Ahí es nada concederme a mí un premio a la trayectoria profesional, el primero que otorga la Asociación de la Prensa de Tenerife y, por si no fuera bastante, un premio que lleva el nombre, para los periodistas tinerfeños sacrosanto, del fundador y primer presidente de esta Asociación, don Patricio Estévanez Murphy. ¿Qué he hecho yo, queridos compañeros y amigos, para que ustedes me hagan esto?
Quizás, pienso, porque soy un superviviente de una generación de periodistas que se las vio y se las deseó (no todos) para salir adelante en un tiempo que se suele calificar de gris, y uno, desde la perspectiva actual, lo ve mas bien color negro humo.
Creo que han querido ustedes reconocer en este veterano escribidor el esfuerzo de cuantos mantuvimos en vilo, a trancas y barrancas, durante años que parecieron interminables, el derecho y la voluntad de hacer periodismo como cabía hacerlo en tiempo de penurias y de mordazas, saltándonos en lo posible, cada vez que se veía entreabierto cualquier resquicio, los límites estrictos, férreos, impuestos por el sistema imperante, y decir como se podía lo que parecía imposible decir.
Pertenezco a la generación de periodistas que aprendió a escribir entre líneas (no todos querían hacerlo ni lo hacían), a estrujar las palabras y darles la vuelta, casi como a un calcetín, para que llegara el mensaje, la noticia, al lector inteligente y perspicaz. La generación que se arriesgó (no todos) a burlar, cada vez que lo tuvo a su alcance, el valladar de los censores, implacables unos (por lo general, los más zotes); otros, escurridizos y más transigentes, permisibles hasta donde su magnanimidad no los comprometiera, política y económicamente.
El negro humo se deteriora con la intemperie, lo que permite la aparición, casi imperceptible por lo común, de pequeñísimas grietas o estrías por las que tratan de asomar los pigmentos que se mantienen detrás. Así era, más o menos, el juego: una extraña mezcla de desafío, de divertimento y de provocación. Me vienen a la memoria algunas de aquellas tretas. Para no aburrirles, recordaré sólo una, corta pero expresiva. Los días anteriores a aquel 20 de noviembre en que empezó a fraguarse la libertad, los teletipos de agencias transmitían diariamente el parte médico sobre el estado de salud del dictador, de obligada publicación. El despacho solía entrar después del mediodía, casi al cierre de la edición de La Tarde. Lo firmaban los facultativos que atendían al enfermo, por lo que se suponía que reflejaba su situación clínica y sus padecimientos, pero sin duda para encubrir el verdadero estado del paciente, venían redactados en un lenguaje tan críptico, era aquello una jerga de tecnicismos tan enrevesada, que nadie que no dominara la medicina era capaz de desenmarañarlo. Pues bien: nosotros —me refiero a Alfonso García-Ramos, a José Manuel Pérez y Borges, a mí mismo— llamábamos con rapidez a nuestros amigos médicos, los doctores Alberto de Armas García o Victoriano Ríos Pérez, les leíamos el telegrama y ellos nos daban, como diría un castizo, la traducción en cristiano. Con pareja celeridad, lo incluíamos, como era preceptivo, en la primera página, seguido de la versión inteligible, comprensible, precedida de una breve nota explicativa, redactada en estos o parecidos términos: “Puestos en contacto con los servicios médicos de La Tarde, nos aclaran que la salud del ilustre enfermo se ha agravado, le fallan las constantes, se le debilita el corazón, el pulso es más débil; en definitiva, que aquello iba de mal en peor. ¡La Tarde, que apenas tenía donde caerse muerta, presumiendo hasta de servicios médicos! Y mientras Pepe el Músico limaba con la escofina las rebabas y salientes del plomo de la última teja para que la rotativa iniciara la tirada del periódico, nos íbamos al cercano bar El Combate a tomarnos el penúltimo güisqui o la penúltima copa, para descargar en lo posible la tensión acumulada a lo largo de la mañana, casi siempre unas mañanas de locura.
Pero no solo eso: cuando salía de la rotativa el primer ejemplar, el maquinista la detenía. Entonces un muchachillo de confianza o el más veloz de los que voceaban el periódico por las calles de la ciudad, corría con el ejemplar calle Viera y Clavijo arriba hasta la delegación de Información y Turismo, en la Rambla, donde el señor censor aguardaba pacientemente. Con el lápiz rojo en mano, el señor censor pasaba revista al diario, página por página, sabedor, por experiencia, dónde le podíamos meter, y dónde no, algún gol. Si no descubría nada que fuese non sancto, estampaba el sello oficial, lo rubricaba con su inconfundible garabato y lo devolvía al muchacho, que regresaba a velocidad de crucero, porque no había tiempo que perder; solo que en un punto concreto del itinerario de vuelta, justo donde podía divisársele desde la puerta lateral del edificio de Suárez Guerra, esquina a Pérez Galdós, sede del vespertino tinerfeño, lo agitaba unas cuantas veces en el aire, como en señal de victoria, para que la rotativa comenzara de nuevo a funcionar.
Sin embargo, más de una vez no ocurrió igual. Por ejemplo, la última. La víspera del aquel 20 de aquel noviembre de aquel año, Alfonso escribió un Pico de Águila, título de su sección habitual, que se insertó en la primera página y comenzaba, más o menos, así: “Como diría Ortega, lo bueno que tiene esto es lo mal que se está poniendo”, y por ahí continuaba. ¡Para qué fue aquello! El pibe no regresó de la delegación de la Rambla hasta que le entregaron en mano el telegrama de la dirección general de Prensa con la orden de secuestro; una confiscación muy delicada y difícil de tomar aquel día, pues se sabía de sobra que el moribundo estaba dando las últimas boqueadas. A media tarde, cuando el artículo censurado se pudo sustituir, para que el periódico saliera, por un parte meteorológico anunciador de una inestabilidad atmosférica general en todo el país, que nos vino como anillo al dedo, llegó también a la redacción el soplo de que nos anduviéramos con cuidado hasta que amainara el temporal. La decisión final fue refugiarnos, yendo cada uno por separado a la Cruz del Carmen, en el monte de las Mercedes, y allí, por la comprensión y la generosidad del propietario del restaurante, y con el auxilio de un pequeño aparato de radio, nos mantuvimos atentos a la evolución de los acontecimientos, hasta que, al filo del amanecer, se supo lo que se supo, y optamos por regresar a nuestros hogares. Las esposas de los que quedamos y las viudas de los que ya no están con nosotros pueden testimoniarlo, sobre todo por el disgusto que les dimos con nuestro inexplicada ausencia. El teléfono móvil estaba lejos todavía.
Cuando mi buen amigo y excelente compañero Juan Galarza, presidente de la Asociación de la Prensa de Tenerife, me comunicó la concesión de este premio que hoy recojo con emoción y con orgullo, dije que para mí tiene, ante todo, el valor y la significación de haber sido ustedes, queridos compañeros y amigos, quienes decidieron otorgármelo, y porque lleva el nombre, digno de tanto respeto como admiración y veneración, de uno de los grandes maestros del periodismo canario.
Llevo años alejado del ejercicio profesional del periodismo. Pero desde entonces hasta hoy he procurado mantenerme vinculado a la actividad periodística. Creo que soy el decano, no sé si de Canarias pero sí de Tenerife, de los periodistas que continuamos al pie del cañón. Va para una decena de años que conseguí fundar, después de no pequeña batalla, los Anales de la Real Academia Canaria de Bellas Artes, que desde entonces dirijo, aunque, bien es verdad que últimamente he ido soltando lastre, dejándolo en manos del subdirector, mi ilustre compañero académico el doctor Lothar Siemens Hernández. También, después de otra batalla, logré que cuajara la idea de crear una publicación que fuera núcleo de difusión, plataforma de análisis e investigación, y de conocimiento, de la personalidad y la obra literaria y doctrinal del gran humanista canario José de Anchieta, nacido en San Cristóbal de La Laguna en 1534, recientemente canonizado por el pontífice romano, el papa Francisco. Por fin salió el primer número de la revista Anchiétea, órgano de expresión de la cátedra cultural Padre Anchieta de la Universidad de La Laguna, de la que soy redactor jefe. Y sin usurparle el puesto a ningún compañero, porque mi tarea en ambos medios, igual que mis colaboraciones ocasionales en la prensa del país, ha sido y sigue siendo vocacional, por el placer y la ilusión de no perder las mañas y no perder amarras con una actividad humana que, hace muchísimos años, me subyugó un día para siempre; la misteriosa atracción del olor a la tinta de imprenta, un narcótico del que, si lo probabas, nunca más conseguías librarte.
La trayectoria profesional de un periodista, sea cual sea su rumbo, será siempre incierta e impredecible: la que marca la vida fluyendo sin detenerse, la de la actualidad. En este país donde las amargas palabras de Larra siguen teniendo actualidad, la trayectoria profesional de un periodista, más que a otra línea se asemeja a un zigzag. Está llena de recodos, de sinuosidades, de despeñaderos. Qué periodista no lo habrá experimentado. Abrirse paso en la selva selvaggia del mundo de la información nunca fue fácil, ni antes, ni ahora.
Eso en lo formal. Porque la verdadera trayectoria profesional del periodista, a fin de cuentas, se calibra con otros parámetros, esenciales para que el zigzag cotidiano no le haga perder el norte del oficio ni vulnere el pacto que tácitamente acepta cuando se embarca en este menester del periodismo, en apariencia muy atractivo, seductor y grato, pero duro, exigente y azaroso como pocos. Me refiero a la trayectoria de la conducta, la de la fidelidad al compromiso ético con uno mismo y con la sociedad de la que el periodista es servidor. Estos principios los asumió plenamente don Patricio Estévanez desde que comenzó a trabajar en el mundo de la información, y los mantuvo a lo largo de toda su vida como resonador de su conciencia en la tarea diaria.
La figura de Patricio Estévanez
En el primero de los tres volúmenes de Periodistas Canarios. Siglos XVIII al XX, traté de resumir, en la medida que me lo permitía la estructura del libro, la biografía del maestro de periodistas que hoy homenajeamos. Don Patricio, como fundador, como director y como redactor de periódicos ciñó su trayectoria, que fue ejemplar, a los principios inmutables de imparcialidad en la labor informativa y al margen de todo partidismo, lo que no significa que no tuviera ideario político, en su caso el de un republicano de ley, o que debiera renunciar a él o a los compromisos ciudadanos que asumió en la cosa pública, por cierto con extraordinaria eficacia.
La Ilustración de Canarias, primera de las dos grandes publicaciones periódicas del siglo xix en el archipiélago, que sostuvo entre 1882 y 1884 (la otra fue Revista de Canarias del gran don Elías Zerolo, otro referente de máximo nivel de la prensa del archipiélago) y Diario de Tenerife, periódico de entre siglos [1886-1917], en el que don Patricio consagró su lealtad a los ideales que fueron norte de su fecunda labor, con un exquisito equilibrio en la defensa vigorosa, firme pero nunca guiada por apasionamientos ni por mezquinos afanes, de Tenerife y su legítimos intereses, bastan para que tenga un puesto preeminente, no ya en la historia del periodismo insular sino también en la del periodismo nacional. A estas dos publicaciones señeras debemos sumar el bisemanario de política y literatura El Popular, con don Adolfo Cabrera Pinto y los tres hermanos Zerolo Herrera (don Antonio, el poeta; don Tomás, el médico; y el ya citado don Elías) en la redacción; la revista ilustrada Arte y Letras [1903-1904]; la de la logia masónica Tinerfe, nº 114 de la capital tinerfeña, a la que pertenecía como dignatario con el sobrenombre Tinguaro, y el periódico republicano Las Noticias, que dirigió también aquí, en Santa Cruz de Tenerife, con dos tinerfeños de primer rango como redactores, don Rafael Calzadilla y don Alfonso Dugour.
Don Patricio fue un ser maltratado por la vida desde muy joven. En 1862, cuando contaba algo más de once años, se le murieron los padres. Apenas un par de meses después hacía su aparición en Santa Cruz la epidemia de fiebre amarilla que diezmó la capital. Huyendo del contagio, sus hermanos y él marcharon a La Laguna, a la casa de los abuelos, la mítica casona de Gracia, santuario de arte, de literatura, de política, donde continúa creciendo en la memoria de las islas el almendro de la más acendrada canariedad, para siempre florecido en los versos inmarcesibles de don Nicolás. Poco después, la muerte se llevaba a sus hermanos Francisco, Diego el poeta, Isabel y Cristina, y a la abuela Isabel. De toda la familia quedó en la isla únicamente Patricio, el más pequeño de todos, pues el inquieto Nicolás (cuyo centenario, el de su fallecimiento, hemos conmemorado en 2014) andaba ya conspirando fuera del archipiélago, y no tardó en llevárselo con él. Vivió en Madrid por los días en que aquel fue gobernador civil de la villa del oso y el madroño, le siguió a Portugal cuando el exilio, donde fundó y dirigió sus primeros periódicos Miscelánea Ilustrada y la revista infantil La Floresta de la Juventud; fue apresado por no haber impedido que el hermano, ya político temido y temible, escapase antes de ser arrestado por las autoridades portuguesas, y, por presiones del gobierno español, lo expulsaron del país, bajo la acusación (¡qué cosas, Dios!) de ser “un peligroso revolucionario”. Marchó entonces a Inglaterra, y de allí a Francia. Trabajó de traductor en Garnier Hnos. de París, por cuarenta duros mensuales, que no le daban para subsistir. Don Leoncio Rodríguez dice que la etapa parisina de su ilustre colega estuvo plagada de infortunios y penurias. Muchas noches se refugiaba, como si fuera un indigente, y en realidad casi lo era, en los porches de las iglesias, mientras que, en los crudos inviernos, lo hacía en los museos. En ellos, contemplando morosamente, sin prisa, arte y más arte, curtió bien su sensibilidad, enriqueció su espíritu, aguzó su mirada, penetró en la esencia de la creación artística. Por entonces comenzó a enviar colaboraciones al periódico El Globo de Madrid: crónicas sobre las islas, la mayoría con noticias recibidas por vía epistolar, que fechaba ¡asombrémonos! en Santa Cruz de Tenerife, La Laguna y La Orotava, y casi al mismo tiempo lo hacía a la tinerfeña Revista de Canarias de su amigo y admirador don Elías, con jugosos artículos sobre la actualidad política, cultural y social de Francia, bajo el título Correspondencia de París.
En 1880 su salud se resintió seriamente y decidió regresar a la isla donde había nacido. Al dar don Elías Zerolo en su revista la noticia del retorno de don Patricio a su tierra, escribió: “Es el canario más canario que he conocido”.
Fue don Patricio Estévanez una personalidad de primerísimo rango en la vida política, social y artística de las islas: concejal del Ayuntamiento santacrucero, cargo que abandonó para asumir la vicepresidencia segunda en la sesión constitutiva del Cabildo Insular de Tenerife, en 1913; consejero y presidente accidental de la corporación insular, presidente de la Real Academia de Bellas Artes de Canarias al ser restablecida en Santa Cruz de Tenerife en el indicado año 1913; primer presidente de la Asociación de la Prensa de Tenerife cuando fue fundada en 1902, presidente del directorio del partido republicano federal, etc, etc. (Permítanle a este viejo telegrafista que recuerde, en esta letanía de cargos y distinciones, que don Patricio ostentaba con mucho orgullo, entre otros títulos, el de Telegrafista de honor, que se ganó en buena lid por su certera defensa del amarre en Santa Cruz de Tenerife, entonces capital de Canarias, del cable telegráfico que unió a partir de 1883 el archipiélago con la Península Ibérica y el mundo exterior, como se había proyectado, que otras islas y otras poblaciones trataban de arrebatarle. Su ciudad natal le debe consecuciones importantes en campos como el urbanismo, las artes, y otros.
Sus ideas y sus iniciativas las defendió con tenacidad y claridad desde las columnas de la prensa y en los cargos públicos que desempeñó. Nunca se preocupó por firmar. “Rarísima vez —escribió en cierta ocasión— y sólo cuando una determinada circunstancia lo ha exigido, ha aparecido mi firma al pie de algún artículo de periódico, aunque podría contarse por toneladas el papel que he emborronado”.
Don Patricio Estévanez jamás fue mercenario de nadie, fuese quien fuese, ni de ningún grupo o partido político, fuera el que fuera. Su adscripción a los ideales republicanos federalistas no enturbiaron ni se interfirieron jamás en su labor. Era un periodista de raza y a carta cabal. En Diario de Tenerife, su periódico, no solo llevaba la dirección; hacía de todo, en medio de dificultades y carencias que hoy parece imposible: editorialista, redactor de calle, reportero, redactor de mesa, corrector de pruebas, corrector de estilo, comentarista, cortafuegos de las rencillas y los agravios insulares, y tantas cosas más. Solía recorrer todas las mañanas los despachos oficiales y los centros neurálgicos de la capital en busca de las últimas noticias, las más vivas y recientes de la jornada, y aguardaba con paciencia pero también con nerviosismo los telegramas con las escasas y a veces casi ininteligibles noticias que llegaban a las islas cada día desde exterior.
Pero más aun que por su sacrificada trayectoria profesional, don Patricio fue un periodista de pies a cabeza por su idea del periodismo, por cómo trataba la información, por su concepto de lo que era un periódico como instrumento al servicio de la sociedad, y por su visión serena, recia, desapasionada, de la realidad canaria, con el irredento pleito insular gravitando en momentos convulsos en que las islas necesitaban avanzar unidas para superar la penosa situación de desamparo, de subdesarrollo y de marginación que padecía el archipiélago, que el desdichado pleito, por egoísmos insularistas, torpedeaba sin tregua. Lo de siempre, el rayo que no cesa.
En un emotivo artículo, éste con su firma, en Diario de Tenerife, publicado el primero de enero de 1917, cuando se aprestaba a dejar la dirección del periódico, para viajar, enfermo ya, a Madrid con el fin de ser tratado por los radiólogos tinerfeños hermanos Ratera, resumió, en lúcida síntesis, su fecunda trayectoria humana y como periodista.
Se refiere en primer lugar don Patricio al medio siglo que dedicó a la vida pública, calificada por él en su humildad como labor “modesta y oscura”; confiesa que llegó al periodismo “por afición” y que creó Diario de Tenerife “sin la menor idea de lucro”, únicamente para defender “con todos los entusiasmos y todas las energías […] los derechos e intereses de Tenerife”. Reconoce luego que la suya había sido “una vida larga, trabajosa y accidentada; errante por el mundo una gran parte de ella y sufriendo persecuciones y destierros y las penalidades de una emigración”, y añade estas dolientes palabras: “mísera existencia en la que han sido más las contrariedades que las satisfacciones”, preocupado en todo momento “más por el bien ajeno que por el bien propio”, sin esperar nunca nada a cambio. Admite luego su derrota por la vida y deja paso a la juventud, para que el periódico, en manos juveniles, no muriera; solo que el esfuerzo de aquellos jóvenes no lo pudo evitar. Cuando don Patricio regresó de Madrid, Diario de Tenerife había desaparecido ya. Su sentencia fue inapelable: “Muerto el Diario, me di yo también por muerto”. Y así fue, aunque la muerte física le llegara nueve años después, el 28 de agosto de 1926. Desaparecía con don Patricio Estévanez un ser “modesto, sencillo, noble y generoso”, como dijo de él otro gran periodista coterráneo y coetáneo suyo, don Francisco Martínez Viera; las islas, Tenerife en particular, perdían un periodista tesonero, luchador, comprometido, que dejó la huella imborrable de su limpia trayectoria profesional.
Comprenderán ustedes con cuanta emoción y a la vez con cuanto orgullo recibo hoy el premio de la Asociación de la Prensa de Tenerife que lleva su nombre. Nunca pensé alcanzar una distinción de esta magnitud. Pues, a diferencia de don Patricio, mi trayectoria profesional ha sido humilde y nada relevante. En lo único en que, sin duda, sí podría asemejarme a él es en el amor a la tierra, al lugar donde nací, donde he trabajado toda mi vida, siempre con la palabra como única herramienta, y donde quisiera que acabaran mis días, a la sombra amable, fresca y melancólica del almendro de los recuerdos y de las vivencias gratas e ingratas, pues de todo ello la vida se compone, devanándolos unos y otras como un ovillo de ternura mientras la cada vez más débil llama del tiempo se va consumiendo.
Gracias, una vez más queridos compañeros y amigos. Gracias, desnuda la palabra gracias de todo aditamento, de cualquier calificación, que no daría la medida de mi gratitud.
*Texto de su intervención en el acto de entrega del Premio Patricio Estévanez