La evolución del sector financiero en Canarias durante los últimos años no ha diferido mucho de lo que ha venido sucediendo en el resto de España y en buena parte de Europa, con algún matiz diferencial. En su día, la desaparición de muchas monedas nacionales y su sustitución colectiva por el euro ya supuso un cambio de escenario para todas las entidades, que debieron adaptarse a nuevas reglas.
La adaptación a las nuevas reglas económicas que trajo la introducción del euro no sólo se produjo en materia normativa, sino especialmente de funcionamiento, para sobrevivir dentro de un mercado mucho más amplio y competitivo. Los principales bancos se apresuraron a posicionarse, a través de diferentes operaciones corporativas, tanto dentro de sus tradicionales nichos de negocio como en países con expectativas de crecimiento, en busca de ganar la dimensión que se requería. Pero una parte importante del sistema financiero español estaba fraccionado en entidades de pequeño y mediano tamaño, con un ámbito de actuación regional o provincial, que adolecían de una estructura de propiedad adecuada a la nueva realidad y se encontraban controladas directa o indirectamente por las administraciones autonómicas o locales: eran las Cajas de ahorros.
El ciclo expansivo de la economía española de los primeros años del siglo XXI disimuló las deficiencias institucionales de esta parte del sector, que comenzó a imitar a los más aventajados. Por eso empezó a expandirse fuera de sus territorios fundacionales, lo que también contribuyó a financiar una burbuja inmobiliaria cada vez más hinchada y en la que se apreciaban curiosos paralelismos con la situación que vivió Estados Unidos, cuando se produjo la caída de las dos mayores entidades hipotecarias, Fannie Mae y Freddie Mac, a causa de la comercialización de las denominadas hipotecas basura. Y en ese fatídico 2008 se produjo también la quiebra del histórico banco de inversión Lehman Brothers (fundado en 1850) y el multimillonario rescate de la aseguradora norteamericana AIG, pero se pensó que no habría repercusión en España, por el mullido colchón de provisiones que atesoraban las Cajas de ahorros.
Durante los meses siguientes, gobiernos de diferentes países tuvieron que acudir en apoyo de algunos de sus mayores bancos, por el riesgo sistémico que entrañaba dejarlos caer, mientras España permanecía ajena a este fenómeno, salvo con algunas pequeñas particularidades que fueron reabsorbidas sin mayores complicaciones por el sistema. Hasta que los colchones se fueron vaciando y su blanda superficie se tornó en afilados clavos de faquir, impulsados por la creciente morosidad, primero de los promotores inmobiliarios y después de las familias que se fueron quedando sin empleo y de los comercios que perdieron su clientela y dejaron de vender sus productos o servicios. Aquellas incipientes puntas se fueron elevando, penetraron dolorosamente en la piel y luego desgarraron como cuchillos los músculos y tendones que encontraron a su paso, para después alcanzar e inmovilizar la columna vertebral del negocio de muchas de estas entidades.
Demasiado endeudados
Fue entonces cuando a los poderes públicos no les quedó más remedio que intervenir, aunque negando unos hechos contrastados con cifras oficiales: El país se había endeudado no sólo por encima de sus posibilidades, sino, sobre todo, por encima de su capacidad de generar riqueza. ¿Cómo, si no, se explica que la deuda conjunta de empresas, familias y administraciones públicas triplique el Producto Interior Bruto (PIB) español? Dentro de este escenario, no existían muchas alternativas a las decisiones que se adoptaron, que nunca fueron las mejores, sino las que probablemente menos han perjudicado al conjunto y a la estabilidad de la sociedad, aunque la lista de damnificados es muy superior a los más de seis millones de desempleados que llegó a registrar la Encuesta de Población Activa.
Los resultados de estas políticas adoptadas están a la vista de todos: las Cajas de ahorros solo pueden ser ahora fundaciones benéfico sociales, como cuando fueron creadas, pero no ejercen directamente la actividad financiera, salvo dos casos singulares: la valenciana Ontenient y la balear Pollensa. Algunas de estas fundaciones prácticamente han desaparecido o sus órganos de gobierno han quedado disueltos, mientras que la mayoría son accionistas de bancos, los cuales, a excepción de Caixabank, han necesitado, en mayor o menor medida, de algún tipo de apoyo público para salir adelante o para ser comprados, en subasta pública y a precio de saldo, por otro banco.
¿Podría ser la realidad actual diferente de la que es? Aunque resulte triste expresarlo: no, en lo esencial. Porque el desenlace es la consecuencia lógica no sólo de una tormenta financiera perfecta, sino también de la concatenación de decisiones adoptadas desde diferentes instancias a lo largo de varias décadas: desde el decreto ley que liberalizaba el sector financiero, redactado por el ministro Enrique Fuentes Quintana en los lejanos tiempos de la UCD, pasando por la adhesión de España a la Unión Europea y todo lo que ello ha conllevado, siguiendo con la Ley del Suelo aprobada en 1998 por el primer Gobierno presidido por José María Aznar y las normativas autonómicas que regulaban la composición de los órganos de gobierno de las Cajas de ahorros, para terminar con los acuerdos internacionales destinados a facilitar la globalización económica, que precisa de una infraestructura financiera que agilice el continuo flujo de grandes capitales, en busca del mayor beneficio, con el menor riesgo.
Las cajas de ahorros españolas fueron durante las últimas décadas una rareza internacional, porque este tipo de instituciones, en cierta manera herederas de los franciscanos Montes de Piedad, no fueron concebidas para ser grandes o competir con la banca, sino para prestar servicios básicos a comunidades en riesgo de exclusión y servir de dinamizadoras de la economía local. Salvo en Alemania, en el resto del Viejo Continente se quedaron obsoletas a medida que las sociedades se desarrollaban. Y se fueron fusionando en bancos en un proceso que culminó en los años 90, antes de la llegada del euro. Alemania, por su parte, adoptó otra estrategia y protegió a sus 446 sparkassen, que manejan en su conjunto un volumen de negocio equivalente al PIB español, pero que individualmente están limitadas al ámbito municipal, aunque también participan en bancos regionales.
El mercado canario
En una economía cada vez más desarrollada y globalizada, las Cajas españolas no acertaron a seguir una estrategia común por los personalismos y la presión de diferentes ejecutivos autonómicos, lo que dejaba a las canarias sin muchas posibilidades de elección. CajaCanarias intentó buscar una solución alternativa con la creación de Banca Cívica, junto a otras tres entidades, pero no eran buenos tiempos para experimentos y el errático proyecto fue sufriendo diferentes reveses, hasta que terminó por fracasar. La absorción por Caixabank fue probablemente la mejor decisión que pudo adoptar aquel consejo de administración en su breve andadura y podría decirse que mantuvo cierta similitud con lo sucedido a finales de los 80, una época también crítica, cuando La Caixa (entidad matriz de Caixabank), adquirió el Banco de las Islas Canarias.
La Caja Insular, por su parte, optó por apuntarse a un gran grupo desde el principio, Bankia, aunque con una participación inicial reducida por el tamaño de dos de sus compañeros: Caja Madrid y Bancaja. Lo que parecía una acertada apuesta a caballo ganador, no lo fue desde el punto de vista institucional. Pero hubiera sido peor una fusión entre las dos Cajas canarias, planteada de forma reiterada por líderes de opinión grancanarios sin ningún estudio riguroso que la avalara; y cuyo resultado habría sido una tragedia en el plano laboral, social y económico, porque no hubiera aportado ningún valor añadido al sistema productivo del Archipiélago, habría destruido más empleo y reducido sustancialmente la competencia dentro de este sector en la región, donde cada año operan menos entidades.
Tras todos estos cambios, La Caixa ha tomado el relevo de CajaCanarias y pasado a liderar no sólo el mercado financiero regional, sino que también se ha convertido en la principal referencia privada en ayuda a proyectos sociales, a través de su Obra Social, cuya aportación a estas iniciativas resulta especialmente valiosa dentro del actual contexto de recorte del gasto público. El resto del mercado canario se reparte, en líneas generales, entre los principales grupos nacionales: BBVA, Santander, Bankia, Sabadell, Popular y Bankinter, a los que se suma una activa Cajasiete, que ha conseguido incrementar su cuota de negocio apelando al sentimiento de canariedad y a sus orígenes insulares como Caja Rural de Tenerife.
El proceso de consolidación del sector financiero no ha terminado, como tampoco ha finalizado la construcción europea ni la globalización de la economía mundial, por lo que seguiremos viviendo cambios, a veces en sentidos opuestos. Y no dejaremos de sorprendernos con lo que suceda en el futuro dentro de un sector basado en un concepto de escaso valor económico, en apariencia, pero con mucho contenido emocional: la confianza. Por eso, casi nada volverá a ser como antes.