Austeridades

En 2012 hemos vivido el tercer año consecutivo de políticas de austeridad y quinto de crisis económica. Las previsiones para 2013 señalan la continuidad de las tendencias, a pesar de que algunos colegas y políticos se apresuren a anunciar, también por quinto año, la recuperación para el último trimestre. Alguna vez acertarán: un reloj parado da la hora correcta dos veces al día.

Los anuncios de recuperación económica siguen el criterio de hacer siempre la misma previsión, lo que les asegura que en algún momento la realidad les dará la razón, por el mismo sistema, como se ha dicho, por el que un reloj parado da la hora correcta dos veces al día. Lo cierto es que a partir de 2010 todos los Estados miembros de la Unión Europea han puesto de moda la palabra “austeridad”, prácticamente en desuso desde hace tiempo y no digamos de la austeridad como criterio orientador de las decisiones de las familias, las empresas y el sector público.

Austeridad se asocia ahora con reducción del gasto público, políticas de ajuste, políticas de consolidación fiscal e, incluso, políticas neoliberales. En la consideración popular, está asociada a efectos negativos sobre el bienestar de la población relacionados con las dificultades en el acceso a determinados bienes preferentes, tales como la sanidad, la educación o los servicios sociales. Debe señalarse que hay mucha verdad en esta identificación, pero hay otras concepciones de la austeridad más interesantes.

Las políticas de austeridad, en su concepción más conservadora, tienen implicaciones de muy variado nivel. Las personas medianamente informadas saben que una reducción del total de los programas de gasto, como el que se ha aprobado en los parlamentos de Canarias y España para 2013, tendrá como consecuencia un efecto multiplicador depresivo sobre el conjunto de la economía de las Islas y del conjunto de España. Sobre este efecto multiplicador es interesante leer el reciente informe del Fondo Monetario Internacional, World Economic Outlook, de octubre de 2012, porque reajusta al alza el efecto depresivo de las reducciones de gasto público (entre el 0,9 y el 1,7% del PIB), corrigiendo los errores de las previsiones anteriores, en el sentido de que el efecto ha sido mucho más depresivo de lo que se había esperado.

Ahora bien, supongo que estas personas buscan, sin encontrarlas, las razones por las que el sector público opta por políticas fiscales procíclicas. Lo correcto, se supone, es que en las fases de moderado crecimiento de la actividad económica, y particularmente en las de decrecimiento, el gasto público intente compensar la debilidad de la inversión y el consumo privado, esto es, se implementen políticas anticíclicas, un ejemplo claro son las políticas expansivas de los Estados Unidos de América. Pero en la Unión Europea los políticos sostienen que no hay otra opción. Algo no encaja ¿Tal distanciamiento entre el saber popular y la acción política revela la existencia de un secreto o una mentira?

Según el cuadrado de verificación de A.J. Greimas, un secreto es lo que es y no parece, mientras la mentira es lo que no es y parece. Así, la verdad es y parece, la falsedad no es y no parece ¿Ante qué estamos? Una primera aclaración es necesaria: la política económica de la Unión Europea a partir de 2010 se ha alineado jerárquicamente, de forma que los Estados miembros, y por supuesto, las regiones, tienen un margen realmente estrecho de decisión en materia de política fiscal. Esto es así porque existen compromisos relativos al déficit y la deuda pública. Antes de ese año también los había, pero su exigencia era más bien laxa. De ahí que países como Alemania, España y otros, no tuvieran el más mínimo problema en tomar las decisiones que les convenían, estuvieran en línea o no con lo acordado en los compromisos de estabilidad.

Hasta entonces, las políticas de estímulo (anticíclicas) eran y parecían, así que superaban la prueba de veracidad. La cuestión era y parecía bien clara: en fases de recesión, las políticas públicas han de estimular la actividad económica y el empleo, no sólo con políticas monetarias, también con las fiscales. Así es y así se hizo. Todos los países de la Unión Europea diseñaron políticas de estímulo de la economía entre 2008 y 2010. Tuvieron pues sus años keynesianos, no sin problemas. Por ejemplo, en Alemania se produjo un auténtico terremoto intelectual cuando los llamados “cinco sabios” que forman el Consejo de Expertos (Sachsvreständigenrat), reclamaron del poder legislativo un presupuesto con estímulos más intensos y mayor déficit. Tal opinión contradecía la tradicional ortodoxia ordoliberal y, en consecuencia, fueron objeto de amenazas de disolución y acusaciones de “vender aire caliente”. Tal reacción tiene su origen en tiempos remotos, nada menos que en la República de Wiemar. El tradicional temor de Alemania a la inflación procede de los años de hiperinflación durante los veinte y constituye parte de su ideario más claro.

Una vez que Alemania superó los dos primeros años de crisis, la ortodoxia regresó a la hegemonía y de nuevo los principios ordoliberales relacionados con la disciplina fiscal estricta se trasladaron a la Unión Europea en su conjunto, de ahí el giro que se produjo en 2010. Cabe recordar la intervención del presidente Rodríguez Zapatero, en mayo de ese año, en el pleno del Congreso, intervención que cambió radicalmente el sentido de la política económica de España.

La negativa de Alemania a implementar políticas fiscales expansivas es clave para entender las circunstancias actuales. A partir de esta premisa, sólo se puede confiar en la política monetaria. Pero es evidente que la política monetaria tiene enormes limitaciones en lo que toca a procurar la recuperación, debido a que las economías están en una situación de “trampa de liquidez”, esto es, la actividad económica no reacciona ni ante los bajos tipos de interés ni ante las facilidades monetarias. Por supuesto, tras las exigencias de reducción de los programas de gasto está la presión de la banca alemana y francesa para garantizar que España vaya haciendo frente a los vencimientos de la deuda.

De esos polvos vienes estos lodos: la austeridad como sinónimo de reducción del déficit y control de la deuda pública. En un contexto de caída de los ingresos públicos derivados de la menor actividad económica, la consecuencia es que los programas de gasto son reducidos cada año. Obviamente, sin crédito ni gasto público, la actividad económica continúa decreciendo, de lo que se derivan menos ingresos para el sector público, lo que exige nuevos sacrificios. Nos queda pues un largo trecho hasta el límite del 3% de déficit. Así que la austeridad no es cosa de un año ni de dos, porque, además, los compromisos de la deuda son mayores y presionan a la baja los programas de gasto. Salvo, claro está, que se produzca, tras las elecciones de otoño en Alemania, un cambio en la política económica.

¿Puede esperarse una reactivación de la economía en este contexto? La respuesta es no. El intento de hacer que la política de austeridad parezca que puede reactivar la economía es una falsedad. Se dice, pero no es, ni parece. Por lo tanto, es una respuesta engañosa a los problemas planteados. Tras ella está el interés de la banca alemana y francesa. Es por esto por lo que Alemania no está interesada en un rescate de la economía española que implicaría una quita sobre la deuda en poder de los intermediarios financieros de estos países.

Enfoques alternativos

Más allá de esta concepción, existen otros dos conceptos ligados a enfoques alternativos de austeridad. A finales de los años setenta, Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista Italiano por entonces, dictó dos conferencias diseñando las políticas de austeridad para Italia. Los textos se publicaron en España con una magnífica introducción de Julio Segura, catedrático de Fundamentos del Análisis Económico de la Universidad Complutense. La tesis fundamental era que una salida beneficiosa para la mayoría de la población requería fortalecer el consumo de bienes preferentes y moderar el crecimiento del consumo privado. En la práctica, significaba valorar los consumos colectivos en materia de sanidad, educación, equipamientos públicos y otros, a cambio de mayor disciplina en la fijación de los salarios y la reforma fiscal que atendiera a criterios más estrictos de equidad.

Parece evidente que tal estrategia implica un cambio en el compromiso fiscal de los ciudadanos. Sólo puede incrementarse el gasto público con mayor recaudación vía impuestos. Una parte de esta recaudación procedería de la reducción del fraude fiscal. No es difícil trasladar a nuestro contexto tal afirmación: gran parte de los problemas del país se derivan de la dimensión del fraude fiscal. Una segunda cuestión clave es la justificación de las excepciones fiscales en el impuesto sobre los beneficios de las sociedades y en el impuesto sobre la renta de las personas físicas. Por último, la imposición sobre las rentas del 1% de la población más rica es posible revisarla sin que sufra la inversión. A cambio, los acuerdos nacionales sobre salarios posibilitarían la moderación de los costes laborales para evitar la inflación de costes y mejorar la competitividad de las empresas.

Una tercera concepción de la austeridad es aún de más calado. La reciente publicación del libro de Robert y Edward Skidelsky, How much is enough?. Money and the good life, ha impulsado más aún la pregunta sobre el sentido último de la carrera por el incremento de la renta y el consumo privado. No es que esta cuestión aparezca en el debate social, pero es evidente la repercusión pública, entre otras razones por la personalidad de Robert Skidelsky, el más reconocido biógrafo de Keynes. Los autores proponen el ingreso básico, la reducción de la presión para consumir y la publicidad. Es evidente que las cuestiones planteadas están lejos de las aspiraciones de los ciudadanos, debido a que supone un cambio radical en la cultura en la que hemos crecido las generaciones actuales.

No hay pues un único sentido de la austeridad, aunque hay una política de la austeridad hegemónica. Tal política de austeridad no tiene más futuro que una mayor austeridad, en sentido de nuevas reducciones de gasto público y deterioro de los bienes preferentes. Nada tiene que ver esto con los objetivos de eficiencia y eficacia del gasto. Estos objetivos deben estar siempre presentes en la acción pública, no sólo en momentos de crisis, sino también de expansión. El debate pues está abierto, es un debate de mucho mayor alcance que el de unos presupuestos anuales. Si hemos dado en calificar esta situación como de crisis, es porque se están poniendo en cuestión las bases fundamentales de la forma en la que hasta ahora hemos vivido. Veremos hasta dónde llegamos.

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