los canarios a poner en alerta nuestros reflejos. Cada vez que España ha cambiado de piel autonómica, hemos perdido con relación a los otros territorios del Estado. Sólo se trata de mirar hacia atrás sin ira. (O con ira, como ustedes quieran).