La mayor catástrofe natural ocurrida en el último siglo en España y Europa afectó a 1.628 construcciones, según información del Catastro
El 18 de septiembre de 2021 era sábado. En Puerto Naos lucía un día soleado y la playa recibía bañistas al mediodía mientras los kioscos en la arena servían las primeras consumiciones. Todo transcurría entre lo cotidiano, sin embargo, no era un sábado como cualquier otro. Hacía semanas que se gestaba algo que nos cambiaría la vida para siempre y que no acertábamos siquiera a intuir en su magnitud. Incapaz de imaginar que aquella sería la última vez que aquel enclave residencial y turístico albergaría la normalidad antes de convertirse en un lugar fantasmal y desierto, donde la vida sería incompatible durante largos meses mientras las calles y la avenida se vestían con las mismas cenizas que un día dibujaron la playa. Nadie de quienes se encontraban allí en aquel soleado sábado de septiembre, acertaban siquiera a imaginar que, solos unas horas después, abandonarían el lugar casi con lo puesto para pasar, inconscientes de que sería la última vez, por aquel barrio de Todoque que ya no existe.
Acaso porque vivimos en la necesidad de esconder aquello que nos resulta incómodo. Aunque con ello no logremos evitar que los acontecimientos transcurran al capricho inexplicable de la vida. Una semana antes, la detección de un enjambre sísmico llevaba a la monitorización diaria y se movilizaban los servicios de emergencias siguiendo las indicaciones científicas que advertían de la posibilidad cierta de una erupción. Una erupción volcánica. Para la mayoría solo un recuerdo de las historias narradas por quienes ya fueron testigos de ello en un pasado que quedaba ya muy lejano. Para quienes vivieron las últimas de 1949 y 1971 las memorias traían una suerte de serenidad que solo visten las experiencias previas. Para tantas otras personas, casi la ilusión de presenciar esa que, de algún modo, surgía como la legitimidad de un volcán para una generación que solo tenía eso, memorias de historias narradas e imágenes en blanco y negro.
El lunes 13 de septiembre, el vulcanólogo Nemesio Pérez, hacía referencia al enjambre sísmico detectado dos días antes, el 11 de septiembre. El mayor desde que se detectara el primero en octubre de 2017. La Tierra nos avisaba. “Es normal” en un territorio volcánico, “pero no es usual”, dijo. Estas mismas palabras las pronunció también y quedaron transcritas en una publicación de tiempodecanarias.com en una entrevista firmada por Pepe Moreno el 17 de octubre de 2020. Y se hacía eco también de los enjambres anteriores:
“Son normales, pero no usuales. En octubre de 2017 hubo un primer enjambre, luego otro en febrero de 2018, en julio y en octubre de 2020 y lo que debemos hacer es estudiarlos para un mejor conocimiento. Están relacionados con movimientos del magma a muchísimos kilómetros de profundidad. La gente no los percibe, porque son a más de 30 kilómetros de profundidad, y si alguien dice que los ha notado debe ser otra cosa”. Cuando se le preguntaba por cuál sería la zona más proclive a una erupción volcánica respondía, sin margen de dudas: “Seguramente será en la parte occidental de Canarias”.
Podemos irnos más atrás en el tiempo, el 1 de abril de 2019, en una publicación de planetacanrio.com, firmada por Vicente Pérez. El titular decía lo siguiente: “La probabilidad de una erupción en Canarias es de menos del 3% a un año vista, 25% en la próxima década y 76% en medio siglo”. En solo tres años de entrar en aquel escueto y tranquilizador 3 por ciento a vernos sacudidos por el 25% que podía incluso parecernos escaso en aquel 2019. Pero ese escueto margen de probabilidad también cuenta.
Y la Naturaleza manda. Justo bajo el titular de esa publicación, el coordinador científico de Involcan también advertía: “…se puede reducir el riesgo volcánico, que ha aumentado por el intenso crecimiento poblacional y económico en Canarias durante los últimos 100 años”. Vamos, que hemos ocupado un espacio que no habíamos ocupado antes y las coladas tomarán su camino y “llevarán todo lo que no se mueva”, esta última frase la pronunció ya durante la erupción de La Palma en los primeros días desde el 19 de septiembre de 2021.
Mirar atrás nos descubre esas cosas que en ocasiones nos pasan desapercibidas entre las premuras del ahora. Cuatro años atrás se iniciaron los enjambres (uno en 2017, uno en 2018, cinco en 2020 y cuatro en 2021). Nemesio Pérez insistía en algo en lo que ha incidido siempre: “Ser conscientes del territorio en el que vivimos, estar informados y prepararnos para minimizar las vulnerabilidades”. Y sucedió.
El domingo 19 de septiembre, a las 15:13 horas, una columna de humo se erigió sobre la zona de Cabeza de Vaca, en la zona de Tacande, en El Paso. El volcán entraba en erupción. Hay un consenso generalizado sobre el entusiasmo inicial que sintieron muchas personas. Acaso por considerar la legitimidad de una erupción que solo conocían a través de historias pasadas y fotografías en blanco y negro. Pero ese entusiasmo no duraría. Solo unas horas después, cuando las coladas emergían de la tierra y se derramaban hacia el oeste, arrasando todo cuanto encontraban a su paso, surgió la idea cierta de que aquello sería un desastre. Aún ni siquiera alcanzando a imaginar la magnitud real.
El día anterior, y a pesar de haber mantenido el semáforo en amarillo, se había producido a la evacuación de las personas con movilidad reducida de los núcleos poblacionales donde se registraban la mayoría de los sismos y donde los equipos científicos estimaban que podría surgir la erupción.
Fuencaliente, Villa de Mazo y los barrios de El Paso y Los Llanos de Aridane que se encontraban en la zona oeste de Cumbre Vieja. Con los planes de emergencia actualizados en estos municipios, nada más entrar en erupción el volcán, el resto de personas fue dirigida a los puntos de encuentro establecidos en cada uno de ellos: los campos de fútbol municipales de Los Llanos de Aridane y El Paso así como el Centro de Visitantes del Volcán de San Antonio, en Fuencaliente.
En cada uno de esos puntos, equipos de la Cruz Roja fueron derivando a las personas evacuadas. Quienes tenían una segunda vivienda o podían alojarse en casas de familiares eran así registradas. Quienes no tenían la posibilidad de un alojamiento alternativo fueron dirigidos al acuartelamiento de El Fuerte, en Breña Baja, donde pasarían las primeras noches antes de habilitar establecimientos hoteleros.
La primera noche dibujó una estampa que se repetiría durante 85 días. Las lavas incandescentes emanando del cráter y una columna de fuego vertical que asomaba como un descomunal soplete. El rugido constante del resquebrajar de la tierra y las cenizas, que pronto comenzaron a ocultarlo todo, sin posibilidad de advertir las líneas de las carreteras próximas, las azoteas, aceras y calles. Unas cenizas que fueron cambiando de densidad conforme transcurría la erupción y manteniendo a los servicios de mantenimiento de la isla en constante actividad para aliviar las consecuencias. Para volver al día siguiente a repetir la misma operación.
Y los terremotos. Quienes ya contaban con erupciones anteriores en su memoria los vivieron con mayor calma. Quienes los sentían por primera vez experimentaban la sensación de la incertidumbre sobre las magnitudes, el tiempo que se podrían prolongar o las consecuencias que pudieran tener.
Pronto la población comenzó a manejar términos que nunca antes habían sido utilizados porque no había sido necesario hacerlo. Magnitud, intensidad, profundidad… parámetros que determinaban la escala geológica de los terremotos. El temor a la afección en edificios se disipó (el miedo es una emoción personal que cada cual experimenta de un modo distinto) cuando se fueron descubriendo otros parámetros nuevos para la población, conocidos para la ciencia. La escala Mercalli, que determina la afección de los terremotos a las infraestructuras y que debe darse en una magnitud y una intensidad muy superior a los que se registraban entonces. Entre otras circunstancias por la naturaleza de los propios sismos, no procedentes del choque de placas tectónicas sino de una aportación de magma desde el subsuelo. Pero el temor siempre estuvo ahí. Entre otros al tiempo que se prolongaría la situación y con la certeza de que ese tiempo determinaría también los daños ocasionados.
La plaza de Tahuya se convirtió en el punto de observación por excelencia. Allí se dieron cita medios de comunicación de todo el mundo. La BBC, Al Jazira o Euronews, además de todos los medios nacionales. Y también entre ellos, personal científico del IGN, el IGME o Involcan, a quienes la población secuestraba a su paso para pedir respuestas que la ciencia no podía ofrecer. Porque también en aquella plaza se encontraron cientos de vecinos –algunos con prismáticos– que trataban de localizar los tejados de sus viviendas para, intuyendo el curso de las coladas, rogar en silencio que se detuvieran o desviasen. Algunas de esas personas asistieron en directo a la tragedia de ver sus casas engullidas por las coladas. Enterradas sus vidas y desvanecida cualquier esperanza. Hubo quien sintió la serenidad que surge en el instante después de terminada la incertidumbre. La tranquilidad interior de “no poder culpar a nadie” y sometidas las emociones a la fuerza brutal de la naturaleza.
Un final impredecible
¿Cuánto va a durar la erupción? Fue una cuestión recurrente día tras día. A pesar de obtener la misma respuesta de no poder ofrecerla. Y cada día uno más, y cada día uno menos. Pero sin poder saber hasta cuándo. Y el rugido constante ya cotidiano, como las cenizas que en ocasiones interrumpían la operatividad del aeropuerto cuando el capricho del viento soplaba hacia el este. La calidad del aire se convirtió de pronto en una constante. Preocupaba, quizás por lo poco acostumbrados, a medios nacionales ubicados en ciudades donde la polución permanente supera los índices ocasionales que se registraban en La Palma y en puntos concretos durante un tiempo determinado.
Y cada día un informe oficial, a las 14 horas. Previa reunión del comité científico, donde las opiniones discrepantes quedaban a puerta cerrada para consensuar una única información que sería pública. Miguel Ángel Morcuende, junto con María José Blanco y Carmen López, se convirtieron en los rostros más conocidos para la población de la isla, ofreciendo los datos de las últimas 24 horas sobre la emisión de dióxido de azufre (SO2), dióxido de carbono (CO2), la altitud del penacho, el transcurrir de las coladas, las hectáreas afectadas de cultivos y el número de viviendas destruidas. Hasta el siguiente informe donde las cifras de daños seguirían aumentando.
De pronto el volcán parecía dormir. Y alimentaba las esperanzas de un final ansiado. Para revivir poco después, en ocasiones con mayor violencia. El colapso en varias ocasiones del cono volcánico provocó nuevas coladas que arrasaron casas y cultivos que hasta entonces parecían haber quedado a salvo. Y los sueños de tantas familias quedaban enterrados para dar inicio a una pesadilla que aún se prolongará durante muchos años.
Y en aquellos 85 días interminables, personas anónimas llegadas de todos los puntos del territorio nacional, se alistaban en cuadrillas para palear cenizas y salvar las casas que habían quedado en pie en la zona de exclusión, pero en riesgo de colapsar bajo el peso de la arena. Personas anónimas, de organizaciones o a título individual, que no cesaron de llegar. Voluntarios en los pabellones deportivos para inventariar la ropa, la comida y el material que llegaba de todas partes y donaciones económicas en las cuentas habilitadas por el Cabildo y los ayuntamientos para distribuir entre las personas afectadas. Una erupción también de corazones nobles que ven en el dolor ajeno una necesidad de ayudar sin conocer sus nombres.
El 13 de diciembre de 2021 el volcán se durmió. De pronto la emanación de SO2, habiendo cambiado los parámetros para ofrecer la información días antes, surgió débil. Esos gases que miden la fuerza de la erupción habían disminuido. Y comenzó una cuenta atrás que fue retransmitida en cada informe oficial de las 14 horas. “Estos valores deberán repetirse durante los próximos diez días para determinar el final del proceso eruptivo”, explicaba María José Blanco. Nueve, ocho, siete, seis, cinco… hasta aquel sábado 25 de diciembre en el que finalmente se dio por terminada la erupción.
Pero no la tragedia. Muchas familias lo perdieron todo, otras no podrán regresar a sus casas y, en el momento de escribir estas líneas, cuando apenas restan dos meses para el aniversario de la erupción, muchas viviendas provisionales de madera o en forma de contenedor siguen en construcción, en redacción un estudio para la recuperación de los cultivos de platanera, determinar e iniciar la construcción de lo que serán los nuevos barrios. Lento, muy lento para algo para lo que no nos habíamos preparado, una erupción volcánica en un territorio volcánico con volcanes en activo. Paradójico al menos.
Le pusimos Teneguía a un vino. Ruta de los Volcanes a un sendero. Tomamos el timple para cantar “somos lava y volcán” pero nunca lo creímos cierto. Quizás guardando las historias que nos contaban de otros volcanes amables, inconscientes de haber tomado los espacios que después reclamaría. Ajenos a la verdad que no agrada. Somos lava y volcán.
De ahí surgió también la vida, y no es cuestión de negar ni evitar, es la necesidad de saber, de ser conscientes y aceptar para estar preparados y afrontar el próximo que vendrá. No podemos saber cuándo, pero vendrá. Aprender en la política para tomar decisiones valientes de cara a un futuro que llegará quizás demasiado tarde para recibir los aplausos. Aprender en lo individual para entender que estamos en la misma lotería caprichosa, que somos los demás para los demás, y que debemos aceptar esa posibilidad futura. Para ti, para mí, para quienes vienen detrás.
La erupción del volcán en La Palma, la mayor catástrofe natural ocurrida en el último siglo en España y Europa afectó a 1.628 construcciones según información del Catastro. De ellas, 1.304 eran viviendas, 179 cuartos de aperos (uso agrícola), 74 fábricas y naves industriales, 40 negocios de ocio y hostelería, 15 colegios, templos y espacios uso público. Además de enterrar 72,75 kilómetros de carreteras y calles y 360 hectáreas de cultivos entre plataneras, viñas y aguacates.