En efecto, durante los años precedentes, y como antesala del derrumbe que ha marcado este 2008 tormentoso, determinadas entidades financieras asumieron riesgos excesivos, acumularon un endeudamiento gigantesco y fiaron su destino al alza permanente en el precio de los inmuebles hipotecados. Lo demás es conocido y empezó en Florida, pero se extendió a España, donde también las grandes inmobiliarias jugaron una mano parecida, comprando a base de deuda en la expectativa de la revalorización (y, por lo general, la revalorización en este país viene siempre de la mano de la recalificación). En esas andan aún entidades como Martinsa-Fadesa –que no se diga que en España no tenemos gigantes con pies de barro–, y las consecuencias sobre el sector financiero español están por ver, pues, como también señalaba Krugman en su artículo, uno de los grandes problemas es que los bancos ni siquiera saben qué grado de exposición a la crisis sufren realmente, y puede que para algunos sea ya demasiado tarde.
La consecuencia de un varapalo semejante, en maligna confluencia de circunstancias adversas –además de la ausencia de liquidez, crecimiento en el precio de las materias primas (aunque a finales de año empezó a declinar), inestabilidad política alarmante, por citar sólo las dos más visibles–, es que muy probablemente no nos enfrentamos a una situación coyuntural, sino que será preciso un nuevo paradigma en el gobierno de los mercados financieros, con directa influencia sobre todo el globo. El crash de 1929 sirvió, por ejemplo, para propiciar la creación de nuevas instituciones multilaterales capaces de mantener a salvo las finanzas mundiales y, de paso, fomentar el crecimiento económico en el planeta. Entidades como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial han acertado en lo primero y errado en muchos casos de lo segundo, al imponer recetas insostenibles a países en vías de desarrollo que no se atreverían si quiera a sugerir ahora en Estados Unidos, porque todo el mundo pregona el rigor monetario y fiscal lejos de sus fronteras, pero muy pocos predican con el ejemplo.
Pues vale, en esas estamos y acto seguido nos preguntamos cómo demonios nos pueden afectar los desmanes cometidos por unos tíos pomposamente ubicados en los pomposos despachos de una entidad de nombre no menos pomposo, Lehman Brothers. Pues sí, nos afecta como ha ocurrido siempre, y de eso sabemos bastante en una Canarias sometida históricamente a la sucesión de un monocultivo detrás de otro, condicionados éstos, a su vez, por las tendencias del comercio mundial. La diferencia, además de que están la televisión e Internet, es que ahora todo va mucho más rápido, se hace dinero y se destruyen empresas con una celeridad sin precedente. En lo tocante a las Islas, la perspectiva del Reino Unido, vinculada a su vez a la situación en EE.UU., resulta particularmente alarmante para el nuevo año, porque la crisis financiera y del combustible afectan a actividades que por si fuera poco ya sufren una clara recesión en su modelo de negocio, como le ocurre a la touroperación. Pero, desde luego, siempre habrá un lugar para las buenas ideas, y más en circunstancias como las actuales, porque uno no se cansa de repetir la sentencia de José Ángel Rodríguez, un economista no neoyorquino, sino de Tazacorte, pero no menos sabio que el tal Krugman: señores, por favor, piensen en las reformas estructurales cuando la cosa va bien, que luego todo se pone muy cuesta arriba.
Nos aproximamos a un escenario en el que no será extraño ver ciertas conquistas empresariales reducidas a la nada. Son malos tiempos para el capitalismo occidental. Es la hora de los fondos soberanos, del dinero amasado en China, Rusia o los emiratos del Golfo. Ya puestos, igual es la familia Bin Laden la que termina por hacerse con algunos tesoros de Wall Street. Ruleta rusa, sí señor, en la que Canarias tiene cerca algunos revólveres amenazadores.