Ezequiel Pérez Plasencia (1957-2011) trabajó durante dieciséis años en los periódicos La Gaceta de Canarias, Canarias 7 y El Día. Fue autor de los libros de relatos El teléfono y otros cuentos (1989) y La ilusión de los vencidos (1998), la selección de columnas de opinión Los caminadelado (1995), el libro de viajes El regreso de Calvert Casey, el relato Decena de un cronopio, la novela El orden del día (2008) y el libro de microrrelatos La voz del vacío (2009).
Todavía me resisto a creer que Ezequiel Pérez Plasencia haya muerto. La última vez que hablé con él por teléfono soltamos las mismas tonterías de siempre. Nos tomábamos sanamente el pelo. Me animaba a continuar adelante y que no dejara de escribir en el blog, al que me decía estaba enganchado. Más de una vez envió comentarios con su nombre o camuflados con pseudónimos. En contra de lo que hacen otros, cuando Ezequiel se escondía detrás de nombres como el carismático Joseph Roth -escritor que me descubrió y con el que pasé interminables veladas hablando de cómo alcanzar esa perfección para narrar el fin de un modelo de vida- nunca lo hizo para atacar sino para ironizar un poquito más si cabe sobre los en ocasiones incendiarios debates que se desatan en esa bitácora y que aún me atan al mundo de los cuerdos.
Su muerte, no me canso de repetirlo, me ha dejado huérfano no ya de un amigo sino de un hermano. Nuestras amistad, de hecho, se forjó gracias a esa complicidad que supimos darnos; y nació al calor de dos redacciones en la que el peso de las circunstancias contribuyó a que termináramos por estar un poco más unidos de lo que ya estábamos. Ezequiel comenzó su carrera periodística desempeñando uno de los trabajos más ingratos y necesarios de este oficio de juntaletras, el de corrector. Era un privilegio que leyera uno de tus textos y que los limpiara de innecesarias repeticiones y de giros catastróficos.
Cuando leía cualquier artículo me sentaba a su lado y lo veía pasar el cursor de arriba abajo, haciendo gestos con la boca, transmitiendo un nerviosismo que desde entonces asocio con el arte del buen escribir. No alteraba la forma sino que como un buen sastre se ajustaba a tu estilo y lo disfrazaba con esa elegancia ortográfica de la que carecen casi todos los redactores que conozco.Corrigiendo el texto se detenía de improviso. Y sonreía con alguna metáfora que había deslizado subrepticiamente. Solía dejarlas pasar.
Por los avatares de la vida, Ezequiel y yo nos conocimos en la fogueada y revoltosa redacción de la primera época de La Gaceta de Canarias, nos separamos porque ambos continuamos por caminos diferentes en este trabajo y volvimos a unirnos en El Día, donde nuestra relación se hizo más estrecha. Más tarde volví a cambiar de periódico, pero eso no era excusa para que quedáramos para pasear, comprar libros y tomar un café en el kiosco de la plaza Weyler, muy próximo a la casa donde vivía por aquel entonces.
Ezequiel fue generoso con sus amigos. Y si sus amigos eran lectores voraces, no dejaba de regalarte libros para que te adentraran en el mundo de su respetado Camus, en el ya mencionado Joseph Roth, en el de Chejov o en la literatura del escritor brasileño Rubem Fonseca. “Te va a encantar Fonseca”, insistía. Y como siempre, no se equivocaba.
Santa Cruz de Tenerife fue una ciudad que amo y odió Ezequiel Pérez Plasencia. Hijo de barrio, la capital terminó por estrangularlo. Esas cosas pasan. Por razones que no vienen al caso emigró a la península y terminó por reinventarse sin dejar de ser él mismo en Cartagena, donde hizo muchos amigos. Mantengo contacto vía correo electrónico y móvil con la mayoría de ellos. No los conozco, pero a todos nos une el extraño cariño que sentimos por Ezequiel. Un escritor que como todos los grandes escritores tuvo sus zonas luminosas y oscuras. Me cuenta Juan de Dios, escritor murciano, que quieren convocar un premio de relato corto que lleve el nombre de Ezequiel Pérez Plasencia. Cuando me dice estas cosas no sé que responderle. Me siento solo y triste al no poder responderle que en Canarias también se está intentado recuperar su nombre. Ubicarlo por fin en la república de las letras de una comunidad autónoma como la nuestra, tan necesitada de voces como la de Ezequiel.
Ezequiel cultivó con maestría el arte del cuento. Y fue gracias a un cuento, Decenas de un cronopio, por el que alcanzó el prestigioso premio de relatos Juan Rulfo. También cuenta con un estupendo, sentido y vibrante libro de viajes: El regreso de Calvert Casey. Una mirada entre irónica y risueña del ambiente bullanguero habanero, ciudad que tanto le llegó a las entrañas. Como articulista, el lector puede repasar su enorme talento costumbrista en la selección que se publicó hace unos años y que título Los caminadelado. Muchas de ellas recopiladas de la sección Recodo que publicaba en La Gaceta de Canarias. Con El orden del día dio su primer paso al territorio de la novela. Es una obra dispersa pero con algunos momentos intensos y vívidos que parecen que saltan de las páginas del libro. En esta obra, trufada de citas literarias, Ezequiel rememora algunas de sus pasiones como su madre, el fútbol (era íntimo del técnico Ángel Cappa) y su trabajo en algunos medios de comunicación local. Quizá algunos de sus capítulos molesten por su brutal y probablemente sesgada visión de la realidad, pero eso no quita mérito a su poderosa calidad de emocionar.
Me cuenta su hermana que Ezequiel dejó dos novelas más. Una de ellas estaba prácticamente terminada y la otra a medio corregir. No sé si tendremos algún día la oportunidad de leerlas. De hecho, no sé si a Ezequiel le hubiera gustado que se publicaran sin haberles dado antes una última ojeada. Por eso pienso que igual es mejor que descansen y que si llega el momento vean la luz. O no. Yo solo sé que echo de menos las horas perdidas charlando de todo aquello que nos gustaba. Y sobre todo aquello que nos gustaba de libros. Libros y más libros. Dicen que Ezequiel Pérez Plasencia ha muerto. Yo creo que se equivocan. Ezequiel Pérez Plasencia está más vivo que nunca.