El negacionismo sobre nuestros problemas económicos resulta más grave cuando es adoptado desde puestos de responsabilidad pública.
Desde el segundo o tercer trimestre del año 2013, dependiendo de la variable considerada, la economía canaria ha retornado a la senda del crecimiento y la reactivación del empleo. La recuperación macroeconómica, fiel a la lógica del ciclo capitalista, ha llegado a las Islas cual Bálsamo de Fierabrás, tentando a algunos a obviar los numerosos desequilibrios estructurales pendientes de ser atendidos. Esta euforia alcista no ha llegado aún a los estratos más débiles de la sociedad canaria. Si, tal y como afirma Joseph E. Stiglitz en su libro La gran brecha. Qué hacer con sociedades desiguales, “la verdadera medida del comportamiento de una economía la da la situación de una familia típica”, quizá sea un poco pronto para lanzar las campanas al vuelo.
Entre los principales talones de Aquiles del sistema socioeconómico canario figuran el elevado grado de desigualdad distributiva y de oportunidades, la alta incidencia de la pobreza relativa, y la limitada movilidad intergeneracional. Los informes Desigualdad, pobreza y exclusión social en Canarias. Análisis de su incidencia y distribución entre la población canaria (publicado en 2017) y Desigualdad de oportunidades y movilidad intergeneracional en Canarias (publicado en 2018), no dejan pie a la duda.
Los investigadores sociales, también los economistas, estamos acostumbrados a que en torno a cualquier acontecimiento o problema social surjan interpretaciones alternativas. Por eso no nos han extrañado las diferentes lecturas que la publicación de sendos informes ha generado, algunas cargadas de una enorme creatividad. Lo que los investigadores no esperábamos es el negacionismo de algunos, aún menos cuando los que tratan de edulcorar la dimensión del problema en Canarias ocupan puestos de responsabilidad pública.
Por este motivo, he desechado, por infructuosa, la idea de atender la invitación a participar con una entrada en este Anuario analizando las principales estadísticas e informes disponibles sobre esta problemática en el Archipiélago. En su lugar, y a modo de terapia para canalizar este sentimiento de frustración que me embarga, he optado por compartir con los lectores algunas inquietudes y reflexiones que, al menos a mí, me han servido para ir desentrañando la naturaleza y alcance de esta problemática.
En nuestras sociedades contractuales, basadas en el intercambio y el juego de la reciprocidad, los pobres y, en general, las personas situadas en los estratos más bajos y vulnerables, al considerarse que nada tienen que ofrecer, tienden a ser excluidos e invisibilizados. Tal y como señala la filósofa española Adela Cortina en su libro Aporofobia, el rechazo al pobre, esta actitud ha sido incorporada a nuestro cerebro evolutivamente, y su superación reclama, en primer lugar, de una educación en el ámbito familiar y escolar, en los medios de comunicación, y, en general, en el conjunto de los medios públicos, que nos reoriente hacia los ideales igualitarios.
Por su extensión y notable incidencia, las instituciones y organizaciones de naturaleza económica se antojan fundamentales. Urge atacar de raíz las grandes inequidades en la distribución primaria o de mercado de la renta (medidas predistributivas), a la vez que restablecemos la progresividad impositiva y reforzamos las políticas sociales propias de nuestro maltrecho Estado del Bienestar (políticas redistributivas).
Resulta difícil sobrevalorar el papel central del mundo empresarial en la construcción de mejores sociedades. En esta tarea de alinear las estrategias empresariales con la consecución de un orden social más justo deviene fundamental revertir la creciente financiarización de la economía y la obsesión por la maximización del beneficio a corto plazo y del valor para sus propietarios (shareholders). En su lugar, las organizaciones empresariales deberían atender a las expectativas de quienes resultan afectados por su actividad (stakeholders, en la acepción más amplia ofrecida por Edward Freeman). La obtención de beneficios no tiene por qué entrar en conflicto con el crecimiento sustentable, el control de riesgos, cuidar los intereses de inversores, empleados, clientes y de la sociedad en su conjunto.
Pobreza como ausencia de libertad
La economía suele ser considerada como la ciencia que trata de superar la escasez, por lo que no debería extrañar que la pobreza, una de las formas más extremas de escasez, entre en su campo de análisis. Desafortunadamente, la preferencia por la profesión a reducirlo todo a un valor monetario, además de constituir en numerosas ocasiones una simplificación excesiva, acostumbra a generar cierta confusión a la hora de distinguir entre medios y fines.
Esta advertencia resulta muy pertinente en el tema que nos ocupa, pues, tal y como nos recuerda el filósofo y economista de origen indio Amartya Sen, la pobreza no consiste únicamente en la carencia de los medios básicos para garantizar la supervivencia, sino que también se plasma en la ausencia de libertad, en la incapacidad para tomar las riendas de nuestras vidas.
La acción política resulta crucial en la determinación de las capacidades de cada persona para conducir de forma autónoma las riendas de su vida. Ante situaciones de escasez o pobreza absoluta, las políticas de protección de corte asistencialista resultan imperativas. Pero una vez las necesidades básicas más urgentes están garantizadas, las políticas antipobreza deben orientarse a la promoción de la autonomía personal, a empoderar a las personas.
La igualdad de oportunidades es una idea muy poderosa y, sin duda, debería constituir una de las aspiraciones prioritarias en nuestra sociedad. No obstante, también son habituales las interpretaciones erróneas en torno a su alcance. Una de las más frecuentes tiene que ver con la hipótesis implícita de que desigualdad de oportunidades y esfuerzo son dimensiones independientes. Desde la psicología hace tiempo que se tiene constancia de lo inadecuado que resulta este supuesto. Así, por ejemplo, de los estudios realizados en la década de 1970 por Martin Seligman sobre la indefensión aprendida y su relación con la depresión, podemos concluir que en entornos sociales con unas condiciones de partida muy desiguales (alto grado de desigualdad de oportunidades) existe una alta probabilidad de que una proporción elevada de la población termine por arrojar la toalla tras comprobar lo estériles que resultan sus intentos por salir de la pobreza, terminando por desarrollar una actitud pasiva ante este tipo de situaciones.
El gran atractivo que encierra la idea de la igualdad de oportunidades también ha empujado a algunos a despreciar la relevancia analítica de la desigualdad de resultados. Parecen olvidar que los resultados ex post de hoy configuran las condiciones ex ante de mañana, que la desigualdad de resultado en la generación actual es la fuente de la (des)ventaja recibida por la próxima generación.
La pobreza es evitable
Parafraseando a Joseph E. Stiglitz, la dimensión de la pobreza y el grado de desigualdad que enfrenta Canarias no es inevitable, ni es consecuencia de leyes inexorables de la economía. Es cuestión de políticas y estrategias.
La lucha efectiva contra estos problemas pasa, en primer lugar, por recuperar la esencia de la política como instrumento para mejorar el bienestar del conjunto de la sociedad, de todos los ciudadanos. Adicionalmente, ganarle la batalla a la pobreza y reducir la desigualdad reclama interiorizar los numerosos avances aportados por los investigadores sociales a nuestro conocimiento en el transcurso de las últimas décadas, y diseñar estrategias de actuación integrales. Es imperativo descartar la idea de que desigualdad y pobreza son asuntos de competencia exclusiva de la Consejería de Asuntos Sociales o del Comisionado de Inclusión Social y Lucha contra la Pobreza del Gobierno de Canarias. Se trata de problemas transversales que requieren de enfoques sistémicos e integrales. En esta tierra, plagada de negacionistas, estos planes deben ir acompañados de mucha pedagogía y campañas de sensibilización.