Un país en combustión

España se ha convertido en un puzzle imposible donde nadie, y menos que nadie el Gobierno de Mariano Rajoy, ha sido capaz de encajar las piezas.

La mirada atrás sobre el año 2017 desde el balcón de los primeros meses ya del nuevo año, en un país con una dinámica política y social endiablada, se hace extraña porque da la sensación de que todo ocurrió hace ya demasiado.

Pero más allá de la insoportable levedad del inmediato pasado en España, la gravedad de algunos acontecimientos políticos y el dramático sentir con que los ciudadanos los han vivido confieren al último año una trascendencia inusitada. El malestar social que venía acrecentándose por la crisis económica, y el descrédito institucional galopante por la corrupción y el bloqueo político han cristalizado en el 2017 en diferentes acontecimientos que han acabado por crear un clima de crisis sistémica de múltiples causas y diferentes manifestaciones externas, que tiene todos los síntomas de una crisis existencial como país.

Durante el año pasado, España se ha convertido en un puzzle imposible donde nadie desde el ámbito político e institucional, y menos que nadie el Gobierno de Mariano Rajoy (PP), ha sido capaz de encajar las piezas. En realidad nadie se ha puesto en serio a ello. Todo el mundo ha observado la compleja encrucijada en la que se han visto situadas la sociedad y la democracia españolas mirando al tendido, con las luces cortas puestas y desplegando un vuelo gallináceo incapaz de afrontar con lucidez, valentía, seriedad y madurez, una situación diabólica que va a ser difícil superar.

Pero todo viene de lejos y trae causa de errores e irresponsabilidades de los agentes políticos de uno y otro signo en los últimos años. Ni la parálisis política y de gestión expresada en los ámbitos de la gobernabilidad y del poder legislativo, ni la crisis territorial provocada por el desafío secesionista en Cataluña, ni la ausencia de complicidades entre fuerzas afines para desbloquear la situación en cualquiera de los ámbitos en que se necesitaba, son elementos que no fueran ya viejos conocidos en los primeros compases del año. Y si todo ello tiene su origen en las consecuencias sociales de la crisis económica y las políticas de recortes de los años previos, los resultados de la doble cita electoral del 2015 y del 2016 no hicieron sino ahondar en los problemas, la incertidumbre y el bloqueo, cegando cualquier posible salida que diera satisfacción a esa mayoría social que exige que la vociferada recuperación económica, que es real, también alcance a las clases medias y a los trabajadores.

Un país al desnudo

Durante el último año los españoles hemos visto cómo, en un país en combustión, el denostado “régimen del 78” se ha visto atacado desde todos los frentes sin que por el momento haya nada alternativo a la vista sin riesgo de dejar el país al desnudo. La llamada “vieja política” del bipartidismo (PP y PSOE) sigue sin marcharse y mandando, mientras la nueva que representan Podemos y Ciudadanos (Cs) no acaba de nacer, mientras los nacionalismos campan por sus fueros. En el eje ideológico, sin embargo, ha quedado claro que la derecha representada en este caso por el PP y Cs no sólo dispone de una ligera mayoría social, que se acrecienta a pasos agigantados por el efecto catalán, sino que además tiene clara voluntad y vocación de poder.

Del otro lado, la izquierda de PSOE y Unidos Podemos sigue atenazada por el sectarismo y las luchas intestinas, inhabilitada por méritos propios para representar una alternativa real con los pies en la tierra. Si a ello le añadimos la falta de voluntad para abrir un debate serio sobre asuntos como el modelo de Estado, la financiación autonómica y la reforma constitucional, el riesgo de convertir la cuestión territorial en una guerra de banderas y de identidades contrapuestas, en lugar de la celebración de las identidades concéntricas a que debería aspirar la “España plural” en el marco del proyecto europeo, el panorama resulta inquietante.

Ante un Gobierno del PP en minoría, débil, ineficaz y paralizado, la oposición no ha sabido sacar provecho de un Congreso donde la pulsión reformista era mayoritaria, aunque desorganizada y sin relato, para forzar cambios, lo que ha convertido el Parlamento en un órgano inoperante, una especie de teatrillo a mayor gloria del populismo. La crisis interna del PSOE, que no ha resuelto el proceso de primarias donde Pedro Sánchez ganó la secretaría general a la andaluza Susana Díaz y se hizo de nuevo con los mandos del partido, mantiene a los socialistas lejos de ser alternativa. Podemos, por su lado, tras fagocitar a Izquierda Unida en una operación vergonzante, celebró su Vistalegre II para abandonar definitivamente el espíritu del 15-M que inspiró el nacimiento el partido, y desveló por fin el estalinismo latente en buena parte de la cúpula, en la que se ha hecho fuerte el sector de Pablo Iglesias.

El peso de la corrupción

En el otro frente, un PP achicharrado por la corrupción que lo ha mantenido todo el año pendiente de los juzgados, donde se han visto a lo largo de los meses algunos de los casos más sonados de toda la democracia (Bárcenas, Gurtel, Lezo, Púnica, etc), y de la comisión de investigación en el Congreso sobre su presunta financiación ilegal, ha logrado sin embargo gobernar a duras penas con el apoyo escuálido de Cs, y aprobar unos Presupuestos de cambio de ciclo económico, con el decisivo voto de los dos partidos nacionalistas canarios, CC y NC. Ello le ha permitido a Rajoy ganar tiempo, superar pese a todo los efectos devastadores de la crisis catalana, e intentar apurar el fin de la legislatura. En Cs, su máximo líder, Albert Rivera, aupado precisamente ante el electorado español por el papel que está jugando este partido en su comunidad de origen, espera viendo pasar cadáveres por la puerta de su casa, acariciando el sueño de la presidencia.

Todo en la España del 2017 ha estado, sin embargo, fuertemente condicionado por el desafío del independentismo catalán al Estado en el que los partidos soberanistas (PdCAT, ERC y la CUP) y liderados por el president de la Generalitat, Carles Puigdemont, ha2n utilizado las instituciones catalanas para intentar romper el orden estatutario y constitucional, provocando no sólo una gran fractura social en aquella comunidad autónoma, sino colocando a la democracia española en una situación extrema. El llamado procés, de inspiración carlista y supremacista, que venía avanzando ya desde hacía años sin que el Gobierno de Rajoy tomara la iniciativa política para desactivarlo, dio finalmente el gran salto al vacío en tres pasos a cada cual más ilegítimo y antidemocrático: las vergonzosas sesiones del Parlament del 6 ,7 y 8 de septiembre para aprobar las leyes de desconexión; el referéndum ilegal y de parte del 1-O; y la aberrante Declaración Unilateral de Independencia (DUI) del 27 de octubre.

La gestión del problema catalán por parte del Gobierno del PP no ha podido ser más torpe y dañina, por su inacción política, su torpeza extrema en la gestión de la jornada del referéndum, y por su incapacidad para ofrecer una alternativa seductora a esa parte de la sociedad catalana que en muy poco tiempo se ha dejado engatusar por el soberanismo mentiroso y manipulador, y se ha apuntado a la aventura quimérica de una república de un solo poble donde no habría lugar para, al menos, la mitad de los catalanes.

La respuesta del Estado, con todo, a través de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, aprobada en una sesión dramática del Senado el 27 de octubre, y la actuación de los jueces, ha garantizado la legalidad constitucional más allá de que el encarcelamiento provisional de los líderes independentistas y la fuga de Puigdemont y otros ex consejeros a Bruselas, hayan abierto un debate jurídico sobre si les es imputable el delito de rebelión, tal como pretende el juez Pablo Llarena del Tribunal Supremo. Las elecciones del 21 de diciembre no sirvieron para despejar el horizonte y el empate social reflejado en las mismas no impidió sin embargo una nueva mayoría absoluta en escaños del independentismo, lo que mantiene a Cataluña como foco de infección de la política española y sin antídoto a la vista como consecuencia de la crisis política e institucional en que está sumido el país entero. Las piezas del puzzle español siguen sin encajar.

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