A la guerra sin armas

En la crisis hay responsabilidad de los bancos y de los gobiernos de todos los signos. Y también de la inconsciencia con la que el común de los llamados consumidores nos sumamos a la fiesta del crédito fácil, el desprecio al ahorro y la patológica voracidad por cosas y disfrutes antes inimaginables.

Los manuales al uso recomiendan que antes de emprender una empresa de cualquier naturaleza (entendida como un proyecto con cierto recorrido y no necesariamente de negocio) se realice un análisis dafo. El acrónimo responde a la letra inicial de las variables que deben contemplarse (debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades), una suerte de cesta con cuatro compartimentos donde separar: 1) Lo que lastra de entrada el proyecto. 2) Los factores externos que pueden hacerlo peligrar. 3) Lo que da sustancia y hace original la idea. 4) Las puertas que se pueden abrir con su puesta en marcha.

A punto de alcanzar los cuatro años desde que en el verano de 2007 se adivinaron en estas islas los primeros síntomas de la crisis (una letra impagada de aquella firma hasta entonces solvente, una promotora incapaz de continuar una obra por falta de liquidez, entre las primeras…), se ha escrito hasta el mareo sobre la que está cayendo, sobre los motivos, las soluciones y sobre cuándo saldremos del túnel. Economistas, políticos, psiquiatras, psicólogos, periodistas… Hay una lista interminable de análisis desde un millón de focos que sólo se ponen de acuerdo en unas pocas cosas: la culpabilidad de los factores exógenos (la crisis del sistema financiero internacional, la caída en la demanda del destino turístico Canarias) y la de algunos de los endógenos (reducción, ya conocida, de los fondos europeos, reventón de la burbuja inmobiliaria o ausencia de un propio modelo de desarrollo para Canarias).

El aluvión de causas y propuestas llevaría al empacho de intentar digerirlas y a la frustración si se comprueba que en el mínimo común denominador tampoco somos capaces de ponernos de acuerdo, más allá de los lugares comunes: defensa de la sanidad y la educación públicas, asistencia a los menos favorecidos y reducción del gasto superfluo. Cuando pretende entrarse en detalle, no hay análisis dafo que valga porque no hay manera de dar con uno más o menos consensuado. Al hilo de las cosas que son obvias, las buenas palabras y ciertas ideas geniales que sólo merecen reposar en la gaveta de los disparates se nos ha ido otro año con la sensación de que había muchísimo por hacer y hemos hecho bien poco.

Nuestro Gobierno regional sí que emprendió, con menos reparos que sus homólogos peninsulares, un tijeretazo a las cuentas canarias que afectaron especialmente a dos áreas (Educación y Sanidad) que concentran dos tercios del dinero que maneja. La consecuencia traumática fue la desaparición de aulas, la reducción de número de profesores, el cierre de camas hospitalarias o la reducción en las horas de quirófanos, entre otras. La consecuencia positiva, según se mire, desde luego, la contención del déficit público regional para cumplir con las directrices del Ministerio de Economía y Hacienda. Siendo optimistas, puede que ese gesto del ejecutivo de Rivero nos sirva a medio plazo para que la recuperación, cuando llegue, nos coja mejor preparados. Y aunque a corto plazo el efecto escuece y sangra, podría obligarnos a reflexionar si, sencillamente, todo lo que se considera gasto social es asumible por una región como la nuestra, que, como bien recuerda el profesor Rivero Ceballos en su impagable artículo en este Anuario, “en los últimos cincuenta años ha ido reduciendo su capacidad de crecimiento […] las Islas llevan como mínimo desde 1999 ampliando la divergencia respecto de la economía española, que tampoco podemos tomarla como un modelo de eficiencia”.

José Luis Rivero, una de esas cabezas amuebladísimas de cuya escasez en el Archipiélago sólo podemos lamentarnos, no es el primero ni el único que ha llegado afónico a este momento de nuestra historia, clamando por un cambio de rumbo que antes la opulencia ocultó oportunamente y ahora, desnudos de recursos, se asoma, ufano, recordándonos las mentiras de Pedro sobre las andanzas del lobo. Como Rivero, aunque desde un prisma menos académico por su condición de consultor y actor del sistema, José Carlos Francisco es otra mente brillante que a finales de este grisáceo 2010 advirtió sobre el crudo escenario en el que nos moveremos durante los próximos diez o quince años. En su breve, pero ameno y claro ensayo, La reforma necesaria, el que un día fue consejero de Economía y Hacienda bajo la presidencia de Manuel Hermoso nos dibuja con una decena de indicadores la perspectiva sobre la economía isleña. Tomados los valores precrisis, apunta al 2013 para recuperar el PIB nominal, a 2017 para el PIB per cápita, a 2018 para recuperar la tasa de ocupados y a más allá de 2020 para descender de los 100.000 desempleados que había en 2007. Y nos recuerda que estamos en el nivel de turistas de ¡1997!, en la tasa de paro de 1993 y en igual año en el número de viviendas iniciadas.

A riesgo de pasar sólo por un filtro economicista lo que ya es más un problema social que dinerario, Rivero, Francisco et al también se han cansado de abundar en la paradoja que supone contener el maremoto de la exclusión laboral mediante una dotación cada vez mayor de subsidios, dotación que resta a las administraciones la capacidad de inversión deseable para reactivar la producción de bienes y servicios. Por ese camino ya hemos entrado, definitivamente, en un círculo vicioso con fecha de finalización desconocida. Y lo que es peor, unos se hartan de hacer de eso una pretendida bandera de justicia social, mientras otros salmodian que la mejor política social es la que genera empleo y saca a las personas del paro.

Con el final de otro verano, el de este 2010, se asomó a las librerías una obra que desde su mismo título explica, creo que sabia y didácticamente, cómo hemos llegado a este final de la primera década del siglo. En ¡Huy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar, el británico John Lanchester explica con una sencillez envidiable este follón de hipotecas subprime, derivados y defaults. Y aunque lo hace poniendo en primer plano el escenario de lo ocurrido en lugares tan lejanos como Estados Unidos, Islandia o el Reino Unido, no deja de reflejar las causas canarias exógenas a las que aludía el comienzo de este artículo. Lanchester deja claro, cómo dudarlo a estas alturas, de la responsabilidad de los bancos y de la relajación en las leyes y los controles de los gobiernos de todos los signos. Y finalmente, cosa de la que muy poco se habla a este lado del mundo bajo pena de excomunión, de la inconsciencia con la que el común de los llamados consumidores nos sumamos a la fiesta del crédito fácil, el desprecio al ahorro y la patológica voracidad por cosas y disfrutes antes inimaginables. Dicho de otra forma, la ausencia de los valores de austeridad y de prudencia con los que se condujeron nuestros mayores. Armas de las que ahora carecemos para enfrentarnos a esta guerra.

Facebook
Twitter
LinkedIn
COrreo-e
Imprimir

Patrocinadores

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Ver
Privacidad