José Hilario Fernández Pérez, Chela, nació en Madrid el 30 de abril de 1944 y falleció en Santa Cruz de Tenerife el 31 de marzo de 2008.
Chela murió el 31 de marzo de este 2008 que se acaba. La noticia de su muerte –y de sus circunstancias– corrió como la pólvora esa mañana por Santa Cruz, por toda Canarias, por Madrid, por las redacciones de periódicos, radios y televisiones, pero sobre todo, por los figones, baretos, tascas y casas de comidas de las islas. Ese día escribí una apresurada nota de despedida que no mandé a ningún sitio y, después de su entierro, otra también sin destino. Las archivé esperando no sé qué, tratando de mitigar una pena grande que sin embargo ha ido creciendo. Hasta hoy.
Leí las necrológicas de periodistas, amigos y conocidos, y las recorté como si debiera guardárselas para que supiera lo que otros decían sobre su vida y sus milagros. Ordené sus papeles y sus cosas, embalando sus juegos de ajedrez, sus sombreros y su música, y vaciando completamente nuestra oficina. Sin embargo, no pude apagar su ordenador. Sigue allí, sobre una mesita pequeña, solo, encendido y conectado a la impresora, tintineando en la bandeja de entrada el correo de la APT en el que se comunicaba que Chela había muerto repentinamente. Y debe ser por eso, porque no he podido apagar su portátil, por lo que sigue tan presente, tan amigo y tan suyo.
Puedo presumir y presumo de haber conocido y querido a un periodista, a un escritor y a un vividor de los que hacen época. Le rindo homenaje hoy, meses después, en este Anuario, teniendo sobre la mesa diez o doce de sus libros mientras enciendo un cigarrillo con uno de sus mecheros. Chela pues sigue aquí.
Allá por los años setenta ocupaba una mesa en el periódico La Tarde, junto a la de Enrique Ramos y Eliseo Izquierdo, Luis Ramos, Andrés Chaves, Vicente Borges, Olga Darias, Antonio Pallés, Maisa Vidal…Discutía a menudo con Óscar Zurita y hablaba acaloradamente con Alfonso García Ramos. Escribía y escandalizaba. Bromeaba y despreciaba a los acólitos y obedientes con su humor inteligente y un sarcasmo algunas veces hiriente. Un humor que siempre tuvo en Joaquín Martínez del Reguero un cómplice auténtico.
Escribía teatro, dirigía, montaba obras, trabajaba de actor, enseñaba matemáticas, jugaba al ajedrez y vivía con intensidad tal que, a una como yo, le producía algo de repelús, algo de miedo y de vértigo. Por eso, mejor, algo lejos.
Trabajó en la administración pública y escribía; en periódicos, y escribía; realizó programas de televisión, y escribía. Era periodista en el Parlamento… y se aburría. Y un día nos cruzamos los dos sin trabajo y nos juntamos. Aún a sabiendas que era una empresa sin futuro. Trabajó duro durante tres años escribiendo para Hecansa una interesante serie de libros de cocina sobre el sabor de cada una de las islas. Yo sabía que, además de recetarios, artículos y coplas, jugaba al ajedrez, salía por las noches, y escribía. Era puntual y nunca dejó sin cumplir un plazo de entrega.
A lo largo de cuatro décadas, sus obras de teatro obtuvieron premios de las corporaciones locales y de la Caja de Ahorros de Canarias. Una de ellas, Fuencisla y los pretendientes, fue una de las piezas teatrales más interpretadas en las postrimerías del franquismo, a pesar de estar absolutamente prohibida su publicación y puesta en escena. Escribió, entre otras, El increíble mundo del ciudadano Strumb, Zeta y el ejecutor, Trío de damas, Bacalao, Tres escondidos, Pipo Luque y el inspector Chinea. Sus columnas periodísticas –sus guindaleras y alpizpas– no faltaron a su cita diaria durante años en la prensa local y cientos de sus coplas salpican aquí y allá las hemerotecas. Fueron muchos los guiones realizados para documentales de promoción turística en colaboración estrecha con Teodoro y Santiago Ríos, su participación en películas como Guarapo, en proyectos de recuperación de la historia de los aborígenes, o en la recreación de la batalla contra Nelson presentada ya al Ayuntamiento de Santa Cruz en 1993.
Días antes de morir me envió la sinopsis de un proyecto audiovisual nuevo, otra vez con los Ríos. Trataba de los vinos de Tenerife, una saga, un viñedo, recuperar la historia de nuestros caldos en clave humana y geográfica. Allí se quedó, como se quedó un gran proyecto sobre la antropología de Canarias basada en la culinaria de cada una de las siete islas, como se quedó la idea de publicitar el archipiélago apoyándose en un hermoso animal y como se quedó la idea de celebrar su cumpleaños a base de una culada de pollo, una fritada de esta parte de ese ave que él calificaba de auténtica exquisitez.
Porque, en realidad, Chela hizo lo que quiso cuando pudo y lo que pudo cuando no le dejaban hacer lo que quería. Vivió mucho, apuró la copa sin temor ni complejos. Perdía el tiempo contigo hasta el momento en el que se daba cuenta que no tenías nada interesante que decirle. Entonces se ponía tenso, miraba la calle y te despedía con un adiós chiquitín o chiquitina.
Reconozco que algunos días, al mediodía, me parece verle bajar la calle del Castillo, el índice metido en el bolsillo con ese tumbado que lleva Pedro Navaja al caminar, de camino a tomarse unas cañas con berberechos en Los Paragüitas antes de ir un rato por la oficina y dar unos palos fructíferos al teclado. Avanzada la noche, terminaría embebido en una partida de ajedrez o de otra índole. A este seductor nato, consciente del poder de su voz y de su experiencia, le amaron muchas mujeres.
Comía frugalmente, aborrecía el bacalao y hablaba muy bien del puchero de las siete carnes que organizaba cada año, en Gran Canaria, su amigo Mario Hernández Bueno. Su apuesta por la gastronomía fue, además de una pasión confesa, una coartada que le permitió salir por ahí, compartir mesa, entrar en las casas ajenas, buscar libros en los que averiguaba lo que Einstein le dijo a su cocinero, lo que se cocía en las ollas y sartenes de El Quijote, o lo que hacía Julio Verne en su cocina. A Chela le interesaba saber qué comían los portugueses, los italianos, cómo se las arreglaban nuestros magos para sobrevivir durante la seca, azotados por las plagas, o en épocas de crisis, los ranchos de a bordo de nuestros pescadores y cómo se pasaba del grano al gofio. No desdeñó tampoco la lectura de la condesa de Pardo Bazán y el qué pasaba si uno iba a la mesa con los Reyes de España. Por eso, de tanto empacho, escribió Para comerte mejor, Con las manos en la musa y Cincuenta recetas canarias imprescindibles y, por eso, hablaba sobre el cielo de la boca.
Pues por allí debe estar. Chiquitín.
Declaración de intenciones
No busca mayor cosa este poeta
que en literario, ameno, tenderete
darle un variscasillo a algún tolete,
versificar, cachondo, una receta,
mandar a más de uno a la puñeta,
contar del gran despacho y del retrete,
de la choza, el palacio o el chalete,
de la falda, la braga y la bragueta.
No pretenden mis versos ser un hito
Y la inmortalidad me importa un pito,
Pues tengo siete vidas, como el gato.
Busca a la musa en lo común, inquieto,
Y sin mayor remilgo ni respeto
aquí cojo la musa; aquí la mato.
Chela