El club amarillo, perdida la identidad, y devorado por la arrogancia y la improvisación, firma una temporada nefasta entre los grandes.
No se sabe lo que se tiene hasta que se pierde. Con esta frase simple, pero real y categórica, se puede resumir la temporada 2017-2018 de la UD Las Palmas, la temporada del adiós, o quizá del hasta luego, para el club amarillo en la Primera División.
Se pueden enumerar múltiples causas, pero sobre toda hay una. Por los motivos que fuera, falta de visión o delirios de grandeza, Las Palmas dejó marchar el sello de la Casa Amarilla, la identidad que siempre ha demostrado el conjunto de Pío XII.
Esa identidad es el jugador de la tierra, el perfil canterano que antes hizo grande al club, aunque al mismo tiempo habría que señalar que algunos de esos exponentes han acumulado una parte de culpa importante, por comportamientos infantiles, y por una escasa formación no futbolística que al final también se refleja en lo que ocurre dentro y fuera del terreno de juego.
Porque el reconocimiento a esa identidad, la del futbolista canario de pura raza, conlleva, de igual manera, una crítica a los que pisan el verde, porque deben saber, tanto en Gran Canaria como en Tenerife, que jugar al fútbol no está exento ni te exime de trabajar una formación académica que te ofrezca, entre otras cuestiones, discurrir con rapidez y sensatez para evitar situaciones del todo esperpénticas. Siempre hay tiempo para la formación, para estudiar, para crecer dentro y fuera del campo.
El máximo responsable
Regresando al apartado deportivo y los pésimos resultados del equipo amarillo, hay una cosa muy clara: el máximo culpable es el presidente, para lo bueno y lo malo, un presidente que sacó de lo peor a la entidad, pero que luego se dejó llevar por las alharacas y el glamour de la mal llamada Liga de las Estrellas. Porque esa es la marca que define la trayectoria de Miguel Ángel Ramírez al frente de la UD Las Palmas: ha monopolizado todas las decisiones de la entidad, para lo bueno y para lo malo, elevado a los altares o arrastrado por la deriva nefasta del equipo en los últimos meses.
Lo cierto es que la gestión deportiva, en manos de Luis Helguera y Toni Cruz, resultó ser una auténtica debacle, y, ojo, no tanto por la no continuidad de Quique Setién. Sin duda el actual técnico del Betis es un gran entrenador, pero es preciso recordar que nunca antes le habían dado la oportunidad en la máxima competición, algo que sí hizo la UD Las Palmas de la mano de Ramírez. Y, justo es decirlo, no puede ser que un subordinado pida el poder absoluto.
Al mismo tiempo, tampoco puede ser que Helguera y Cruz presentaran a un entrenador italiano como su sustituto, y no porque el tal De Zerbi no valiera, sino porque es complicada una adaptación para un proyecto que necesitaba crecer. Resalto esta circunstancia porque lo más fácil y simple desde mi posición sería decir que la culpa de todo esto radica en que no se le dio el poder absoluto al santanderino. Pero eso sería contar una verdad parcial.
Me gustaría destacar que hay un mal endémico en el aficionado de cualquier lugar. ¿Saben cuál es? Con respeto lo digo: todos nos acostumbramos a lo bueno de manera rápida y nos olvidamos de lo que se sufrió en el pasado hasta llegar a Primera División. Además, las quejas no se deben hacer cuando la cosa está perdida, se deben hacer cuando aún es posible la rectificación.
En otro orden de cosas, y seguimos con la parcela deportiva, los fichajes han sido punto y parte, y la elección del banquillo, para echar de comer también aparte.
Me gustaría saber quién puso el nombre de Pako Aysterán en la mesa. En este aspecto, me permito una breve confesión: puedo decir con la boca llena que le dije al presidente: ese no vale. Como también puedo decir, con la boca llena, una consideración sobre la llegada posterior de Paco Jémez: no entiendo nada, si Jémez te pide tiempo para venir que no venga, porque no se puede esperar, nadie es imprescindible aunque sea deseado. Y de todos aquellos polvos, estos lodos que han dado con los huesos del club amarillo en la Segunda División. Lo que tan complicado es de lograr se pierde fácilmente, así de cruel es el fútbol profesional.
La humildad es otro término que desapareció del equipo amarillo, y en este caso no hablo del presidente, que tiene sus pecados y por ellos cargará con la penitencia, como la decisión de hacer un cambio radical en los gestores deportivos. Pero estos sí que perdieron la humildad. Me refiero a Luis Helguera y Toni Cruz; el segundo será postergado, lo que pase con el primero, qui lo sa. La arrogancia es un mal que también infectó a la plantilla, que demostró una falta de respeto absoluta a la afición y la entidad; sin olvidar los comportamientos y salidas de tono de Paco Jémez, creyéndose la última coca-cola del desierto cuando no lo es. Nadie está por encima de nadie y él se creyó su personaje.
Resumiendo, un cúmulo de acciones y reacciones que han ofrecido una resultado nefasto y para agachar la cabeza. La cuestión ahora es: quién llevará el timón para recuperar la Primera División más pronto que tarde. ¿Quién lo sabe?