El año que nunca acabó

«No hay peor ciego que el que no quiere ver». Déjenme ser políticamente incorrecto arrancando con este refrán, pero para hacer un pequeño balance de 879 palabras sobre 2008 creo que la frase viene al dedo. Los que vivimos con un cierto sentido de la prospectiva estamos obligados a entender el paso por este mundo relativizando los logros de hoy para pensar en las consecuencias que se derivarán para el mañana. Si uno se aleja de esa perspectiva, el balance se hace dificultoso.

Escribía en el número de esta publicación, dedicado al análisis de 2007, tejiendo un artículo alrededor de los Objetivos del Milenio, un elogiable programa formulado por Naciones Unidas para reducir las desigualdades y conseguir un planeta más sostenible llegado el año 2015. La crisis económica mundial y global que entre tanto se hizo carne deja a un lado tamaña meta para acercarnos a los problemas cotidianos de cada cual.

Porque en 12 meses hemos desandado el camino para volver a la realidad de las cosas. Por más que los economistas recuerden –sin riesgo de equivocarse, porque en esto hablan siempre a toro pasado y con estadísticas en la mano– que el mercado es un todo voluble que –ciclo va, ciclo viene– sube y baja, pero nunca sube y sube, nos olvidamos de los llamamientos para concentrarnos en el carpe diem. A partir de una oferta inagotable que cimentó la expansión del crédito, el cemento y el gasto en general, para lanzarnos a la aventura de convertirnos en sujetos consumidores alemanes siendo simples españolitos, derivamos en este oscuro 2008 que tardaremos mucho en entender. Mientras pensemos que 2009 será peor, aún más.

Puede que 2008 fuera la última oportunidad de tomar medidas con calado para evitar el desastre que se avecina. Y visto lo visto en este compendio de artículos que prologo, fueron los menos los sensatos y los más los empecinados en negar que lo que venía desde las Azores era un ciclón tropical y no los vientos alisios. Podemos elegir entre quién y cómo repartimos las culpas, pero me parece que tocamos todos a parte suficiente.

Ahora, que porción para atragantarse tendrá el Gobierno de España, que se encontró con la fatalidad de unas elecciones generales en marzo para dejar de gobernar responsablemente durante unos meses. En lo que medió entre las primeras señales y la renovación de Rodríguez Zapatero como jefe del Ejecutivo, uno debe quitarse el sombrero ante el notable ejercicio dialéctico con el que se nos vendió que no pasaba nada. O casi nada. Medio siglo después, el agit pro que las vanguardias del Komintern formularon sigue vivo entre la dirigencia que se manifiesta del PSOE, especialmente la pata negra, antes arribados al partido. La misma dirigencia que se ha apropiado de la bandera republicana para disfrazarse a conveniencia de socialdemócrata y librepensadora. ¡Ay! si Azaña levantara la cabeza…

En renegar de las señales y en negar la evidencia se nos ha ido buen parte del año. Para cuando el aguacero ya era ciclón, la crisis nacional devino en consecuencia primera y original de la mundial. Bajo el paraguas de las hipotecas subprime, los Hedge funds y el capitalismo globalizado cabe todo. Curiosamente, hasta marzo, el mérito de la no crisis sí que era patrimonio nacional.

Hemos perdido unos meses hermosos, por largos, para remangarnos y pensar qué puede dar cada uno o a qué está dispuesto a renunciar. El Yes, we can de Obama –otro trasunto de la Arcadia de Kennedy habilmente recuperado–, pero con coste y factura individual. Y hemos hecho poco o nada, más allá de ajustar presupuestos –o revisar magnitudes como el ministro Solbes hace semana sí, semana también– y reclamar a la Administración que ponga remedio. Llegados a ésta, los participantes en el partido no cambian de lado: gobierno contra oposición, empresarios contra sindicatos, funcionarios contra el ciudadano prototípico, activos contra parados o jóvenes contra mayores. Y viceversa en todos los casos.

De paso también recuperamos el viejo oxímoron de la mejora de la productividad, la diversificación y la eficiencia, que tanto han predicado –entre los matos de la bahía de El Salado, según parece– lúcidos canarios como José Luis Rivero o José Ángel Rodríguez, aunque el concepto está reñido en el primer mundo con la reducción progresiva de la jornada de trabajo, el incremento de los beneficios sociales y el malentendido de que el beneficio de un negocio es un valor nunca decreciente. Toda una fórmula informulable. ¿Quién levanta primero la mano en este escenario para apuntarse?

Hemos perdido tanto tiempo quedándonos quietos o dudando que hacer que tengo la sensación de que el 2008 sigue entre nosotros, reclamándonos que algo –mucho– había que hacer. Esperando una reacción que finalmente no llegó y que pasara lo que nunca pasó mientras se aparecía 2009. En vano, en eso sigo. Entenderán que este haya sido el año imperfecto que nunca acabó.

[Acotación: siempre quedará la posibilidad de empecinarse en que esto sólo es una gripe pasajera y que con buena cara, buenos alimentos y buen rollo se cura. Esperar a tiempos mejores. Que la lluvia escampe y que florezcan los almendros. Un nuevo ciclo de bonanza para hablar con nostalgia de la crisis que fue y de aquel lejano 2008 que acabó con 10 años de prosperidad inimaginable].

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