¿La mitad del camino?

Cuando, allá por 2008, el común de las opiniones convino en que el pinchazo de la burbuja inmobiliaria y la explosión de bancos y cajas no era otra cosa que el primer capítulo de la mayor crisis económica desde el crack de 1929, llegaron las prospecciones sobre lo que estaba por venir e, inevitablemente, augurios sobre la fecha de finalización del cataclismo, la llamada luz al final del túnel. Entre todo lo leído desde entonces, hay una suerte de posición común —no sé si asociada a la magia del número— que predice una década de sufrimiento, no tanto como para volver al feliz estado de cosas de la primavera de 2007, como a una situación que pueda asemejársele. Porque parece también un lugar común la aceptación de que los tiempos en los que el presidente del Gobierno nos situaba en la Liga de Campeones de las economías desarrolladas tampoco lo volverán a ser.

En los cinco años y más de crisis, la teoría económica, la economía aplicada, la sociología y la antropología han pasado de ser cosa de élites a ganar una cierta popularización, menos de la deseable a mi entender. Siendo cosa obligada para el oficio de periodista saber un poco de todo y mucho de nada, este periodista se ha aplicado a la tarea de leer todo lo que ha sido capaz de asir en el vano intento de saber por qué hemos llegado hasta aquí y, especialmente, qué mundo nos espera a 10 ó 15 años vista. Entre sesudos estudios fundacionales, columnas semanales en prensa de color salmón, ensayos de 20 mil caracteres y ensayos hechos libros, adivino convenciones comunes sea cual fuera la adscripción ideológica de los teóricos consultados.

Y por más que nos cueste aceptar que un mundo y un planeta globalizados —la tierra plana de la que escribió Thomas Friedman— limitan el enfoque particular, un contenedor como el Anuario de Canarias obliga a centrar este osado ejercicio de prospectiva en el marco de nuestro archipiélago. Para ello, recurrir a las reflexiones del presidente de los empresarios de Santa Cruz de Tenerife, José Carlos Francisco, puede ser un buen punto de partida. No porque se tenga que estar de acuerdo en el total de sus proposiciones, como porque Francisco —antes profesor universitario y alto cargo en el Cabildo de Tenerife y el Gobierno de Canarias, ahora en el ámbito privado— representa una excepción entre una clase dirigente asociada sólo a la obtención del beneficio e indiferente a las consecuencias de sus actos o expectativas. José Carlos Francisco publicará, casi al tiempo que este Anuario de Canarias, su cuarto ensayo sobre la economía de las Islas. Si en 2010 tituló el precedente Canarias. La reforma necesaria, en este va un paso más allá y plantea, bajo un Canarias. La transformación, la obligatoriedad de seguir el principio de Darwin de que no son las especies más inteligentes, ni las más fuertes, las que sobreviven, sino aquellas que mejor se adapten.

Como economista que es, Francisco se apoya en distintos índices para sostener unas propuestas que no dejarán indiferente al que las lea. Por encima de eso, no se le puede discutir su capacidad para ser didáctico cuando sintetiza, en una interesante tabla, valores tomados el 31 de diciembre de 2007 (año I de la Crisis) y en la misma fecha de 2012 (año V d.C.). En la tercera columna muestra la equivalencia del año 2012 con el más cercano al valor expuesto. Así, Canarias tiene hoy los mismos afiliados a la Seguridad Social que en ¡2001! —se echa en falta el dato referido a pensionistas—, recauda por el IGIC lo mismo que en 2002, inició la construcción de 490 viviendas (por 23.000 en 2007) o posee un PIB per cápita similar al de 2006. Todavía más revelador es descubrir que la capacidad de inversión del Gobierno de Canarias ha retrocedido a una similar a la de ¡1996!, algo así como los tiempos del Paleolítico, presupuestariamente hablando.

Junto a las propuestas de Francisco —seguir avanzando en el turismo como motor de desarrollo, no desdeñar el petróleo como fuente de ingresos, acabar con la Ley de Directrices y la hemorragia de leyes y reglamentos que se solapan o hacer de la emigración una oportunidad, entre otras—, llama también la atención la lectura del artículo del profesor Rivero Ceballos en este mismo Anuario de Canarias. En Austeridades, el catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de La Laguna —del que no puede decirse que esté en la misma sintonía teórica que José Carlos Francisco— reflexiona sobre los efectos perversos de la reducción del gasto y la inversión públicas (bajo el ahora recuperado paraguas de la austeridad) para sugerir una orientación distinta. Rivero rescata una propuesta de los años setenta del siglo pasado en la que Enrico Berlinguer, el entonces secretario de los comunistas italianos (eurocomunistas, conviene precisar para un mejor entendimiento), formulaba la austeridad necesaria para la Italia de aquellos días. Tantos años después toma vigencia y no parece descabellada: fortalecer el consumo de bienes preferentes (Sanidad, Educación, equipamientos públicos…) y moderar el crecimiento del consumo privado. Y abunda Rivero Ceballos en esta idea empatándola con la reflexión de Skidelsky & Skidelsky en How much is enough? Money and the good life cuando se preguntan sobre el sentido último de la carrera por el incremento de la renta y el consumo privado.

Cada cual a su modo, José Carlos Francisco y José Luis Rivero inciden en la necesidad de una profunda transformación para salir de la crisis. Obviamente, el uno enfocando hacia la pura actividad económica y el otro, desde su condición profesoral, llamando más la atención sobre lo que deben ser pilares del sistema. En ambos casos, no obstante, creo que la conclusión es la misma. Estamos ante un tiempo que exige profundos cambios: colectivos e individuales, como públicos y privados (la transformación de la que habla Francisco). Y en esas surge la duda. Ante la disolución que plantea Antonio Muñoz Molina, progre desencantado desubicado ante una izquierda en la que ahora le cuesta reconocerse, en Todo lo que era sólido, viene a cuenta, ¡ay, de nuevo!, la reflexión de un estadista ilustrado como Winston Churchill: “La falla de nuestra época consiste en que sus hombres no quieren ser útiles sino importantes”. Visto así, y refrendanda la conocida incapacidad de los economistas para ser fiables predictores, se hace difícil asentir en que estemos sólo en la mitad del camino de la crisis.

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