En un mundo globalizado, lo normal es que las turbulencias financieras se transmitan a escala planetaria. La crisis actual no ha sido una excepción. A pesar de tener un origen local (el sector inmobiliario estadounidense, que, tras varios años de excesos, sufrió una fuerte corrección), se ha transmitido con celeridad e intensidad al conjunto de la economía mundial.
La crisis inmobiliaria de Estados Unidos, localizada en su inicio en un país concreto y en un sector determinado, ha terminado por arrastrar a todo el sistema financiero internacional, contrayendo bruscamente el ritmo de expansión de la economía mundial. En todo caso, el origen de la burbuja especulativa en el sector inmobiliario estadounidense hay que buscarlo en el estallido de una burbuja anterior. Allá por los años 2000 y 2001 en Estados Unidos se asistió al final de un quinquenio dorado, de gran crecimiento económico propiciado por las tecnologías de la información y la comunicación (TIC).
Aquella etapa fue bautizada como la nueva economía, y algunos quisieron ver en ella el final de los ciclos económicos, una nueva era caracterizada por una senda de crecimiento ininterrumpido. Pero muy pronto los abusos bursátiles asociados a las empresas puntocom (de base tecnológica) permitieron comprobar que los ciclos seguían existiendo. Ante el riesgo de estancamiento, la Reserva Federal de los Estados Unidos implementó una política monetaria fuertemente expansiva, que llevó el tipo de interés oficial (federal funds rate) desde el 6,5 por ciento en 2001 al uno por ciento en 2003.
La intensa relajación en las condiciones monetarias y la existencia de un importante volumen de capitales, que, huyendo de la debacle de los valores bursátiles tecnológicos, buscaba nuevas oportunidades de inversión más seguras y rentables, se tradujeron en una demanda sin precedentes de bienes inmuebles. Inmediatamente los precios experimentaron una intensa escalada, lo que retroalimentaba la dinámica compradora. En este contexto, los bancos de inversión trataron de ampliar el abanico de clientes potenciales a los que otorgar hipotecas, pues la existencia de unos tipos de interés de referencia tan bajos reducía el diferencial que podían cargar las entidades entre sus operaciones de activo y pasivo.
La ampliación del negocio bancario pasaba, por tanto, por expandir el volumen de hipotecas. Esto condujo a atender la demanda de segmentos con peores historiales crediticios, menos solventes. De esta forma, las hipotecas subprime proliferaron a un ritmo acelerado en los Estados Unidos. Estos títulos financieros, que en absoluto eran nuevos, alcanzaron un volumen considerable dentro de los balances de las entidades bancarias estadounidenses.
Efecto rebote. Muy pronto la banca estadounidense comenzó a externalizar las hipotecas subprime de sus balances. Para ello recurrieron a la creación de fondos de inversión paralelos (conduits), donde colocaban estos títulos financieros. Éstos, a su vez, a través de la práctica de la titulización, los empaquetaban conjuntamente con otros títulos, creando productos financieros sofisticados que eran colocados en los mercados financieros internacionales. Agentes de todo el mundo, atraídos por la elevada rentabilidad que ofrecían y por la concesión por parte de las agencias de calificación de la máxima solvencia crediticia (AAA), se embarcaron en la compra masiva de estos productos financieros. La globalización de los mercados y la ingeniería financiera habían desparramado por todo el sistema financiero internacional las hipotecas de alto riesgo subprime.
Cuando en el año 2004 la Reserva Federal de los Estados Unidos, ante las presiones inflacionistas entonces existentes, decide incrementar los tipos de interés, la dinámica anterior se pervierte, y los riesgos asumidos en los años precedentes terminan por aflorar y se traducen en pérdidas de dimensiones astronómicas. En tan sólo dos años el tipo de interés oficial se incrementa en el 425 por ciento (esto es, se multiplica por 5,25) en Estados Unidos. Las hipotecas subprime, que se concedían a tipos fijos los dos primeros años y variables a partir de ese momento, asfixiaron a las familias menos pudientes, las de menos recursos en Estados Unidos. El endurecimiento de las condiciones crediticias fue tan intenso que muy pronto las dificultades financieras se extendieron al resto de hogares.
Los precios de los bienes inmuebles se desplomaron y el número de fallidos creció exponencialmente. Así, por ejemplo, ya en 2006 se contabilizaron en Estados Unidos 1,2 millones de ejecuciones hipotecarias, más de medio centenar de pequeñas entidades financieras entraron en suspensión de pagos y el índice bursátil de la construcción estadounidense registró una caída acumulada de 40 puntos. Desde entonces, la historia es bien conocida: entidades de la banca de inversión, aseguradoras y fondos de inversión en quiebra y solicitando el rescate del Gobierno estadounidense y de la Reserva Federal.
Desastre hipotecario. El desastre subprime y las fuertes caídas experimentadas por los precios en el sector inmobiliario estadounidense significaron, evidentemente, que esos sofisticados instrumentos de crédito estructurado que se habían repartido por todo el mundo y habían sido considerados de máxima solvencia por las agencias de calificación se depreciaran intensamente. Numerosas entidades financieras de todo el mundo incurrieron en cuantiosas pérdidas. Y, lo que es peor, la opacidad en el funcionamiento de estos mercados, que imposibilita una adecuada valoración de los riesgos asumidos, significó que la desconfianza se apoderase de los mercados, colapsando su funcionamiento. Entramos así en una crisis de confianza y de liquidez a escala internacional.
La dimensión adquirida por la que, hasta la próxima, viene a ser la última crisis financiera internacional, debería permitir extraer al menos dos enseñanzas. Primera, que en un mundo con mercados financieros altamente globalizados es fundamental una adecuada regulación de éstos, para asegurar un mínimo de transparencia y seguridad. Segundo, que las crisis globales requieren de respuestas igualmente globales. En este sentido, conviene advertir que ha sido a partir de la implementación de medidas de actuación de forma conjunta entre las principales economías mundiales cuando hemos comenzado a ver la luz al final del túnel. Así, por ejemplo, la decisión adoptada el día 8 de octubre por los principales bancos centrales del mundo y la aprobación el 13 de octubre por parte del Eurogrupo de un plan de rescate del sistema financiero de la zona euro lograron reactivar el funcionamiento de los mercados interbancarios.
Pero el hito más importante, al menos sobre el que se depositaron más esperanzas, fue la Cumbre del Grupo de los 20 (G-20), celebrada el 15 de noviembre en la capital de los Estados Unidos. Y como suele suceder cuando se parte de una elevada expectación, las conclusiones de la Cumbre de Washington han dejado a muchos insatisfechos. Con todo, el acuerdo de la Cumbre se ha materializado en una hoja de ruta en la que se establecen dos grandes líneas de actuación. En la primera se han abordado cuestiones referidas al funcionamiento, regulación y control de los mercados financieros internacionales.
En concreto, se ha dejado en manos de diversos grupos de trabajo el análisis de las reformas que requieren las instituciones financieras internacionales ya existentes (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial y Foro de Estabilidad Financiera), con el objeto de potenciar la cooperación entre ellas, la incorporación de las economías emergentes y para ampliar su dotación económica. De igual forma, estos trabajos, que deben estar terminados el 31 de marzo de 2009, han de realizar propuestas sobre la regulación del sistema financiero internacional, especialmente en materia de transparencia y seguridad. Los resultados serán debatidos finalmente en el mes de abril de 2009 en Londres.
Medidas de estímulo. La segunda línea de actuación señalada en la Cumbre de Washington tiene que ver con el compromiso de implementar de forma coordinada medidas tendentes a estimular la actividad económica. Además de indicarse la conveniencia de seguir implementando medidas que contribuyan a la estabilización de los sistemas financieros, se apunta la necesidad de arbitrar acciones de política monetaria y, sobre todo, fiscal expansivas, que sirvan de catalizador de la recuperación económica. En este sentido, los acuerdos adoptados por la Comisión Europea el pasado 26 de noviembre han de entenderse en el marco de los acuerdos de la Cumbre de Washington.
Con un paquete financiero de unos 200.000 millones de euros (el 1,5% del PIB de la Unión Europea), la Comisión espera poder reanimar la maltrecha economía europea. El 85 por ciento del volumen de fondos del plan será aportado por los estados miembros, que serán los que deban diseñar, dentro de unas coordenadas comunes, sus planes específicos de actuación. En este sentido, el 27 de noviembre, el Gobierno de España aprobó su plan de actuación, que cuenta con una dotación extraordinaria de 10.850 millones de euros (el 1,1% del PIB nacional) con cargo a los Presupuestos Generales del Estado de 2008.
El caso español. La línea más importante del plan nacional es la dirigida a la creación de un fondo extraordinario de 8.000 millones de euros de inversión pública local (ayuntamientos) destinado a la realización de obras de nueva planificación. De esta forma se pretende estimular el sector de la construcción y sus empresas auxiliares, que han sufrido el doble embate de la crisis financiera internacional y la indigestión de sus propios excesos durante los años del España va bien. En relación con el deterioro de la situación económica en España, no conviene olvidar que la situación de recesión por la que atraviesa la economía española no ha sido causada por la crisis financiera internacional.
La crisis financiera, a lo sumo, ha actuado como factor catalizador de la recesión, pero la explicación para el rápido e intenso deterioro de las condiciones económicas en España hay que buscarla en los problemas de fondo no resueltos durante la larga etapa de expansión de los años noventa, y no exclusivamente en las turbulencias de los mercados financieros internacionales. Por lo tanto, no nos engañemos: la salida de esta crisis no sólo exige que se restaure la confianza (ahora perdida) en el funcionamiento del sistema financiero, así como la reactivación de los mercados de crédito bancario, que en estos momentos se caracterizan por una situación de credit crunch. La salida de la actual crisis también pasa, fundamentalmente, por resolver los problemas de fondo que tiene la economía española: déficit de competitividad estructural, inflación diferencial, menores niveles de capitalización tecnológica e internacionalización…
Tampoco conviene pasar por alto que la crisis financiera internacional, tal y como se ha señalado en los párrafos anteriores, tiene sus raíces en la denominada economía real, pues el factor desencadenante de la euforia financiera de los últimos años fue la constante y pronunciada revalorización de los activos inmobiliarios, lo cual contribuyó a que las instituciones financieras emprendieran una política de expansión del crédito destinada a la adquisición de bienes inmuebles ante la percepción (errónea) de que éste era un mercado no sólo altamente rentable, sino también completamente libre de riesgo de crédito.
Esta política de expansión crediticia resultó alentada por el incremento de los niveles de competencia en el sector financiero, que forzaron a numerosas entidades a explotar nuevos mercados y productos financieros para, de este modo, no perder cuota de mercado antes sus rivales, así como por los procesos de innovación financiera, que dieron lugar a la aparición de nuevos productos financieros que, aparentemente, permitían inmunizar a las entidades del creciente riesgo sistémico que se asumía globalmente.
El ‘cómo’ se presta. El final trágico de esta burbuja financiera ha servido para recordarnos que en el negocio bancario es de sumo interés para el que presta recursos (prestamista) que la persona que los recibe (prestatario) pueda devolverlos en las condiciones pactadas. Por lo tanto, en el negocio bancario, como en cualquier otro negocio, no sólo debe preocuparnos cuánto crece nuestra cartera de créditos sino cómo se ha producido ese incremento. Por lo tanto, una vez advertido que probablemente esta crisis financiera internacional ha sido causada por el cómo, y no tanto por el cuánto, convendría aprovechar este momento para reconsiderar las políticas de regulación financiera a escala internacional.
Parece ser que este aspecto se encuentra (ahora) en la agenda de todos los líderes políticos y organismos internacionales. Confiemos, pues, que una vez atravesado lo peor de la recesión económica actual, todas estas necesidades de reformas que denunciamos los economistas en la actualidad no sean condenadas al ostracismo por parte de la clase política.