Dos canarios universales

La banda sonora de aquella tarde de verano fue un grito enorme de “¡gooooool!” como reacción unánime e instantánea a un derechazo de Iniesta que ponía rumbo a la eternidad. Unidas por el sueño rojo, aquel segundo sublime lo vivió Canarias con el gozo doble de saberse representada. Los embajadores fueron dos futbolistas menudos. En realidad, dos gigantes: Pedro Rodríguez Ledesma (Santa Cruz de Tenerife, 1987) y David Jiménez Silva (Arguineguín, 1986).

Pedro y Silva, Silva y Pedro fueron el par de canarios que darían acento de alisio a una hazaña que ya reposa para siempre en los libros de historia. De personalidades diferentes, pero con trayectorias forjadas igualmente en la humildad, cuentan estos dos genios de la pelota que el recuerdo dichoso de Sudáfrica los une ya para siempre. Sucedió en Johannesburgo que España se ganó el derecho a poder presumir de un Mundial después de una sucesión inexplicable de desdichas. “Hasta entonces, solo tenía recuerdos malos de estos torneos: el fallo de Zubizarreta en Nigeria o el codazo a Luis Enrique”. Lo cuenta Silva: tono quedo, sonrisa puesta, acento canarión. En 2010, disparada por el recuerdo feliz de la Eurocopa, da la selección un volantazo. Y regala así a su país una inyección de universalidad y una catarata de elogios merecidos de sobra. Destinataria de ellos, esta tropa de artistas hizo oda al fútbol en los verdes de África. En pleno julio, temperatura cálida y lluvia de pantallas gigantes, Canarias sonrió orgullosa. Lo hizo con todos los honores porque aquella epopeya se escribió también con los arabescos de David y la velocidad traviesa de Pedrito, dos estilos pero una misma forma de fútbol. El talento, la imaginación, el ingenio.

La particular gesta de cada uno empezó mucho antes, también al sol. Estaba el grancanario ya de vacaciones cuando recibió la certificación de su pasaporte hacia la aún inexplorada ruta por África. Del Bosque se lo llevó a su cuaderno de convocados y luego anunció los nombres de los elegidos, uno a uno, con voz firme y precisión cartesiana. “David Silva, Mata, Llorente, Navas, Pedro…”. Solo tres nombres separaron en la boca del seleccionador a los dos canarios que entonces aún no sabían que serían universales. En una casa de Abades, al sur de Tenerife, la felicidad era una sensación contagiosa entre los familiares del otro isleño que se colaba en la lista. En su rostro, una sonrisa pícara regatea a la normalidad y se asoma al escuchar su nombre. Pedro, sin diminutivos. En sus entrañas, un tiovivo de sensaciones galopando al mismo ritmo del fútbol que luego en Sudáfrica deslumbraría al mundo. Dicen los Rodríguez Ledesma que aquel día radiante no lo olvidarán jamás. Como muchos de los que estaban por venir hasta la alegría inabordable de la final, de Iniesta y de España. Pero el camino fue largo y tortuoso.

Un nuevo mundo se abría para la selección en Potchefstroom (rebautizada Potch), casa de la selección durante 30 días. Por lo que iba a pasar sobre el césped y también por lo que significaba viajar 7.900 kilómetros hacia territorio desconocido. Un país de hábitos diferentes, cultura fascinante, hospitalidad infinita y un alud de incógnitas por despejar. Colinas escarpadas en Ciudad del Cabo, costa en Durban, visión salvaje en Pretoria, universalidad en Johanesburgo… y todo tan maravilloso como la aventura de fútbol que esperaba a los campeones. El 16 de junio, sin embargo, nada empezó según lo previsto. El día de la derrota inaugural contra Suiza quedaban atrás los nerviosos preparativos, los amistosos de trámite -con el debut del tinerfeño Pedro contra Arabia Saudí-, las quinielas sobre la primera alineación y los mensajes permanentes a la prudencia. Se equivocó quien pensara que los inicios serían plácidos. Después del batacazo en Pretoria (con Silva en el once), no apaciguó las dudas el triunfo esperado pero corto ante Honduras, ni tampoco el sufrimiento exacerbado en un día de tensión contra Chile. Entonces, por fin, el equipo se desató. Y Pedrito, también.

Pedro, titular en la final

Las sospechas sobre un estado de forma óptimo del tinerfeño empezaron a confirmarse en los entrenamientos en Potch hasta liberar a Del Bosque y precipitarle a su titularidad. No era fácil apostar a todo o nada por el azulgrana ante la sombra alargada de Fernando Torres, héroe de aquella Eurocopa de Viena que levantó para siempre la barrera psicológica de los malditos cuartos. Pero PR17 (en Sudáfrica con el 18) es un futbolista de fiar, más todavía por sus números acreditados con el Barça y su rendimiento de prestaciones crecientes en Sudáfrica. “En un Mundial, no hay cansancio que valga”. Así que llegó su momento justo cuando España se jugaba la vida. Participó en los octavos, disputó los cuartos, fue titular en la semifinal… y en la final. “Fue… ¡la bomba!”, admite.

Y como telón de fondo, una historia de fe. Tenía Pedrito marcada en rojo la fecha de la semifinal mucho antes de que supiera, en la voz de Del Bosque, que iba a ser titular. El caso es que el choque era doblemente especial porque iba a ser el primero que vieran sus padres en la grada. El avión que inicialmente tenía que llevarles hasta Sudáfrica para el España-Honduras nunca partió de Madrid porque la agencia que lo fletaba no encontró plazas para ocuparlo al completo. Al menos, fue el pretexto para la cancelación. Y Juan Antonio y Montse, sus progenitores, se quedaron en tierra. “Pues ya nos vemos en semifinales”, replicó Pedro, infatigable al desánimo. Ya entonces tenía confianza ciega en que la selección atravesaría su particular rubicón y pasaría de cuartos. Tal cual, así pasó y el tinerfeño jugó un martes en Durban –“y en un estadio precioso y un rival de altura, Alemania”- más arropado que nunca. Ni en el mejor de sus sueños pensó que estaría entre los elegidos pero, tocado por un halo divino casi desde que empezó a jugar, quiso el destino que le vieran los suyos como titular con España. Y nada menos que en el preludio de una final mundialista.

Al tiempo, se alejaban los focos de Silva pero no dejaba el de Arguineguín de ser pieza clave. Siempre sin levantar la voz, cuentan sus compañeros que es el grancanario un tipo reacio a los problemas y amigo de las soluciones. Compañero ejemplar, hoy puede presumir junto a Pedrito de haber sido testigo de una jornada colosal y de una fiesta igualmente gigante. Un día de julio, este Mundial inolvidable les cambió la vida y, al tiempo, también a 42 millones de españoles felices por una heroicidad planetaria. Para estos dos canarios, la vida ya no será igual. Será mundial. Se fueron a Sudáfrica con ilusión y volvieron con una copa; se fueron viajando entre dudas y volvieron bañados en alegría; se fueron con talento y volvieron con estrella. Auténticos alquimistas, transformadores del fútbol en una suerte de arte universal, podrán contar a sus hijos y nietos que jugaron en el equipo que cambió la historia de España. Y que también ellos gritaron “¡gooooooooool!” cuando Iniesta coronó el entusiasmo de todo un país con el triunfo que les hizo leyenda.

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