Un tinerfeño en el campeón de liga de fútbol y otro en el de baloncesto. La coincidencia suena tan bien que difícilmente podrá darse en muchas más ocasiones. El hito es histórico para el deporte canario y en 2013 se dio por vez primera en casi cuarenta años, desde que en 1974 Juanito y Barrios ganaran la liga de fútbol con el Barça… y la de baloncesto se la llevara el Real Madrid de Cristóbal Rodríguez.
Nunca antes durante este siglo se habían coronado con dos clubes distintos un par de isleños sobresalientes. Además, con la vitola de protagonistas. Lo hicieron con matrícula de honor el delantero Pedro Rodríguez Ledesma (Santa Cruz de Tenerife, 1987), triunfador futbolístico con el Barça; y Sergio Rodríguez Gómez (La Laguna, 1986), ganador con el Madrid de baloncesto. Estandartes superlativos de una misma generación, no son sólo dos iconos de sus respectivos equipos, sino también referentes para esta sociedad y espejos donde mirarse para los aspirantes a campeones que vienen por detrás. Pedro y Sergio, los dos Rodríguez, son algo más que deportistas con talento. Su cercanía con los aficionados, su indiscutible vinculación con su tierra canaria —de la que presumen orgullosos— y su generosidad sin límites les hacen brillar con luz propia. Por cierto, se llevan de maravilla aunque no compartan colores. Uno con la camiseta blanca inmaculada del Real y otro con las barras verticales azules y granas, han conquistado títulos hasta formar una colección. En el camino hacia la cúspide, de paso, se han metido en el bolsillo a las dos aficiones más exigentes del mapa. Lo suyo tiene mérito. Mucho mérito.
Pedro escribe su currículum a velocidad de vértigo. Con una personalidad abrumadora sobre el campo, supera retos y derriba problemas. Su popularidad rebasa fronteras —es el primer canario con más de tres millones de seguidores en Twitter— y su humildad le convierte en un ejemplo. 2013 no fue su mejor año, pero sí un gran año. La grandeza de la acabada y reluciente obra de Guardiola empequeñece cualquier otra temporada del Barça, pero el club catalán, con el prematuramente fallecido Tito Vilanova como jefe, también ganó. Se proclamó campeón nacional con 100 puntos, cifra redonda. Y Pedrito alimentó sus registros con más de 3.000 minutos jugados (pese a la feroz competencia) y sumó 10 dianas.
Sergio, mientras, vivió la campaña de su confirmación como uno de los más portentosos bases europeos. El Madrid bailó a su ritmo sobre la cancha y el de El Ortigal disfrutó tanto como nunca. Fue prodigiosa la serie final contra el Barça, al que los blancos derrotaron para sumar su trigésimo primer título doméstico. Más allá de los números, asombrosos en todo caso, Rodríguez deslumbró por sus maneras. Por su forma de jugar, su inteligencia para dirigir al grupo y su magia, que iluminó el Palacio cada vez que el Real ejerció de local. Además, confirmó su espléndido estado de forma y disipó las dudas sobre su resistencia en una temporada bestial. En total, firmó más de 60 partidos. Muchos de ellos, una exhibición de talento.
Tiene suerte Tenerife de poder disfrutar de un par de prodigios así. No es que sean actores secundarios, es que muchas veces la película gira en torno a ellos. Amén de la buena química que hay entre los dos —se conocen personalmente y se intercambian mensajes ante cada ocasión especial—, hay un montón de curiosas coincidencias que les hacen crecer casi en paralelo. En 2013 no solo están emparentados por sus respectivos éxitos en la Liga, sino que además los dos levantaron las Supercopas de España de sus deportes y se quedaron con la miel en los labios en las competiciones europeas. Al tiempo, volvieron a dejar claro que son imprescindibles para defender a España. La selección de fútbol necesita a Pedro Rodríguez, la de baloncesto crece en torno a Sergio Rodríguez.
Imprescindibles con España
Los jefes de banquillo de las dos rojas confían en los dos Rodríguez porque ambos son garantía de solvencia. Pero también por su compromiso, inquebrantable. Y por su actitud, pues jamás se les vio levantar la voz. Ni siquiera ante manifiestas injusticias, toda vez que en muchas ocasiones se merecieron más protagonismo, más elogios, más atención. No solo por parte de sus entrenadores —véase el escaso caudal de minutos que dio Martino a Pedrito en los inicios del argentino en Can Barça— sino también por parte de los medios nacionales, que prefirieron fijar sus focos en las figuras extranjeras o en algunos nacionales más irreverentes.
Entre lo mejor de las trayectorias rutilantes de Pedro y Sergio está el legado que dejan. La demostración permanente de que no hace falta ser extravagante para ser estrella. Su proverbial normalidad como estilo de vida, su afán por no llamar la atención, su naturalidad como un emblema. El de Abades y el de El Ortigal están siempre donde y cuando se les necesita, solícitos a cualquier llamada para exhibir canariedad y solidaridad a partes iguales. Son, hoy por hoy, una bandera en el mascarón de proa del deporte de las Islas, un patrimonio de humanidad y talento que conviene no desperdiciar. Más todavía porque no hay señales de que pueda repetirse nunca una pareja de coetáneos así.
Si bien en fútbol hay síntomas de que Ayoze Pérez (tinerfeño fichado por el Newcastle United) pueda romper también el cascarón de la selección absoluta, en baloncesto hay que esperar aún para confirmar si los talentos de la cantera canaria llegarán siquiera a la mitad de los méritos del insuperable Sergio. Si ya el palmarés del base resulta envidiable, la suma de títulos y la colección de elogios sería inacabable si se uniesen a él los de Pedrito. Imagínense una vitrina enorme y decidan dónde poner cada uno de los siguientes trofeos: la medalla olímpica de plata de Londres 2012, dos campeonatos mundiales con España (el de baloncesto en Saitama y el de fútbol en Johanesburgo), la Eurocopa que conquistó el de Abades, una plata y un bronce continental logrados por Sergio, en total cuatro Copas del Rey (dos para cada uno de los Rodríguez), cinco ligas, un par de Ligas de Campeones…
Y así, hasta sumar y sumar, una treintena larga de títulos y más títulos. Ninguno tan rotundo como el aplauso unánime de la sociedad, ninguno tan reconfortante como el reconocimiento de Canarias entera. La tierra que les vio nacer se siente orgullosa de ellos.