El bucle de España

El día seis de mayo de 1932 empezó en las Cortes españolas la discusión del Estatuto de Cataluña. Se trataba de debatir y votar dos visiones distintas, que ya habían tenido serios encontronazos en una agitada comisión previa. Por un lado la que contemplaba “el regionalismo” que amparaba la Constitución vigente y, por el otro, la que planteaba un viaje hacia “el federalismo” del Estado español.

En aquel tiempo, durante las numerosas jornadas de discusión, diputados de distintas ideologías se unieron para rechazar el texto del proyecto de Estatuto votado por el pueblo catalán. Fue hace más de ochenta años. El comienzo de una tragedia que nadie supo ver. La cuestión de Cataluña, por tanto, no es nueva. Es un viejo asunto por resolver de la España invertebrada. Parte recurrente de nuestra anomalía histórica. El gran arreglo político de la transición —una Constitución en la que se plasmaba un estado autonómico generoso en la descentralización de competencias— creó el espejismo de que la cuestión catalana estaba definitivamente resuelta. Pero no. Los dolorosos efectos de cuarenta años de dictadura, que están en la raíz de la tolerancia y entendimiento entre conservadores y progresistas, entre derechas e izquierdas, entre herederos del régimen y herederos del exilio, no duraron más de cuatro décadas.

Con el paso de los años se ha perdido en las nuevas generaciones el traumático recuerdo de un país castrado por el franquismo y la autarquía. La democracia dejó de ser un asombroso regalo caído del cielo y se transformó en algo cotidiano. Los jóvenes que nacieron en libertad dejaron de ser ciudadanos agradecidos por disfrutar de unos derechos de los que se sienten plenamente propietarios. Los nuevos españoles perdieron los complejos. Y los viejos problemas empezaron a reflotar empujados por las mismas fuerzas telúricas que los impulsaron en el pasado, porque como escribió de los españoles Juan Valera en 1876, “en punto a estar mal somos potencia de primer orden”.

Mientras atravesamos con el aparejo maltrecho las tempestades financieras y económicas de la gran crisis de finales del siglo pasado y principios del nuevo, el país es un campo de batalla, una tierra yerma donde se acumulan los caídos por cualquier patria, y se cruzan obuses de papel desde trinchera a trinchera. Y donde nadie parece dispuesto a aceptar otra transacción que no sea el triunfo de sus postulados y la aniquilación del prójimo. España ha ido sedimentando lentamente todas sus dolencias para arribar a una catarsis donde todo aflora por los poros de una piel de toro sacudida por el desgarro.

Los medios de comunicación han abandonado, mayoritariamente, la independencia ideológica apostando por uno de los dos grandes bloques sociológicos en que se ha dividido la sociedad española. El enfrentamiento político tiene su reflejo en el mediático y se retroalimentan mutuamente. Los casos de corrupción en todos los partidos se han transformado en obuses con los que se bombardea al adversario y la persecución de los culpables y el castigo de sus delitos —lo que ocurre de forma normal en cualquier país del eterno europeo— se ha tornado en una causa general a la propia democracia y sus instituciones.

En la periferia ideológica de los particularísimos, décadas de educación patriótica e inmersión lingüística han creado nuevos ciudadanos encandilados por el nacionalismo romántico de hace tres siglos, con lo que el proyecto paneuropeo de la UE coexiste, irónicamente, con el deseo separatista de regiones o pueblos como Cataluña o el País Vasco, territorios ricos que quieren dejar de ser esquilmados fiscalmente y con una clase intelectual favorable a su independencia nacional. Madrid, como eufemismo para definir el núcleo de la representación del Estado, no sólo se enfrenta a los desgarros territoriales.

Es un momento de máxima tensión democrática: la sucesión en la Jefatura del Estado con el telón de fondo de los escándalos que afectan al entorno de la familia del Rey, el relevo en la dirigencia del PSOE y sus crisis en Cataluña; los escándalos judiciales que afectan a todos los partidos políticos en todas las instancias y comunidades; la emergencia de nuevas opciones políticas que empiezan captar a ciudadanos escandalizados e insatisfechos… Nunca como ahora las instituciones del Estado han estado más débiles. Y ese es el escenario donde se va a producir el enfrentamiento histórico e histérico entre el nacionalismo español y el nacionalismo catalán, con la previsible incorporación de otros aliados, como el vasco.

La tercera vía para evitar este choque de trenes es la sensata propuesta del PSOE: una reforma constitucional que dé paso a una España federal. El problema es que España es ya, de huevo y casi de fuero, un Estado federal. Y en todo caso, la inercia política de los independentistas catalanes hace escasamente creíble que sean capaces de modular, conducir o frenar un proceso que ya parece estar fuera de todo tipo de control. En tres décadas Cataluña ha edificado sus perfiles de nación y cree llegada la hora de alcanzar su viejo sueño. Las libertades y competencias autonómicas no fueron, como creyeron muchos, un fin, sino un medio. Un intermedio.

Lo que está en la clave de bóveda de la discusión, entonces, no es que Cataluña esté descontenta con la exacción de fondos que se detraen de su PIB nacional para derivarlo hacia otros territorios menos favorecidos (el fondo de solidaridad interterritorial que está en la base de cualquier Estado federal) sino que Cataluña quiere ser Estado, ya que es nación. Estamos, pues, en el terreno de los sentimientos más que el escenario del bolsillo. O lo que es lo mismo: estamos bien jodidos.

“Todo núcleo humano que se siente nación, plenamente nación, se juzga con derecho a un Estado, que es la representación jurídica de la nación, y en cuanto surge el Estado brota inexorablemente, por ley de lógica, la necesidad de la independencia. De modo que dentro de un concepto de regionalismo se puede llegar a las mayores amplitudes de respeto a los hechos diferenciales, sin ningún peligro para unidades superiores. En la aplicación de un criterio nacionalista, o se tiene que ser incongruente con el principio o se tiene que llegar a la separación”. Lo que decía en el debate de 1932 el diputado Ossorio y Gallardo sigue teniendo el enorme peso intemporal de las verdades evidentes.

No existe un solo argumento racional para negarle a un pueblo la aspiración de conseguir pacífica y políticamente su soberanía e independencia. Los estados se mantienen por un complejo entramado coactivo de leyes e intereses… De fuerza. La tensión molecular que da cohesión a los estados nace, básicamente, de normas e instituciones destinadas a perpetuarlos y cuya aplicación está garantizada por la propia fuerza que se otorga el estado, que es el propietario legítimo de la fuerza y la violencia. La respuesta final ante los intentos de emancipación, si se quieren llevar a la realidad por las bravas, no se encuentra en las discusiones filosóficas sobre la legitimidad o las raíces históricas (donde cada uno encuentra su propia agua en su propio pozo), sino pura y llanamente en la imposición del estado por la fuerza. Algo que el nacionalismo español más rancio está esperando y el resto de españoles temiendo.

Desde que Artur Mas se subió al tigre de la independencia, con la caída del tripartito, el escenario ha cambiado mucho. De su anuncio de una “confederación de pueblos ibéricos, con Catalunya como una nación siendo parte de esta confederación de pueblos libres” y su “defiendo el derecho de los catalanes, como pueblo y como nación, a decidir su futuro, defiendo el derecho de autodeterminación” (declaraciones a Mónica Terribas, TV3, año 2011) hemos llegado al proceso de independencia que tiene su primera cita en la consulta soberanista y su final quién sabe dónde. Es un desafío a un Estado debilitado que al final defenderá su integridad por la fuerza porque, como decía Unamuno, “No hay dos ciudadanías. Y no puede haber dos ciudadanías”.

Ochenta años después, la historia se repite. Un país sociológicamente dividido en dos. Una ciudadanía desencantada y escandalizada. Tensiones separatistas en territorios que quieren alcanzar su soberanía… Son otros tiempos y parece imposible pensar que los grandes errores del pasado puedan cometerse otra vez. Pero en España los muertos ganan batallas y los viejos fantasmas nunca desaparecen del todo. Así que quién sabe.

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