Cuando conocí a don Elfidio Alonso Rodríguez el viejo periodista que había dirigido el Abc Diario republicano de izquierdas, era mucho más joven que su hijo. Pero por su hijo fui al padre y por el padre entendí mejor a su hijo Elfidio, al que ahora, cuando ya tiene los años de un bisabuelo, se le rinde homenaje por lo que más quería su padre: su ser periodista.
En aquellos tiempos, los años 70 del siglo XX, se hablaba del exilio en voz muy baja; los exiliados eran vistos aún como seres a los que había que silenciar, cuyas biografías se tenían que tergiversar, para que vivieran aún en la oscuridad maledicente que acompañó a la guerra. Los vencedores generaron una nube de plomo sobre los perdedores, y hablar de los que se habían tenido que ir debía ir acompañado con el cuchicheo y con la delación y la maledicencia.
Don Elfidio, que hizo un trabajo ejemplar como periodista, y que, al mando de un periódico que había sido monárquico defendió la causa republicana sin romper ni un plato del ajuar de aquel diario, el Abc que en Sevilla seguía siendo monárquico y que en Madrid era tricolor, era un ciudadano borrado de la memoria de la posguerra. Por supuesto, su familia lagunera, su mujer, su hijo, los parientes que siguieron fieles a su tránsito por los años difíciles de la posguerra, mantuvieron su rastro y su memoria; pero en la vida cotidiana, en la crónica y en la historia, un hombre así tenía que ser borrado por la autoridad civil que era a la vez rabiosamente militar.
Conocí al hijo antes de saber del padre. Elfidio Alonso era entonces un joven de menos de treinta años que ya era un periodista para todas las estaciones. Escribía de cine, de música, de baloncesto, de fútbol; escribía de política internacional, de teatro, escribía teatro, era en El Día, adonde volvió cuando ya estaba yo en la Redacción, anfitrión de todos los extranjeros importantes que venían a la isla, y generaba siempre ideas que aprovechaban otros o que él llevaba a cabo con otros, entre ellos yo mismo.
Mi primer contacto con Elfidio Alonso hijo fue a través de un billete que escribía en la página 2 de El Día. Se titulaba Aquí, La Laguna. Como estudiante lagunero que fui, también fue en La Laguna donde me hice comprador cotidiano de la prensa, y esa sección de Elfidio siempre me llamó la atención entonces porque no sólo hablaba de lo que acontecía en La Laguna, sino que contaba la ciudad como si ésta fuera una fuente de inspiración para contar la vida.
Lector habitual de prensa extranjera, y sobre todo lector de ensayos, de revistas de pensamiento de entonces, su pasión por contar devino rápidamente en cosmopolita. Y en su reingreso a El Día asumió una columna de comentario internacional que tituló, porque a esa hora lo escribía, Al filo de la madrugada. Ahí se advertía, más que en ninguna de sus otras dedicaciones tan polifacéticas, su espíritu rabiosamente contemporáneo, su ascendencia republicana, su lucha a favor de una socialdemocracia que entonces aún tenía estandartes tan decisivos como Olof Palme o Willy Brandt.
Aquellas columnas forman parte de lo mejor que se ha hecho en el periodismo isleño para quitarle a las islas ese aspecto sobrevenido de terruños felices de estar lejos. Elfidio Alonso, que así se firmó siempre, excepto cuando se llamó a sí mismo Basket, o cuando asumió con otros la firma Descartes, para la sección Envido 7 que hicimos también en El Día, desarrolló entonces una gran labor de divulgación de lo extranjero como contrapeso al delirio franquista representado aquí por censores con los que muchas veces tomábamos whiskies porque en la calle coincidíamos todos.
En aquel Elfidio de los primeros tiempos yo no supe ver todavía la huella del padre. En primer lugar, porque no lo conocía, y en segundo término porque aún esa conversación no era habitual entre nosotros. El padre estaba lejos, preterido de los medios canarios, presente sin embargo en lo más íntimo de su alma; a veces afloraban el nombre propio, los recuerdos propios, las andanzas republicanas, el camino final al exilio. Pero había, y hay, en este Elfidio Alonso una defensa sin tregua de la intimidad, y el padre era entonces parte de su piel más íntima, de una memoria incompleta que poco a poco, gracias a que el padre volvió finalmente a España y se lo encontraba con frecuencia fuera de las islas, y empezó a completarse en el joven Elfidio el encuentro que iba a hacerlo plenamente hijo y plenamente identificado con el hombre que le dio el ser y, luego lo supe, la vocación y hasta la gallardía.
Un hijo de exiliado es un exiliado más. La primera vez que estuve con don Elfidio, en su casa de París, cerca de los Campos Elíseos, le pregunté por su marcha de España. Él me contó, con la expresividad sin arrogancia con que lo contaba todo, su paso por la frontera pirenaica hacia territorio francés. La penuria de aquella gente siempre me evocó luego los relatos que se hicieron del paso, por los mismos lugares, de Antonio Machado y de tantos exiliados españoles que sufrieron la penuria y la persecución, aún más allá de la propia guerra.
Cuando escuché esas andanzas terribles, esa expresión de soledad y penuria que dejó la guerra en los rostros y en las almas, aun vivía Franco, pero padre e hijo se habían encontrado, ya eran habituales sus conversaciones y sus encuentros, en Madrid, en San Sebastián, donde fuera. Y esas conversaciones me ayudaron a entender al padre en su triste ausencia de La Laguna, y me ayudaron a entender al hijo, su melancolía del padre, su lucha por seguirlo hasta en lo más recóndito de su memoria y de su sufrimiento. Como si al exilio del Elfidio padre le siguiera el exilio del Elfidio hijo, como si ambos vivieran exiliados el uno del otro y en busca uno del otro como se busca, en algún momento de la vida, que el espejo nos devuelva en el viejo el viejo que algún día seremos.
Esa reflexión, y esta memoria, me ha ayudado, repito, a entender mejor a Elfidio. Él ha completado algunas ambiciones del padre: la escritura, la acerada visión de la realidad, y de la actualidad, el sentido del humor ácido, habitado por multitud de experiencias que el padre transformaba en relato, o en conversación, y que Elfidio hizo, ha hecho, una crónica sin vuelo en el verso de lo que estaba pasando en el mundo. Imagino que en esas columnas que escribía al filo de la madrugada había una línea que lo llevaba al encuentro del padre, hasta que al fin se encontraron en la propia tierra, bajo la casa en la que también convivieron él y Magda con la figura menuda y radical que fue la tía María Rosa, la hermana de don Elfidio. Era como si se completara la familia, como si ya ni padre ni hijo fueran a ser nunca más exiliados.
Un día me dijo don Elfidio, hablando del puesto político más notorio que tuvo el hijo, que la mayor aspiración de un ciudadano debe ser la de llegar a ser alcalde su pueblo. Elfidio lo había logrado. El padre, que en tantas cosas circunstanciales, políticas, por ejemplo, estuvo en desacuerdo con el hijo, estaba plenamente orgulloso; los dos llegaron a mostrar una identidad, no sólo física, sino espiritual, una elegancia parecida, una atención similar a lo que pasaba, un genio común para buscar en la vida el ritmo que la hace más vivible. A don Elfidio no le importaba nada el folklore, Elfidio hizo que el folklore adquiriera, a partir de Los Sabandeños, el carácter de himno del alma canaria; al padre no le tentó jamás el nacionalismo, pero en aquellos tiempos de convivencia en El Puente, la hermosa casa de Magda y de Elfidio, el todavía joven Alonso Quintero creía que la patria es un peñasco inigualable… Pero los dos caminaban juntos, caballeros republicanos capaces de remar en el mismo barco sin exigir que el otro arriara su bandera a favor de la bandera del de al lado. Los dos enseñaban tolerancia, altura de miras, y el triunvirato Alonso que culminaba María Rosa, basaban la discusión sobre la vida en la abundancia de cultura, en las estanterías y en la mente.
Ha hecho muchas cosas Elfidio Alonso. Ha sido un periodista atento y magistral; ha defendido la entrevista como un género de conocimiento y acogida; ha cultivado una manera insólita de la crónica: sincopada, moderna, ajustada a lo que el lector debe saber plásticamente de aquello que está contando; la crónica de costumbres y la crónica de los desastres que juntos vimos y contamos para vergüenza de aquellos tiempos en que estaba prohibido hablar de los sufrimientos isleños. Y, por supuesto, ha puesto en lo más alto de la creación cultural canaria lo que entonces estaba metido en un cajón con naftalina: el folklore. Sin su pasión ahí se hubiera quedado el folklore. Pero él lo animó, lo hizo arte nuevo.
Sé que este premio Patricio Estévanez celebra su periodismo. Yo creo que de todas las cosas que hizo Elfidio Alonso, y sigue haciendo tantas, ha sido el periodismo la que cuidó como si en ella residiera una conversación interrumpida en la niñez y que por fortuna siguió luego con el hombre al que ya se parece no sólo en los gestos o en la nariz o en los ojos sino en lo que es lo esencial de un hombre que de una manera u otro rozó el exilio en su propia tierra: la melancolía. Esta mañana, en el Paraninfo, en un homenaje de la Universidad de La Laguna a Antonio Tejera Gaspar y a Los Sabandeños, Fabiola Socas y José Manuel Ruano cantaron esta bella folía: “Un arrorró cuando niña/ de joven una saltona/ luego una folía triste/ ahí tienes mi vida toda”.
Elfidio sigue cantando, como su padre cantó. Republicano hasta el fin, hasta el fin periodista. Hasta el fin será dignísimo hijo del más digno exilio.
*Texto de su intervención en el acto de entrega del Premio Patricio Estévanez 2018