El mar y las montañas de color esmeralda
brillaban cada día al sol por el oeste.
Los dioses inmortales
no pudieron soportar tanta hermosura
y enfermos por los celos y natural envidia
como es frecuente en ellos,
enviaron sus quebrantos a la isla
de donde procedían ensalmos y alabanzas.
Cayeron llamaradas.
Se elevaron al aire las brasas encendidas.
Los hombres de la tierra clamaron angustiados
la caricia solemne que calmara su llanto.
Y no hallaron respuesta.
Un silencio profundo inundó las orillas
y trepó por los montes hasta alcanzar las nubes.
Las islas que hermanaban su nombre con el suyo
extendieron sus manos hasta tocar las cumbres,
los barrancos más hondos, las estrellas más altas,
las vidas más amargas.
Construyeron iglesias, levantaron los muros,
las casas y las plazas,
y montaron cercados para guardar las bestias.
Y luego se abrazaron.
El fuego que encendía los campos y los valles
se fue apagando un día. Los dioses ignoraron
el dolor y el castigo que habían infligido
a los niños y ancianos. Y, al llegar el invierno,
con las primeras lluvias, los hombres y mujeres
que aún quedaban con vida
volvieron a hacer juntos el camino de nuevo.
Pero nunca olvidaron.