Desde la muerte de Franco, no recuerdo una época de mayor controversia periodística que la que vivimos en los meses finales de este 2007. La sentencia sobre los atentados terroristas del 11 de marzo de 2004 en Madrid y los conflictos diplomáticos con Marruecos y Venezuela han sido la puntilla de lo que tiene todo el aspecto de un proceso de progresiva descomposición profesional, al menos entre los principales rotativos y emisoras de radio y televisión españoles. La dureza de la confrontación política entre PP y PSOE se ha trasladado a los medios de comunicación y buena parte de éstos, más que relatores de los acontecimientos, están apareciendo como prolongación de planteamientos coyunturales partidistas, de modo que su seguidismo suele responder, casi miméticamente, a los esquemas predefinidos por las formaciones políticas.
Surge así una a mi juicio indeseable alineación -a veces llega a la alienación- que resta independencia objetiva al quehacer periodístico y que da pie a interpretaciones interesadas, ataques desproporcionados y descalificaciones inaceptables, todo ello según el color ideológico al que se apunte cada publicación. Este tipo de periodismo servil está removiendo las bases éticas de la profesión y ya afecta a la credibilidad misma de un oficio que, junto a las inexcusables reglas de libertad, debe colocar paralelamente otras de responsabilidad, como corresponde al fin de una profesión que se justifica por estar al servicio de la verdad y usar el respeto, la honradez y la independencia como banderas del quehacer cotidiano.
Algunos periódicos o emisoras ofrecen, sobre hechos de idéntica naturaleza, versiones no sólo dispares sino incluso contrapuestas, en función de intereses espurios o de pertenencia a tal o cual grupo de influencia o poder. Se difunden alegremente, en polémicas descarnadas y nada respetuosas, historias o informaciones que invaden claramente el territorio de la privacidad o el honor, sin que en la mayoría de los casos esta deriva profesional se pueda justificar por razones de interés público. Con un desparpajo propio de irresponsables, se publican afirmaciones anónimas, se citan fuentes informativas inexistentes y se da por verdadero y cierto lo que no es más que simple rumor. A veces, ni siquiera se contrastan o se comprueban fehacientemente, como es de ley, las informaciones. Y lo que hoy se dice blanco mañana se constata negro en la práctica de un periodismo que parece más especulativo y de chascarrillo que riguroso y bien fundado. Hasta se mezclan opiniones con hechos objetivos en un totum revolutum que confunde al lector y lleva a terrenos escabrosos el recto entendimiento de la verdad.
Para más inri, nos invade un cierto yoismo, una gran falta de humildad, un afán un tanto desmedido de mirarnos el ombligo y sobresalir para tratar de convertirnos en estrellas mediáticas, abrazando así cierta notoriedad en un mundo que pretendemos que gire alrededor de nuestras propias convicciones. El periodista -siempre lo he procurado, y así se lo he inculcado a quienes han trabajado conmigo- debe ser siempre cauce, medio, instrumento, nunca fin en sí mismo o protagonista, salvo circunstancia forzada de inevitabilidad.
Si nos ceñimos al terreno estrictamente político, donde no se puede negar una cierta teatralización en las actividades de este orden -por eso no conviene dramatizar por sistema-, algunos medios abanderan campañas interesadas contra personas o instituciones sin más afán que el de hacer daño, ridiculizar o chantajear. No trato, Dios me libre, de generalizar, porque afortunadamente son mayoría los profesionales y las empresas que funcionan con rigor y seriedad. Pero nuestro periodismo no goza, creo yo, de la salud que conviene al cuerpo social: lejos de ser esencialmente informativo e independiente, se ha ideologizado, se ha mediatizado, se ha sesgado y carga muchas veces con opiniones preconcebidas, no imparciales ni, por tanto, justas.
Con este panorama, ¿no sería bueno que hiciéramos un mínimo de autocrítica depuradora y que tratáramos de contribuir al sosiego y el entendimiento más que a la excitación y el encontronazo? Creo que la sociedad nos lo agradecería y los partidos políticos no tratarían de utilizarnos a conveniencia -tal y como sucede últimamente- como punta de lanza para sus diatribas. De modo que entre todos quizás lograríamos con una actitud así la rebaja del clima de crispación que nos envuelve.
Se ha dicho que la salud de la prensa viene a ser reflejo de la de la propia sociedad y que el buen uso de la libertad de expresión es a su vez el mejor termómetro para medir el grado de madurez colectivo. Si la propia sociedad reconoce en la práctica -las encuestan así lo ratifican- la alta función de la Prensa y su credibilidad sobre los demás medios de comunicación social, tanto las universidades como las empresas y nosotros mismos, los profesionales, venimos obligados a contribuir, cada uno de la parcela de sus responsabilidades, al mejor desempeño -y también a la mejor formación- de los periodistas. Será la mejor garantía sobre su cualificación y el aval más práctico que pueda ofrecerse a lectores, oyentes o televidentes, destinatarios directos del quehacer informativo u opinativo.
Los periodistas nos movemos casi siempre en aguas turbulentas. Como los políticos o los representantes sociales. Con una diferencia: no somos actores principales, sino guionistas -incluso historiadores, si se prefiere- de la película de la vida. Creo que las enormes transformaciones que se suceden en todo el orbe -la descomposición de la URSS, las guerras del Golfo Pérsico, Irak y Afganistán, el conflicto de Kosovo, la llegada de la Europa de los 27, el auge de las ONG, el fenómeno de la red de redes, la inmigración irregular, el cambio climático, el islamismo radical, etcétera- nos obliga a un reciclado permanente sobre el caudal de conocimientos que está a nuestro alcance. ¿Sabemos lo suficiente sobre, entre otras, estas cuestiones que acabo de apuntar? Puede que en parte sí, pero seguramente debemos atender a nuevas sensibilidades y nuevas necesidades de la sociedad civil. Y si todo cambia, nosotros también hemos de cambiar.
No sé si este Anuario periodístico es la tribuna adecuada para estos apuntes, pero ahora que he abandonado la dirección de Diario de Avisos, tras 31 años de trabajo intenso, me parece que no es malo dejar testimonio de unas reflexiones que me hacen dudar de las bondades profesionales prometidas para los tiempos venideros. Así que, para concluir, me reafirmo en la necesidad de no abandonar nunca el primer compromiso ético y deontológico del periodista, que es el respeto a la verdad. Según están las cosas en la profesión, más que de objetividad tendríamos que hablar, como norte de nuestro trabajo, de honradez, competencia y conciencia profesional. Con esas tres premisas seguro que podremos ser más justos y creíbles.