La queja y la iniciativa individual

Naciones Unidas fijó en 2000 los Objetivos del Desarrollo del Milenio, una voluntariosa declaración de intenciones respecto de la erradicación de la pobreza, la educación primaria universal, la igualdad entre los géneros, la mortalidad infantil y materna, la detención del avance del sida, la conservación del medio ambiente y el fomento para una asociación mundial para el desarrollo. Divididos en 18 metas y 48 indicadores, los Objetivos del Milenio tienen una fecha y un fin claros: que en el mundo sea en 2015 un espacio de convivencia más justo.

Obviamente, el legislador ha establecido el premio genérico con la suficiente ambivalencia como para que por pequeños que sean los avances, dentro de ocho años podemos convenir que en algo hemos mejorado. De lo contrario, admitiríamos que el desarrollo humano está abocado al Apocalipsis por más que las intenciones y los enunciados sean realistas.

Estos, fijados en tiempos de Kofi Annan como secretario general de la ONU, son loables. Y realistas, vista la suma de contradicciones a las que las tres revoluciones industriales han llevado al planeta y sus habitantes (humanos). Dijo Annan por entonces: “Aún tenemos tiempo para alcanzar los objetivos en todo el mundo, pero sólo si logramos romper con la rutina”.

Cuánta razón. El hombre es un animal de costumbres y entre las costumbres y las rutinas, como que la distancia es ínfima, cuando no hablamos de lo mismo. A fuerza de ejercer las mismas costumbres nos acomodamos y a cuenta de acomodarnos a las rutinas, renunciamos a cambiar este o aquel estado de cosas. Salvo si nos incomoda, claro está. Cuanto más desarrollado (y saciado de las necesidades materiales), más deberíamos optar por preguntarnos qué le falta al resto del mundo. Ocurre que a mayor opulencia, más opulencia queremos y más egoístas nos volvemos. ¿Cosas de la condición humana? Como veremos en el caso canario, parece que sí.

Por aquí hemos vuelto a caminar entre las costumbres y las rutinas. Acostumbrados a ese fatalismo creciente que predica que nadie y nada tiene solución. Y embebidos en la rutina de gestos y conductas que, precisamente por tales, devienen en acostumbrados.

Canarias, y Tenerife en particular, ha vuelto a vivir unos meses en los que la tendencia a la queja sigue su implacable camino hacia una manía persecutoria en la que fuerzas incontrolables deciden nuestro recorrido vital.

Puestos a la queja, un fenómeno paradójicamente más extendido en las comunidades sin hambre que en las menesterosas, hemos progresado adecuadamente en la queja como tarjeta de presentación, de tal modo que hasta el obligado comentario de ascensor sobre el tiempo -que día sí y día también tampoco suele acompañar como gustaría al personal- se ha sustituido por el inevitable recurso a la queja: por lo sucio o lento del ascensor, en primer lugar. Luego, échele usted imaginación y el rosario de quejas llega al infinito: la calidad de los servicios públicos, la urbanidad perdida [acotación para no iniciados: “urbanidad = cortesanía, comedimiento, atención y buen modo”, en definición del DRAE], la precariedad del empleo, los sueldos, el precio de la cesta de la compra, los políticos (estos y aquellos)… La lista de elementos sobre los que provocar un provechoso ¿diálogo? sobre quejas es interminable.

A tal punto se ha puesto la queja de moda que buena parte de los tiempos y espacios de los medios se alimentan de la queja hasta alcanzar simbiosis perfectas en las que el quejante y el quejaescucha acaban consolándose. El uno porque de la queja se ve incapaz de pasar, el otro porque su papel suele esconder a partes iguales la envidia, la mediocridad y la frustración, trío de primas carnales de la queja. La colonización de la queja ha sido tal que la queja se ha solapado con la denuncia. Las más de las veces los términos se confunden y una cosa se confunde con la otra, cuando no se mezclan en la denuncia con queja o la queja con denuncia.

Al humilde y poco científico sostenimiento de este director contribuye su particular visión, a vuela pluma y sin base estadística, de la realidad de Canarias en estos últimos meses. Infectada por las elecciones locales de mayo pasado y mal vacunada contra las generales de marzo, Canarias caminó en este tiempo entre quejas, acusaciones varias y conflictos de todo pelaje que dejan por imbécil al primero al que se ocurrió asociar paraíso y Canarias en el mismo lema.

¡Qué bien se vivía aquí! ¿Pero es que hubo un tiempo en que por aquí se vivió mejor? Prescindamos del móvil, del coche, la telebasura, la segunda residencia, los almuerzos, los puentes y las vacaciones fuera de casa y la cesta de la compra repleta de artículos prescindibles y ya verán quiénes siguen manteniendo la mayor. Renunciemos a lo antedicho y a ver quién se planta en sus trece.

Canarias gastó otro año más en discusiones tremendas, en planeamientos sin fin, en la reclamación de ciento y un foros de discusión o debate para dar vueltas sobre lo mismo sin que uno tenga la percepción de que los grandes problemas dejan de serlo en poca o mucha medida: la superpoblación, el deterioro del medio o el establecimiento de alternativas energéticas posibles, entre los principales.

Todos se sintetizan en uno: frenar el desarrollo. Y este es el anatema, al fin. La fuente de la madre de todas las quejas. Frenar el desarrollo no es, como interesadamente se nos hace ver, parar la construcción -que lo es también- y poco más. Echarle una brida a esta sociedad hartada en su mayoría -e insaciable entre estos, como entre aquellos que no se cuentan en esa mayoría- es mucho más que eso: frenar el consumo de bienes y servicios materiales, atenuar la movilidad (esa cosa que a nuestros padres permitió conocer el extranjero sólo tras la jubilación y a nuestros hijos viajar a Euro Disney como nosotros subíamos a Las Lagunetas de excursión con el colegio), apostar por el transporte público (indispensable: comprarse un bono y proponerse probarlo, claro) o convenir en que el ahorro y el consumo responsable son medidas tan o más eficaces que los incrementos salariales o de beneficios.

“Aún tenemos tiempo para alcanzar los objetivos en todo el mundo, pero sólo si logramos romper con la rutina”. Regreso a las palabras de Annan porque de obvias que son dejan en innecesario cualquier otra premisa que parta de la iniciativa individual de las personas. Por aquí, como por allá arriba donde también se llaman mundo desarrollado, romper con las rutinas -de manera personal e indelegable- es la única vía para alcanzar nuestros particulares Objetivos del Milenio (bien estarían que se formularan en versión regional) para contribuir de paso a los pactados para la Aldea Global.

La otra posibilidad, y por desgracia apuntamos hacia ella, es dotarnos de mil y una barreras y prohibiciones que acaben con nuestro empecinamiento en no renunciar absolutamente a nada mientras la cuenta corriente y el cuerpo aguanten. Y abundaríamos en la queja, ahora con riesgo, cierto, de sublevación.

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