Abrazarnos, acariciarnos, sujetarnos o, simplemente, rozarnos, son conductas imprescindibles para mantener los lazos que nos unen como seres sociales
La trágica crisis del coronavirus no solo se ha llevado por delante miles de vidas, empleos, proyectos e ilusiones en todo el mundo. La pandemia también nos encerró entre cuatro paredes, nos distanció físicamente de nuestros mayores, de la familia y los amigos, nos privó del sentido del tacto y sus afectos, y nos obligó a ocultar el rostro de nuestras emociones tras un trozo de tela. ¡Casi nada!
La expansión de los contagios por todo el planeta supuso un cambio radical en la forma de relacionarnos y comunicarnos, una imprevista transformación cultural y social de la que no somos muy conscientes todavía, y cuyo alcance puede ser mayor del que podamos calcular. Otra incertidumbre más para este incierto tiempo que nos deja el 2020.
La Covid-19 alteró repentinamente nuestra forma de vivir, de convivir y hasta de morir. La guerra contra la pandemia puso a prueba, una vez más, nuestra capacidad de adaptación como especie y reaccionamos asimilando como inocuas algunas alteraciones radicales en nuestro comportamiento no verbal, elemento neurálgico de la forma en que nos comunicamos.
Además, esos cambios y limitaciones en nuestra conducta y forma de expresarnos se impusieron de manera urgente y brusca —sin más desescalada que el primitivo instinto de supervivencia y la torpeza del político de turno—, lo que dificulta conocer su impacto a medio y largo plazo, tanto en el individuo como en el conjunto de la sociedad.
Muchos meses después de las primeras restricciones conductuales, no sabemos si el apretón de manos ha desaparecido para siempre como saludo social, por citar solo un ejemplo muy común
Muchos meses después de las primeras restricciones conductuales, no sabemos si el apretón de manos ha desaparecido para siempre como saludo social, por citar solo un ejemplo muy común. Lo que sí parece más evidente es que el choque de codos tiene serias dificultades para imponerse como sustituto.
Y no por lo que aconseje o desaconseje la errática OMS, sino fundamentalmente porque dirigir el codo hacia nuestro interlocutor es un gesto defensivo y de cierre corporal, un movimiento incongruente con la apertura y receptividad propias de la conexión amigable entre dos personas. Al margen de que en el codo no podemos calibrar la valiosa información que nos ofrece el contacto de otra mano piel con piel.
Tampoco sabemos a estas alturas del desastre pandémico si el acto de arrimar el hombro quedará reducido para siempre a una manoseada metáfora, pues nada nos garantiza que recuperaremos pronto el uso del tacto en el ámbito social. Abrazarnos, acariciarnos, sujetarnos o, simplemente, rozarnos, son conductas imprescindibles para la comunicación tal y como la habíamos conocido hasta ahora. Y para mantener vivos los lazos que nos unen como seres sociales.
De hecho, el tacto es uno de los primeros sentidos que los humanos utilizamos para comunicarnos, a los pocos segundos de nacer, cuando todavía no somos capaces de articular palabra alguna y el resto de los sentidos no han madurado lo suficiente. No descubro nada nuevo al destacar el decisivo papel del tacto en el desarrollo infantil, la socialización y la conformación de la personalidad.
Igual de impredecible es el uso de las mascarillas. No conocemos cuánto tiempo más seguirán con nosotros, o si tendremos que usarlas de manera recurrente en el futuro. Lo que sí nos aclara la ciencia es que las mascarillas ocultan significativamente la expresión facial de las emociones básicas, lo que nos impide leer correctamente el rostro de otra persona.
Para más inri, las mascarillas no tapan cualquier parte de la cara, sino precisamente la musculatura que empleamos para componer la sonrisa, y centran la atención en los ojos, donde es mucho más difícil apreciar la alegría que el miedo o la tristeza. Vayan haciendo cálculos…
Quizás escucharon alguna vez que las palabras son solo el 7% del mensaje, que el resto lo expresamos con nuestro cuerpo y las cualidades de la voz. En realidad, no es exactamente así. Ese porcentaje forma parte de un mito, generado a partir de la interpretación sesgada de una investigación dirigida por el psicólogo Albert Mehrabian a finales de los años 60 del siglo pasado.
Los números del célebre profesor de la Universidad de California son correctos (7% verbal, 38% paraverbal y 55% corporal), pero se refieren exclusivamente a un mensaje de carácter emocional, transmitido entre jóvenes estudiantes en el ambiente controlado del laboratorio de investigación donde se realizó el experimento.
El rol de la conducta no verbal
En la vida real, en vivo y en directo, confinados o en semilibertad, la cosa no es tan fácil de repartir en porcentajes. Aunque eso sí, todos los expertos coinciden en destacar el valioso rol de la conducta no verbal en el intercambio de mensajes; y todas las investigaciones confirman la importancia de las emociones en la comunicación. Y no solo en la comunicación humana. De ahí nuestra extraordinaria habilidad para relacionarnos con otras especies animales.
Personalmente, creo que la correlación entre la parte verbal y la no verbal de nuestra comunicación es un asunto cualitativo, más que cuantitativo. De poco nos sirve atribuirle un porcentaje a nuestra conducta y otro a nuestras palabras. La cosa funciona de otra manera mucho más sencilla. El secreto de la comunicación no verbal está en la congruencia y el conjunto.
En primer lugar, cuando no hay congruencia entre lo verbal y lo no verbal, la comunicación falla, nuestro cerebro se ralentiza y procesa con mayor dificultad la información. Nuestros hemisferios laterales compiten entre ellos por resolver la ecuación, pero al final siempre gana el mismo, le damos prioridad al comportamiento no verbal, aunque sea de forma inconsciente.
Un ejemplo sencillo para entendernos: cuando un ser querido nos dice que se encuentra bien, pero la expresión de su cara y el tono de su voz expresan lo contrario, quizás aceptemos su palabra para evitar una discusión, pero en el fondo sabremos que no está siendo del todo sincero, intuiremos que le ocurre algo, y lógicamente nos quedaremos preocupados por su bienestar. Ante la incongruencia, siempre daremos más valor a la conducta no verbal.
En segundo lugar, el conjunto. Nuestro cerebro procesa todo el comportamiento no verbal de manera conjunta, y lo contextualiza automáticamente no solo con las palabras, sino también con el medio donde se desarrolla, de ahí que una misma acción pueda tener diversos significados. Expresiones faciales, gestos, posturas, apariencia, tacto, distancia y voz, son captados por nuestros sentidos de manera simultánea y como partes inseparables de un todo.
Pues bien, en lo que al Covid-19 se refiere, no podemos saber en qué porcentaje afectan a nuestra comunicación las medidas de prevención, pero tampoco necesitamos ese dato para saber que su impacto cualitativo es inevitable. La mascarilla, la distancia y la falta de contacto físico disminuyen la calidad de nuestra comunicación, y con ella se resiente también la calidad de nuestras relaciones sociales.
Y el motivo es muy fácil de comprender. Entre otros muchos efectos, las restricciones de conducta a las que nos obliga la pandemia limitan significativamente nuestra capacidad para expresar e interpretar la comunicación no verbal en su conjunto y de forma congruente. Nos faltan partes para procesar bien el todo. Eso, en el corto plazo. Son las dificultades que ya vivimos a diario. En el medio y largo plazo las consecuencias pueden ser mucho mayores.
No olvidemos que nuestra comunicación no verbal tiene dos orígenes bien diferenciados. Una parte es innata y común en todos los humanos, la traemos de serie al nacer, como los gestos de triunfo y poder con los brazos en alto, o las expresiones faciales de las emociones básicas. Y la otra parte es aprendida, incorporada a nuestro repertorio particular en función de la cultura donde crecemos, y modulada por nuestra propia personalidad.
En ese sentido, lo que ocurra a partir de ahora con nuestra forma de comunicarnos estará condicionado por esos tres factores citados: genética, cultura y personalidad. Pero dependerá, sobre todo, del tiempo que se prolonguen las restricciones, porque la parte cultural de nuestra expresividad no sobrevive más allá de una generación si alteramos el entorno en el que se desarrolla, como demostró el antropólogo David Efron, con sus estudios sobre los gestos de la población inmigrante de Nueva York.
En definitiva, el comportamiento no verbal juega un papel fundamental para entendernos y relacionarnos, para disfrutar de una comunicación plena, para estar sanos emocionalmente, desarrollar la empatía y ejercer la solidaridad, elementos más necesarios que nunca si queremos salir de este monumental lío en el que anda la humanidad.