De unos años para acá me viene recurrentemente. Y de ese mismo tiempo para acá, reconozco que tengo respuestas cada vez más frágiles, más fruto del deseo que de la evidencia. La pregunta, seguro ociosa, es: ¿para qué sirve realmente la acumulación memorística de saber, el llamado conocimiento enciclopédico? Como desde mucho antes de que me hiciera la pregunta, he recurrido a mi consejero particular en estas y otras reflexiones y más desolado me he quedado cuando su respuesta —entre el descreimiento y la impotencia— viene a ser una suerte de capitulación (“No lo sé, saber y saber no te garantiza mayores habilidades que saber poco o mucho menos”) adobada con un punto socrático (“Sólo sé que no sé nada”). Mi consejero sacó la ahora extinguible carrera de Filosofía y Letras y poco tiempo después una plaza de profesor agregado —creo que hoy simplemente profesor— de enseñanzas medias. Por el camino escribió una novela de tan buena factura como escaso recorrido comercial. Hace ya un cuarto de siglo de su pequeña epopeya y todavía somos algunos los empeñados en que reviva a Jeque en nuevas entregas. Me temo que nos quedaremos con las ganas.
Estos tres hitos de su vida fueron resueltos por mi consejero, a juicio de quienes le conocían más y antes que yo, con la gorra. Tras el trato frecuente suscribo el juicio de sus más cercanos porque mi consejero —persona tan firme de posiciones en el debate como nada dada a la vehemencia— me ha demostrado una facilidad que nunca dejaré de envidiar para tomar un conocimiento, desmenuzarlo y armarlo, devolviéndotelo con una explicación más sencilla y manejable que el concepto asido.
Así que su escéptica respuesta sobre el enciclopedismo —en el que caí desde que con una edad que ahora me parece insólita me dio por leer, leer y leer— me ha dejado sin argumentos para reiterar la práctica. Intuyo que a mi consejero le duelen en el alma años y años de ejercicio profesional viendo pasar cohortes por un sistema educativo que, en lo esencial —LOGSE sí, LOGSE, no— poco ha cambiado de sustancia mientras mutaba a toda velocidad el mundo que le rodea. Añadas de adolescentes, la mayoría de ellos de los que —políticamente correctos— denominamos “estratos sociales menos favorecidos”, arrojados al mundo adulto con pocas competencias y menores conocimientos.
Puede que a mi consejero, como a mí, le pese más el desconcierto que otra cosa. Desconcierto porque la acumulación de recursos respecto de 20 ó 30 años atrás (incluso descontados los recortes de la crisis) no parece habernos formado más y mejor. Desconcierto porque semejante inversión sólo ha permitido mantenernos en el primer decil de las estadísticas de fracaso escolar. Desconcierto porque la única mano de obra que exportamos a la fecha —o, lo que es peor, la única que parece capaz de ser exportable— es la que reúne una capacitación homologable a otros territorios más ricos para empleos de alta o media cualificación. Desconcierto, en fin, porque a ojos de un profano en economía, sociología o demografía resulta incomprensible que Canarias siga generando oportunidades de trabajo mientras conserva un paro estructural que ni en el mejor de los tiempos bajó del 10 por ciento.
Puede que el desconcierto de uno no sea otra cosa que el sentimiento que envuelve a quienes nos preguntamos mucho en la misma medida que afirmamos poco. “No hay muro que deje fuera de colegios e institutos a una posmodernidad —sostiene mi consejero, Jaime Mir, en el impagable análisis que puede leerse en las páginas 88 y 89 de este Anuario de Canarias 2013— que reniega de la legitimidad de nada ni nadie para aconsejar o dirigir, que está sacudiendo los pilares de la política, el liderazgo clásico o las grandes religiones, que se ha echado en brazos del consumo, de lo efímero, de la tecnología y de la forma frente al fondo, que consume compulsivamente información sin capacidad para seleccionarla, que percibe la ciencia y la razón como discursos inabarcables de los que se distancia porque ya han hecho su trabajo y la realidad como un late show, que no quiere esforzarse ni exigirse mientras repite el mantra de la cultura del esfuerzo y la exigencia… de los demás”.
Puede que ahí resida entonces el problema. En la posmomodernidad que ha cambiado el continente —un mundo solo, de herramientas comunes, una economía globalizada— mientras ciertos compartimentos permanecen casi estancos a la lluvia, el de la educación especialmente. ¿Pero sólo el educativo? No, el educativo, el judicial… probablemente todo lo que tenga ver con la función pública… como la de miles de negocios empeñados ya no en reinventarse como, cuando menos, en adaptarse. Y en esa escasa capacidad de resiliencia, tiene todo que ver aquel individuo refractario a otro cambio que no sea un sistema de valores inalterable ya muten un gobierno, la moneda o la rotación del planeta.
Vamos ya camino franco de la década perdida que aventuró el FMI en 2012, justo cumplido el primer quinquenio de crisis, cuando apuntó a 2018 como año probable para recuperar el volumen de Producto Interior Bruto de aquel 2007 que nos empeñamos en tomar como la madre de todas las prosperidades por más que aquella se apoyara en pies de barrio, como luego se convino. Aun mientras se pusiera el foco en el valor totémico del PIB como magna referencia para medir principio y fin de cada crisis, tengo para mí que, por el camino, se nos está yendo una oportunidad —que luego lamentaremos haber perdido— para tratar los “frentes abiertos” de los que habla Mir Payá, para evitar “una sociedad más fragmentada, en la que la recuperación económica se realiza según los intereses de las clases hegemónicas” (José Luis Rivero Ceballos, páginas 44 y 45) o “para cambiar significativamente nuestro modelo económico y sus resultados”, como apunta Luis Delgado Peral (páginas 52 y 53, uno de los felices debutantes en el Anuario), cuando se responde descorazonadoramente: “No recuerdo nada en ese sentido”.
Vuelvo a la inicial cuando me inquietaba por el sentido de la acumulación de saber por saber. La respuesta de mi consejero me provocaba, recuerdo, desconcierto. Con todo, esta sensación puede sobrellevarse porque leer y leer, además de placer terrenal dicen que previene enfermedades devastadoras como el Alzheimer. Desconcertante sí que sería, entonces, comprobar cómo lo que se adivina en este balance 12 meses luego del precedente, es que poco o nada de lo que verdaderamente debió cambiar tras cinco años de inversión del ciclo lo ha hecho. Eppur si muove.