Cuando empecé a estudiar periodismo, terminando la década de los 70, los profesores de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid no debían ni sospechar la que se avecinaba. Si así hubiera sido nos habrían dado algunas lecciones para evitar no caer en la guerra o pugna entre medios que estamos viviendo y el desamparo que genera en los profesionales. Era algo que no se atisbaba ni en la tan aburrida pero necesaria asignatura de Ética de la Información.
En aquella época se vivía aún la euforia del nacimiento de El País y poco más tarde el Diario 16. Existía aún el YA, e incluso El Alcázar y Pueblo, aunque estos últimos no tuvieron larga vida en democracia. Pasada ya la transición en España, hoy disfrutamos de una libertad de expresión garantizada en el artículo 20 de nuestra Constitución, una enorme alegría para el común de los ciudadanos que respira tranquilo cada día al ver que este derecho fundamental, recogido en la Declaración de los Derechos Humanos, también se respeta en España. La liberalización del sector audiovisual, con la llegada de las primeras emisoras de radio en Frecuencia Modulada y de las televisiones privadas abrió un enorme abanico de posibilidades de trabajo. Canarias no ha sido ajena a esta evolución de proliferación de medios.
Ahora la expectación vuelve a ser igual con la irrupción de los más de 1.000 canales de TDT que se han repartido por todo el panorama nacional, y al que Canarias tampoco es ajena. Algo que ya muchos expertos consideran puede ser un disparate. La TDT es una opción de mejora tecnológica que en España se ha confundido con el “yo quiero estar ahí aunque no me vea nadie”. Si lo trasladamos a nuestro territorio cabe la siguiente pregunta: ¿tienen los cabildos canarios capacidad para llenar de contenidos dos canales de TDT cada uno? La respuesta hoy por hoy es que no. Y me consta que no hay ninguna corporación insular que sepa qué hacer exactamente con estos canales. Lo mismo pasa con los Ayuntamientos. También hay quien opina que la TDT llega muerta a nuestro país, cuando ya la tecnología va por otros derroteros como la Alta Definición.
Todo esto lo cuento a colación de otra reflexión con la que titulaba este artículo: ¿quién ampara a los periodistas? Hemos garantizado el acceso de los ciudadanos a toda la información y hay más medios, pero no hemos garantizado los derechos de los profesionales a disfrutar de unas condiciones dignas de trabajo en horario y en sueldo. Y está demostrado que estos dos condicionantes acaban con cualquier vocación. Pasa en todos los sectores: eres médico por vocación, pero detrás hay un gran colegio profesional que vela por tus derechos; y no digamos si hablamos de los arquitectos.
En medio del debate de los mileuristas en el sector de la comunicación debemos hablar, desgraciadamente, de cantidades inferiores. Hay jóvenes con auténtico perfil de periodista que abandonan el trabajo porque tras intentarlo en varios medios no pasan de percibir los 500 euros habituales, y ello si se tiene plena disponibilidad de lunes a domingo. Encima, cuando abandonan la profesión lo hacen bajo el estigma de que si no aguantan la situación es porque no son verdaderos profesionales. La consecuencia es que el trabajo recae en manos de trabajadores poco cualificados y el derecho a la libertad de expresión puede estar en riesgo.
Todo esto lo cuento aprovechando la invitación de la Asociación de la Prensa de santa Cruz de Tenerife a colaborar con este artículo en su Anuario, porque me consta que algo se ocupa de éste tema en las islas. Sólo una asociación como ésta puede apostar por la defensa de los profesionales que son los auténticos valedores de los medios. No se trata de ejercer de sindicato del sector, sino de buscar un equilibrio entre las necesidades de la empresa y los derechos de los trabajadores, entendido en un sentido amplio y velando también por el contenido de nuestros artículos e informaciones. Habría que propiciar la creación de Consejos de Redacción que garanticen que al menos los periodistas que quieren ser independientes puedan escapar de la guerra mediática a la que también se debería poner freno.
Sólo la libertad del periodista que ejerce honestamente su profesión puede garantizar el derecho de libertad de expresión en España.