Medida en espacio de tiempo, la caída del Tenerife desde la cima de la Primera División hasta el infierno de la Segunda División B resulta vertiginosa. En solo dos temporadas, el club ha perdido dos categorías hasta abandonar el marco del fútbol profesional. Si analizamos las causas que han provocado este descalabro, nos encontramos con una decisión del consejo de administración blanquiazul: priorizar el celo económico a las garantías deportivas (inversión en fichajes).
Cuando el Tenerife alcanzó la Primera División (13 de junio de 2009) se le abrió la posibilidad de acelerar el proceso de saneamiento gracias al enorme incremento de los ingresos, en especial de los procedentes del contrato con Sogecable (13 millones de euros). Sin embargo, era aconsejable no desatender la inversión en jugadores en la medida que resultara necesaria para garantizar la continuidad en la máxima categoría, porque los dos objetivos, el económico y el futbolístico son transitivos: si no estás en Primera División no tendrás la posibilidad de sanear el club. El planteamiento que hizo el consejo de administración, su estrategia ante la temporada, tuvo tan buenas intenciones como cortas miras. Decidió volcar los nuevos ingresos en rebajar deuda y desafió el riesgo deportivo que supone competir en la elite con los mínimos. La consecuencia fue un descenso absolutamente evitable.
El Tenerife jugó 40 partidos de Liga en 2010 (23 de ellos en Primera División). Entró en descenso el 17 de enero tras empatar en Almería y no volvió a salir de la zona de riesgo en todo el año, con la peculiaridad de que en los 17 últimos encuentros ya estaba en Segunda División… El descenso no cambió la dinámica. El fatídico desenlace tuvo lugar el 16 de junio, en el cierre de un tramo final de temporada plagado de altibajos, y sobre el paisaje contradictorio y paradójico de la nueva realidad contemporánea del club: un equipo corto, mal hecho y abandonado a su suerte en los mercados de verano e invierno, pero respaldado por casi 18.000 abonados y acompañado hasta su última estación (en Mestalla, ante el Valencia) por una gran cantidad de aficionados que, incluso, se afanaron en consolar a los actores del descenso. El tinerfeñismo siempre supo que aquel no fue sólo un fracaso de los futbolistas ni del cuerpo técnico.
El desastre
Una vez consumado el desastre, ya inmerso en la caída que nos ha traído hasta aquí, el club acometió en el verano de 2010 la tarea de volver a subir cuanto antes, tal como proclama el lema de la temporada (“Antes de lo que piensas estaremos en Primera”). Esa ansiosa necesidad de volver de inmediato esconde el reconocimiento implícito de que el descenso fue evitable, que nació de un craso error de estrategia. Aquella apuesta empezó con un severo viraje al proyecto de los tres años anteriores. El Tenerife decidió sustituir a José Luis Oltra por Gonzalo Arconada, arriesgó otra vez en esta decisión y volvió a fallar, porque el cambio de entrenador acabó con la identidad de juego y trastocó la convivencia en un vestuario que hasta la llegada de determinados jugadores (peticiones expresas del técnico vasco), tan caros como improductivos, estaba habitado por un grupo estable y bien avenido.
Aunque su paso por el Tenerife dejó las peores sensaciones, por su mala gestión del grupo y sus paupérrimos resultados, sería desmedido elevar a la categoría de causa principal de la debacle final el fichaje de Gonzalo Arconada. Ampliando el objetivo para tener mayor perspectiva de análisis, parece claro que este golpe de timón en el banquillo no pasa de ser la primera medida correctora para paliar el gran error, que no es otro que la política de austeridad que dio con el equipo en Segunda División. La opinión pública y la afición supo separar responsabilidades y se posicionó de tal manera a favor de la continuidad frustrada de Oltra que la sombra del ex técnico terminó por descentrar a Arconada. Un episodio surrealista que presidió el primer mes de la temporada, sin un solo punto y eliminado de la Copa del Rey, y que dejó al equipo colista después de cuatro partidos de Liga.
Los cuatro jinetes del Apocalipsis
Desde aquel primer cambio de técnico hasta el final del trayecto, con David Amaral tratando de hacer un milagro, se han sucedido las medidas correctoras, los golpes de efecto, la desesperada búsqueda de soluciones para detener la caída. No fue posible, porque los errores que lastran los proyectos en el punto de partida suelen tener tanta profundidad que no se tapan de una semana para otra, menos con un simple revulsivo. Resulta testimonial la influencia que hayan podido tener en este doloroso descenso los otros entrenadores que pasaron, o más bien desfilaron, por el banquillo blanquiazul. Pero ni siquiera eximidos de la responsabilidad mayor podemos obviar sus incoherencias, sus desenfoques, sus erráticas decisiones. El segundo inquilino del banquillo, Juan Carlos Mandía, estuvo siempre por debajo de la grandeza del club.
Deslumbrado por el prestigio que avalaba a sus jugadores (las trayectorias no se discuten), nunca reparó como foco del problema en la división de un vestuario que empezó a enquistarse cuando Arconada fue destituido y algunos de sus fichajes formaron grupo. La falta de unidad interna, el distanciamiento entre el núcleo duro de Oltra y los nuevos, fue el principal obstáculo para que el equipo operase una reacción. El paso de las jornadas sólo dejó una colección de excusas después de cada derrota. Y Mandía, en su mundo, empezó a cambiar cosas por el simple hecho de cambiar algo, hasta acabar bordeando el ridículo con la presencia de cinco defensas en el campo de la Ponferradina (recuérdese el lema del principio de la campaña). Ejercicio de extravagancia éste que superó con la hiperbólica alineación de Pablo Sicilia como mediocentro en el derby ante la Unión Deportiva.
La lista de damnificados siguió incrementándose con una frecuencia casi de periodicidad pura. Cada dos o tres meses, una vez apagada la efervescencia del cambio anterior, llegaba un nuevo técnico… El año 2010 terminó con un esperpéntico 0-3 ante el Real Betis, escenificado de una manera inaudita. El Tenerife no compitió y el equipo verdiblanco terminó apiadándose. El estallido de la afición lo pagó Santiago Llorente, señalado como culpable de la sucesión de errores. Llorente aceptó en silencio (?) su relevo y llegó Juanjo Lorenzo, que tardó casi un mes en completar los retoques en la plantilla. Vinieron Dubarbier, Kitoko e Igor, casi de saldo, pero no salió ninguno, de manera que el mal seguía dentro. La etapa de Antonio Tapia, de esperanzador arranque, terminó por arrastrar al equipo a una situación ya irreversible, camino de un descenso que devuelve a la entidad a su situación de hace 25 años.
El peor trance histórico
El fútbol ha cambiado, por lo que situaciones como ésta y la de la anterior etapa en Segunda División B son de todo punto incomparables; además, el escenario blanquiazul es muy diferente, pues la familia tinerfeñista, regenerada por las bases, ha crecido de una manera espectacular. Pero el Tenerife afronta ahora su peor momento histórico. La relación entre su deuda y la capacidad que tendrá para hacerle frente es absolutamente desproporcionada. La fusión con la Sociedad Tenerife Inversiones y Proyectos Deportivos (la Promotora) y el descenso a Segunda División B ponen en tela de juicio el proceso de saneamiento económico. El lastre supera los 40 millones de euros, a expensas de la venta de activos que alivie las cuentas. Frente a las exigencias de los acreedores, la nueva realidad deportiva recorta drásticamente la capacidad de ingresos de una entidad que se asoma al abismo.
Ya no hay margen de error. Un nuevo fracaso puede acabar con casi un siglo de historia, cuya esencia le da un relieve inolvidable a este ciclo de 25 años que ahora se cierra.