Existen dos grandes redistribuidores de la renta. Por un lado, la asignación de cantidades entre salarios y ganancias empresariales, donde las plusvalías hacen su labor. Y por otro, el sistema fiscal encargado de corregir los desequilibrios económicos y sociales para lograr poner a todos los agentes implicados en las mismas condiciones de partida. Cuando el sistema no compensa desequilibrios aparecen los mercados paralelos.
Lo dicho: cuando el sistema no logra compensar los desequilibrios o no logra controlarlos aparece la corrupción del comportamiento, ocasionando la aparición de mercados paralelos que se instalan al margen de la legalidad vigente. En este sentido, la economía sumergida asoma. Con su existencia se generan elementos free riders que no aportan pero sí consumen. Es por ello que hay que establecer procedimientos que indiquen tolerancia cero respecto a la misma. No obstante, y sin ánimo de justificar comportamientos injustificables, ésta se muestra como una válvula de escape.
La economía sumergida presenta una correlación positiva respecto a la tasa de paro y a las condiciones del empleo existente, de forma que, si esta tasa es inferior al 10%, la ilegalidad es estructural, propia del sistema sobre la que hay que actuar de forma sancionadora, de forma mayoritaria, mientras que cuando la tasa de paro se sitúa por encima del 30% o el nivel de renta cae de forma importante, la economía sumergida puede llegar a convertirse en una necesidad, en donde hay que actuar principalmente, a través de la incentivación de su afloramiento, por lo que se deben escrutar las principales razones que invitan a dar el salto hacia la irregularidad.
Así, el secreto del éxito de la tan ansiada recuperación económica de España en general, y de Canarias en particular, se basa principalmente en la devaluación interna a la que se ha abocado a nuestra sociedad, en el que los niveles de renta se merman. Por un lado, a través del adelgazamiento progresivo de la estructura de la administración pública en materia de provisión de los bienes y los servicios públicos que religiosamente abonamos a través de los impuestos y demás cargas fiscales; y por otro, al abaratamiento del coste laboral, tanto en salarios como en características cualitativas de los puestos de trabajo.
El mileurismo se ha convertido en una bendición si tenemos en cuenta que más del 12 por ciento de las personas que trabajan cobran 641 euros brutos al mes o menos. De esa forma, la mitad de la población trabajadora española percibe una retribución bruta inferior a 1.282 euros al mes que, una vez descontadas las retenciones correspondientes y las cotizaciones sociales, quedan en unos mil euros netos, representando en 2012 el 50,01 por ciento. En la actualidad, dicho porcentaje está cercano al 57 por ciento. Por ello, pese a que Canarias ya poseía uno de los costes laborales más bajos de España, ahora simplemente, refrenda y fortalece su triste ranking. Mientras que la renta disponible se ha duplicado desde mediados de los años ochenta, los índices de concentración de la renta se han disparado en periodos de crisis, de forma que los mayores niveles de desigualdad se relacionan con la proporción de hogares con baja intensidad laboral y bajos salarios.
Temporalidad y paro friccional
Además, la temporalidad se dispara en relación a la conexión de las personas con el mundo del trabajo. Algo más del 30 por ciento de los contratos de la totalidad de los efectivos laborales son temporales en España (42 por ciento en Canarias). Desde la perspectiva de la evolución mensual, sólo uno de cada diez es indefinido a la vez que los contratos a tiempo parcial se incrementan, estableciendo una retribución media un 33 por ciento inferior a la de un contrato a tiempo completo. Y, como dato al resaltar, el 54 por ciento de las personas con un contrato temporal tienen una antigüedad en las empresas inferior a un año.
La razón de la aceptación de este tipo de empleo también se explica porque el paro friccional (tiempo medio que transcurre entre la pérdida de un empleo y la consecución de otro) se ha disparado desde los noventa días de 2007 a los más de dos años en la actualidad. Este caldo de cultivo en las relaciones laborales impacta sobremanera en las condiciones de vida de la sociedad, de forma que la población en riesgo de pobreza se incrementa hasta el 27,3 por ciento de la totalidad. En el caso de que no se tenga un empleo, el riesgo de pobreza afecta al 39,9% de la población, mientras que en las personas con ocupación se reduce al 11,7 por ciento.
Pero la población en riesgo de pobreza es un indicador relativo que mide desigualdad. No mide pobreza absoluta, sino cuántas personas tienen ingresos bajos en relación al conjunto de la población. Es decir, como toda la población tiene ingresos más bajos, relativamente queda menos contingente por debajo y no porque hayan mejorado sus rentas. Por ello, la tipología laboral actual origina una curiosa conclusión: el trabajar no te exime de ser pobre debido a la alta e irracional temporalidad, a los bajos salarios e, incluso, a las condiciones de sobrecarga al que se ve enfrentado el empleo supérstite.
El sistema tiene sus riesgos porque las carteras de pedido se orientan más a la reducción sustancial de costes en lugar de incrementar la excelencia. Y es porque, en un sistema económico donde la productividad está bajo mínimos y sólo se incrementa cuando la carga de trabajo excede por encima de nuestras posibilidades sin contraprestación salarial, a corto plazo, lo rápido y sencillo es depreciar. Además, la particularidad de la productividad laboral en nuestro país es que es anticlícica, de forma que el producto por trabajador aumenta en las crisis y disminuye en épocas de expansión, obviando los procesos de innovación.
Con estas condiciones, se ha propiciado un proceso de devaluación interna generalizado con el objetivo de favorecer la competitividad con salarios nominales que se han desplomado un 6 por ciento en el último año, llegando hasta un 2 por ciento en el caso de las retribuciones salariales reales, con un incremento importante de empleo de menor destreza, mayor temporalidad y peores condiciones laborales. Esta podría ser una de las razones explicativas con mayor peso de la existencia del porcentaje creciente de personas que acceden a la economía sumergida con la finalidad de incrementar rentas.
No cumplir con nuestras obligaciones nos coloca en clara desventaja a la hora de garantizar nuestros derechos. Por ello, la concienciación, la sensibilización y la ejemplificación en el comportamiento, tanto en el ámbito de lo privado, como de lo público, son pilares sobre las que se tiene que basar la minimización de cualquier comportamiento ilegal en materia fiscal, laboral, económica y hasta administrativa. Pero la economía sumergida no sólo se combate con un sistema ejemplarizante de sanciones dotado de los medios adecuados a través de la interrelación entre los diferentes departamentos de la administración pública, y así mejorar los mecanismos de detección de cualquier situación irregular, sino que ha de estar combinado con políticas generadoras de estructura económica que facilite los condicionamientos oportunos para la existencia de procesos de inversión rentable y empleo de calidad. Y por ahora, esta última parte está pendiente.
Intentar ser más competitivos a través de la devaluación social no parece una óptima solución, porque no soluciona los problemas, sino que, simplemente, los aleja.