Veinte años después de haber sido oficialmente barrido del discurso politico de los grandes partidos canarios, el insularsmo ha vuelto. ¿Ha vuelto? Algunos dirán que no se fue nunca. La pugna política derivada del viejo pleito siempre ha permanecido larvada en el tira y afloja presupuestario, en el debate sobre la representación electoral y en las sumas y restas sobre distribución de sedes o repartos de cargos.
A pesar de las excrecencias derivadas del pleito insular, la asunción del Estatuto de Autonomía por parte de todos los partidos parlamentarios vino a suponer en Canarias algo parecido a lo que la aceptación de la Constitución supuso en el sistema nacional de partidos, una suerte de consenso general sobre las reglas del juego. Contando incluso con algunos episodios de enfrentamiento interinsular, alimentados por los medios y fruto del escaso peso político de CC en Gran Canaria, el problema de la representación insular se fue sorteando en los últimos años con sucesivos gobiernos de Coalición Canaria en los que la cuota de poder de Gran Canaria en la administración regional venía representada alternativamente por el PP –muy mayoritario en la isla redonda y muy cohesionado regionalmente bajo la dirección del grancanario Jose Manuel Soria– o por el PSOE, con un discurso regionalista muy nítido y asumido por las sucesivas direcciones socialistas, controladas en los últimos años por liderazgos con mayor presencia grancanaria.
Ese equilibrio de fuerzas, siempre deficitario para Gran Canaria en el Gobierno, fue sorteado por el cumplimiento más o menos regular de una vieja máxima bastante extendida en Tenerife, según la cual, la isla que preside el Gobierno paga peaje por hacerlo. Es discutible que así haya sido, pero el Archipiélago no se vio abocado a problemas serios de enfrentamiento institucional hasta que José Miguel Bravo de Laguna –con dificultades para compartir su liderazgo con Soria– comenzó a elaborar un discurso netamente insularista, imitando el periclitado modelo original de las Agrupaciones Independientes, y más específicamente de ATI. En Tenerife, un recién estrenado Carlos Alonso –deseoso de consolidar un liderazgo no obtenido en las elecciones y ganado sin combate previo por retirada de Ricardo Melchior– le entró inmediatamente al trapo… y se avivó en debates bastante estériles e insustanciales sobre presupuestos, repartos y legislación.
El Gobierno regional acabó desdiciéndose de uno de sus proyectos más importantes, inspiración del propio Paulino Rivero –la Ley de Turismo– y cediendo ante la presión grancanaria, presentada con rotundidad como una presión “en defensa de la Isla”. Bravo logró consolidar posiciones, que no le sirvieron para revalidar la presidencia del Cabildo, porque fue expulsado del PP y de sus listas, y acabó concurriendo a las eleciones locales con un partido de inspiración insularista, Obtuvo unos resultados mediocres, aunque llamativos teniendo en cuenta la irrupción de nuevas fuerzas políticas y el extraordinario fenómeno que supuso la candidatura insular de Antonio Morales. Aunque su experimento fue un fracaso, Bravo dejó el recurso al pleito bien instalado en el discurso y el imaginario grancanario. Primero, por imitación de Román Rodríguez, condenado a representar Gran Canaria al no lograr trascender electoralmente su propia isla, y después por el bloque de poder de izquierdas, surgido en Gran Canaria como reacción a la hegemonía mantenida del PP y el deterioro nacional de la derecha.
El sorprendente –e inesperado para el PP– sorpasso electoral de la izquierda, permitió desplazar a los populares de todas las corporaciones importantes de Gran Canaria y articular gobiernos en los que Nueva Canarias ocupa la centralidad, sin detentar necesariamente siempre el poder. De hecho no lo tiene en la capital. El contagio de un discurso más próximo al insularismo, pero con un tono izquierdizante, se basa a partir de ese momento en una potente y bien articulada crítica a la falta de proporcionalidad del sistema electoral –que en las pasadas elecciones favoreció paradójicamente a Nueva Canarias frente a Ciudadanos, por ejemplo– y también en una difusa denuncia de desequilibrios a favor de Tenerife en las inversiones regionales. Se trata, sin duda, de un cóctel de éxito, como prueba la decisión propagandística de Antonio Morales de crear en el Cabildo de Gran Canaria una comisión de estudio sobre los desequilibrios, que puede definir algunos de los próximos episodios de conflicto. Esa iniciativa es fruto también del principal error de Fernando Clavijo en la formación de su Gobierno, del que excluyó a Nueva Canarias.
La tensión entre las dos formaciones nacionalistas es la que ha provocado el rebrote de una versión nueva de insularismo, inmediatamente contestada desde Tenerife por el Cabildo, y arengada –probablemente a petición del propio Cabildo– por unas asociaciones empresariales con escasa capacidad de iniciativa política y caracterizadas en los últimos años por una creciente pérdida de influencia política y social. El gen político insularista, de origen tinerfeño, parece estar contagiando de verdad y de nuevo los hábitos y formas de hacer política en las islas: un chusco episodio de pulso entre el presidente del Cabildo, Carlos Alonso, y el Gobierno que preside su colega Fernando Clavijo ha demostrado que al Gobierno le quedan recursos para poder aplicar y defender criterios de equilibrio y proporcionalidad en las inversiones y el gasto público. Pero esta guerra sólo acaba de empezar. No es sólo una cuestión política lo que la empuja. Son ocho años de escasez y pelea sistemática por el poco dinero que nos llega de Madrid. Y sobre todo, es el resultado de una sociología política y electoral de la ciudadanía de Canarias que –en pleno siglo XXI– no acaba aún de sobreponerse a los viejos y arraigados temores de hegemonía provincial que rompieron Canarias a finales del siglo XIX.